Cuando Kitchen Confidential llegó a las librerías norteamericanas en el verano de 2000, pocos conocían a Anthony Bourdain, un chef respetable pero no brillante de una brasserie también respetable pero no brillante de Nueva York. Para ese momento, Bourdain llevaba casi un cuarto de siglo trabajando en cocinas y transitando distintas adicciones, sobre todo a la heroína y la cocaína. En el medio, escribió una biografía que es fácil reponer con la lectura de sus libros, algunos episodios de sus multipremiadas series de televisión y un documental post mortem todavía fácil de encontrar en las plataformas habituales. Lo que se dice una vida bien registrada.
Por su lado, el éxito instantáneo de Kitchen Confidential y los comentarios sobre la vida en la cocina, y sobre todo de los cocineros fuera de ella, iluminan todavía ciertas áreas del consumo gastronómico en ciudades hiper-lujosas y gentrificadas, y también desnuda las múltiples precarizaciones laborales que sustentan a la economía de servicios. Sin embargo, los mejores capítulos de Kitchen Confidential ofrecen, sobre todo, la oportunidad de indagar sobre los posibles pliegues creativos entre la buena cocina y la buena literatura. En este punto, incluso el desenlace trágico de la vida de Bourdain ofrece una pregunta sin respuesta: ¿por qué alguien con talento y éxito se mata?
La prosa de Bourdain es pulcra y precisa, sin rodeos ni metáforas excesivas, desprovista de voluptuosidad lírica, pero no de sensualidad. De hecho, es sencillo leer a Bourdan en la tradición americana, dado que él mismo nunca evitó mencionar sus influencias arraigadas en los prosistas de su propia tierra —Hemingway, Faulkner, London—, y en los del otro lado del charco —Orwell, Greene—. Por todo esto, aunque es tentador detenerse en sus comentarios irónicos (como su caracterización de los vegetarianos como los “enemigos de todo cuanto tiene de bueno el espíritu humano”), en realidad son sus descripciones de la disciplina militar de la vida en la cocina y de lo que significa elaborar un buen plato con ingredientes sencillos pero de calidad las que invitan a una reflexión sobre su propio oficio como escritor.
Preguntarse por qué un cocinero decide escribir es tan inútil como preguntarse por qué lo hace un ingeniero, un doctor o un taxista. La respuesta siempre es la misma: porque pueden o porque creen que tienen algo para contar. La pregunta correcta sería, entonces, cómo un cocinero del estilo de Bourdain lo hace tan bien. Donato De Santis, el chef italiano-argentino que nunca termina de aprender el español, mencionó en alguna entrevista que Bourdain era el “poeta de los cocineros”. No es difícil estar de acuerdo con la apreciación. Bourdain se define a sí mismo como “un buscador de sensaciones” y una de sus productoras de televisión se ha referido a él como un “Bond sin músculos”. A la hora de los hechos, sin embargo, Bourdain fue el cronista romántico de una época de transición entre los modos del lujo y el placer del siglo XX y el reflujo globalizante del siglo XXI: cocinero, newyorker, medio francés, sibarita, viajero, irónico, jiujitsoka, excelente prosista y suicida, el combo biográfico funciona. ¿Por qué? Podemos adelantar una hipótesis: Bourdain fue un buen escritor por el tipo de cocinero que era.
Los nodos biográficos de cómo Bourdain decide volverse chef son conocidos y se mencionan en cualquier relevo de su vida, pero vale la pena mencionarlos una vez más. Primero, lo que él cuenta como la pérdida de su virginidad: una ostra sobre un bote en la costa francesa, cuando era niño, le hizo descubrir la relación entre comida, poder y goce. Segundo, una noche, en Provincetown, una pareja de recién casados y el resto de los invitados a la boda fueron a celebrar al Dreadnought, el restaurante donde Bourdain trabajaba lavando platos. En el momento más agitado del servicio, Bobby, el chef, le pidió a Bourdain que se hiciera cargo de su puesto y salió por la puerta de atrás. Desde la ventana que daba al patio, Bourdain pudo ver entonces cómo el chef, entre tachos de basura, le brindaba a la novia “una despedida de soltera improvisada”. En ese momento, supo “por primera vez que quería ser chef”.
