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Hace ya un par de años, un vuelo atrasado me retuvo en el aeropuerto Charles de Gaulle. Cada tanto una empleada de Air France se acercaba y decía con una sonrisa que teníamos que seguir esperando. El único que se quejaba era un francés de mi edad. No parecía loco, sino todo lo contrario, y me cayó simpático porque insultaba en voz alta. Cuando hablaba en español, tenía acento madrileño. «Ya te habrás dado cuenta, este es el país del lenguaje, muy fraternité, solidarité, todo ese rollo.»
Me contó que, en los banlieues de París, los narcos usaban armas de guerra, pero los parisinos seguía pensando en la película Amélie cuando hablaban de su vida. Michel Houellebecq es el primer francés en describir su país como es en la actualidad y lograr que sus libros de vendan como best-sellers. Su universo no parece complejo. Supermercados remplazando las simpáticas épiceries de barrio, profesionales exitosos neuróticos o perversos, situaciones sórdidas y mucha soledad. A veces su cinismo pesimista resulta artificial, tanto o más irreflexivo que cualquier idealismo. Pero, ¿no sucede los mismo con Sade que llevó el reverso de la moral kanteana a su paroxismo?
Ubicado, con Chuck Palahniuk (1964) y Roberto Bolaño (1953-2003), entre aquellos que saben retratar la violencia y hacer que sus libros se vuelvan objeto de discusiones sociológicas y morales a nivel internacional, Houellebecq usa el escándalo como una herramienta útil a su literatura. Eso no es novedad. Sin embargo, en El mundo como supermercado (por primera vez la traducción de Anagrama es mejor que el título original de Interventions) se incluía el ensayo Jacques Prévert est un con que no era una provocación, sino directamente un insulto. Y eso, en la Francia contemporánea, hacía mucho que no se veía.
Las tradiciones son maleables. Todo se puede justificar desde la tradición porque la tradición es un fichero en el que está todo y del cuál podemos seleccionar lo que queramos, lo que más nos convenga, lo que creamos que nos puede ayudar. Borges se dejaba ganar por la ansiedad cuando hacía saltos de una tradición a otra, cuando justificaba y promocionaba exportaciones e importaciones. ¿Por qué? En una tradición, cualquiera, la más ruin, la más excelsa, están todas las tradiciones. Lo que vale, entonces, son las lecturas selectivas, las combinaciones, los olvidos, lo que se recupera y cómo se lo recupera. ¿Podríamos decir que Houellebecq es uno de los pocos franceses que lee bien la tradición de lo moderno? Digamos, mejor, que es un lector productivo de la modernidad francesa, de su ironía, de su decadencia, de su voluptuosidad.
Su lengua avanzó mucho en autoexamen y celebración durante el siglo XX. Lo que hoy llamamos “teoría francesa” está en el centro de ese fenómeno. De Saussure a Lacan, de Deleuze a Derrida, las bibliografías obligatorias del mundo saben de lo que hablo. Y el barroco, que nunca se fue, ese merengue saturado, que se hace punzante, tentacular, vive en cada despacho académico. Eligiendo otro andarivel, los autores que recupera Houellebecq son Balzac, Flaubert, los Goncourt, por supuesto, pero también Fourier, Comte, Tocqueville. De fondo, un Émile Zolá transfigurado en su esencia pero percibido en intención. Y Baudelaire, mucho Baudelaire, con el que entra, de una nitidez cegadora, lo desagradable.
El trabajo y lo material, que siempre es corrupto y se corrompe, lo perecedero, la voluntad erótica, la miseria del dinero y sus fantasmas y su sensualidad, tiene, todavía hoy, el favor del mercado de la novela. ¿Por qué? ¿Porque cuando leemos una novela no queremos saber cómo deben ser las cosas, sino como son?
Contra el humanismo fóbico, lejos de los gabinetes, Houellebecq hizo regresar la novela francesa a la experiencia leyendo la parte execrable del placer que nos ofrece la modernidad. Se sacude así el lastre anegador del existencialismo. Ese aire de universidad, de abstracción, de beca escolar y distancia que tiene lo francés. Tautológicamente, lo desagradable no gusta. Y si se lo vende como desagradable pero no lo es, decepcionada. Por eso hay que trabajarlo. Así Houellebecq, que maneja una muy acabada artesanía de la provocación, también es diestro con la forma novela, la composición del francés y los tiempos bursátiles.
Aparte, escribió poemas. Jugó a ser cineasta. Desapareció y apareció. Se sacó fotos desnudo. Se volvió más excéntrico, más irritante, más visible. Consiguió un éxito que seguramente no buscaba pero que disfruta y sobre todo utiliza. En su repertorio de trucos está la ambigüedad de no juzgar y la intensidad de la duda. Así las cosas, tenemos aquí un novelista francés que vive de su personaje, que manipula a la prensa, que es universal a base de los contrastes entre turismo, Gran Capital, hipocresía y terror político. ¿Lugares retorcidos, retratos fríos? La novela argentina, que cada tanto cae en la desgracia insalubre de no decir nada, quizás debería volver a Houellebecq. Ya que, parafraseando Ciorán, si no podemos integrar su tradición, quizás, como hacemos casi siempre en la nuestra, logremos consagrarnos a sus restos.
Del 9 al 14 de noviembre Michel Houellebecq estará en Argentina. Viene a ofrecer una conferencia en el Polo Científico Tecnológico y una entrevista pública en el Teatro San Martín. La visita fue organizada por Gonzalo Garcés y Maximiliano Tomas y cuenta con el apoyo del Ministerio de Cultura de la Nación, el ministerio de cultura de la Ciudad de Buenos Aires, el Institut Français, la Alianza Francesa, la Embajada de Francia en Buenos Aires y el hotel Meliá Recoleta. La página del evento en Facebook./////