Pero, ¿qué tipo de cocinero era Bourdain? Quienes lo conocieron coinciden en que no era un chef inspirado ni creativo, pero sí organizado y de confianza. Siempre puntual, llegaba todos los días quince minutos antes al trabajo. Eric Ripert, chef francés y amigo de Bourdain, ha dicho que Tony tenía la velocidad, la precisión, la habilidad y “el sabor”. Aunque duda respecto a su creatividad. Con eso en mente, ¿qué tipo de cocina apreciaba y promovía Bourdain? Una organizada y disciplinada. Para Bourdain, “un cocinero de la cadena exigido al tope, bien organizado, que trabaja con pulcritud y tiene ritmo: economiza movimientos, domina las técnicas, es veloz”. Según Bourdain, la cocina profesional no se trata de la mejor receta, la presentación más original, la combinación creativa de ingredientes, aromas y texturas. “El verdadero oficio de preparar los platos que comes”, señalaba, “tiene más que ver con la constancia, la repetición espontánea e invariable, la misma serie de tareas desempeñadas una y otra vez”. ¿Y no aplica al fin y al cabo lo mismo para su escritura y la escritura en general?
Para Bourdain la cocina está en las manos, en la piel y en las heridas de las manos de los cocineros. Con eso alcanza para reconocerse. Pero se trata de un proceso. Luego de graduarse en la Culinari Institute of America (la escuela de gastronomía más prestigiosa de Nueva York), Bourdain volvió por otra temporada de cocina en Provincetown. Allí conoció a Tyrone, un parrillero negro de dos metros de altura y diente de oro. Bourdain trató de sorprenderlo con sus conocimientos de gastronomía y de los restaurantes que había probado y conocido en Manhattan. Pero en ese momento no entendió que el equipo de Tyrone no funcionaba por erudición o virtuosismo, sino que era el resultado final de años de trabajar juntos en un espacio reducido, sometidos a extrema presión. En el momento más intenso del servicio, Bourdain agarró una sartén caliente y se quemó. Tras un grito, dejó caer el osobuco al piso. Se acercó a Tyrone, que estaba en modo maestro de los fuegos, y Bourdain le preguntó si tenía una curita o crema para la pequeña ampolla roja que se estaba formando en su mano. Fue demasiado para Tyrone, que puso sus propias manos en la cara de Bourdain y le mostró una constelación de ampollas llenas de agua, cicatrices, pedazos de carne viva, cocinadas por el vapor o la grasa caliente. Entre esos dedos nudosos y encallecidos, Bourdain vio, por primera vez, las manos de un auténtico cocinero. Y sin dejar de mirar a Bourdain, Tyrone agarró con una de sus manos desnudas un plato caliente de la parrilla y lo depositó en la mesada.
Para escribir Kitchen Confidential se levantaba todos los días un par de horas antes con el objetivo de completar un par de páginas antes de irse a trabajar doce horas. Pero, ¿acaso hay otra forma de hacerlo? Si la escritura es un trabajo, como tanto insisten ciertos sectores de la escena cultural de Buenos Aires a la hora de pedir dádivas, ¿no es la única forma correcta abordarla con la ética que requiere cualquier trabajo? Aunque, claro, para eso hay que saber lo que significa trabajar. Y Bourdain, al menos, lo sabía. Y eso se puede apreciar en el atractivo de sus textos y de sus programas de televisión, donde su talento de narrador, tal vez el oficio que mejor lo caracterice, lo convirtió en documentalista. Poco del mundo del trabajo y de la artesanía de la cocina, como él llama al esfuerzo de preparar comida para otros, se escapa en su viajes y en sus libros.
En el episodio de Parts Unknown que dedica a Buenos Aires, incluso se sienta a tomar un trago con un viejo mozo de San Telmo y discuten, sin entenderse, sobre la tradición perdida de atender una mesa. Aun así, todos los que conocieron a Bourdain insisten en lo poco que había conocido el mundo antes de volverse famoso: apenas tuvo algunas vacaciones en el Caribe con su primera esposa, Nancy, y un viaje de trabajo a Japón (germen de Kitchen Confidential). La visión del mundo de Bourdain, por lo tanto, estaba condicionada por lo que había visto en películas como Apocalypse Now o había leído en libros de Graham Greene. De hecho, muchos de los episodios de sus series están inspirados en películas. El de Buenos Aires, por ejemplo, busca revivir a través de paseos hiper-explotados a La Boca, Caminito y una murga pedorra, donde Bourdain experimenta el miedo atávico a los payasos, aspectos estéticos y sentimentales de Happy Together, de Wong Kar Wai.
El método narrativo, entonces, podría resumirse como un circuito que va de la ficción a la realidad y de la realidad otra vez a la narración. En ese movimiento, sin embargo, Bourdain logra saltar las trampas narcisistas de ciertas literaturas centradas en lo personal al romantizar el espacio que visita por medio de alguna referencia literaria o cinematográfica, explorar el lugar por medio de una experiencia propia y surgir con una narración nueva. Aquel mismo episodio de Buenos Aires, que más tarde se presentaría central en el desenlace fatal de su vida, lo encuentra sorprendido mientras camina por las calles de San Telmo y La Boca por la compulsión de los porteños por el psicoanálisis. Bourdain se pregunta cómo en un país tan orgulloso de sí mismo todos van al psicólogo y llama a Buenos Aires el “reino de la duda”. No ahondaremos en la confusión que conlleva esa idea, propia de los norteamericanos, pero sí es interesante mencionar que Bourdain aprovechó el viaje para una sesión de terapia express, donde concluyó de manera tácita que pronto iba a acabar con su vida. Bourdain se inyecta a sí mismo en la neurosis porteña y sale, por supuesto, triturado.
Pero que el abordaje de Bourdain a sus propias narraciones comience por medio de otra obra no quiere decir que el arte sea más importante que la vida. Al contrario, para Bourdain la escritura es algo mucho más efímero que la cocina. En una entrevista, menciona que siempre juzgó a todo el mundo mediante el prisma de la cocina. “O.K. escribiste un buen libro”, comenta, “pero, ¿puedes soportar un turno de brunch en un restaurante?”. El periodista le pregunta si la escritura es más efímera que un brunch. Bourdain responde “trescientos huevos benedictinos. No volvió ninguno. Es mecánico, es precisión, es resistencia, carácter. Eso es real”. Las narraciones de Bourdain son buenas, precisamente, porque son reales, y no en un sentido verídico, sino vital.
Uno de los consejos que da Bourdain para cualquiera que piense, bajo su propio riesgo, en ser cocinero, es aprender español. Los cocineros que buscaba Bourdain para sus cocinas en Nueva York eran inmigrantes mexicanos, ecuatorianos o cubanos. Si no, los buscaba en cualquiera de los márgenes de la sociedad. ¿Indocumentado? Mejor. ¿Exconvicto? Adentro. ¿Borrachos, adictos? Obvio. La cocina era el lugar ideal para cualquiera que buscara otra oportunidad, huir de la justicia, ocultarse en un sótano oscuro o simplemente trabajar. En definitiva, era un chef que confiaba en gente como él. Y entre ellos buscaba el talento. En todos los restaurantes que Bourdain dirigió durante los 90, siempre que pudo, llevó consigo a un panadero bautizado por él como Adam Apellido Desconocido. Cada tanto, Adam llamaba a Bourdain antes de empezar a trabajar y le decía que no podía ir, pero que había dejado la masa lista. Bourdain, del otro lado del teléfono, podía imaginar las giras de 36 horas de cocaína y tragos que habrían impedido que Adam se presentara esa mañana. Pero el pan, el pan que hacía Adam, valía la pena. “¿Por qué Dios, en su infinita sabiduría, eligió a Adam para ser el depositario de Su Grandeza?”, se pregunta Bourdain. “¿Por qué, de todas sus criaturas, eligió Él a ese loco, vociferante, sucio, descuidado, detestable, incontrolable para convertirlo en Su panadero personal? ¿Cómo es posible que esa vergüenza de empleado, de ciudadano, de ser humano… ese indocumentado, sin formación, maleducado, sin lavar, ese caso perdido que había sido contratado por todas las cocinas de Nueva York, pueda mezclar un poco de harina y agua, y producir el milagro?”.
Bourdain empezó a escribir a mediados de los años 80. Si bien antes ya escribía los ensayos universitarios de sus compañeros a cambio de cocaína o cualquier otra droga a mano, sus primeros intentos de publicar se dieron por esos años, cuando, luego de mandar varios manuscritos a la revista literaria Between C & D, Joel Rose, el editor y esposo de la futura editora de Kitchen Confidential, aceptó publicarle un relato acerca de un cocinero que trata de conseguir heroína. Si bien al principio Bourdain escribía sobre su vida como cocinero y adicto, en su madurez creativa el tema se acercó más a cómo cocinaba o cómo le gustaba cocinar, “tres o cuatro ingredientes —siempre que sean de la mejor calidad— que pueden combinarse de manera honesta para lograr un plato de verdad excelente”. En igual medida, un repaso por sus libros —Kitchen Confidential, A Cook’s Tour, No Reservations, Medium Raw—, o por sus documentales, constata que sus narraciones estaban compuestas por un estilo sencillo y directo, exento de “ingredientes exóticos”, pero ante todo honestas.
En una entrevista con Barack Obama en Vietnam para Parts Unknown, el expresidente le comenta a Bourdain que el mundo se está volviendo más pequeño y que las sorpresas de viajar o estar en un lugar desconocido, de a poco, iban desapareciendo. El diagnóstico de Obama apuntaba al tránsito del hedonismo selecto del siglo XX, del que Bourdain formaba parte en Nueva York, a la hipermercantilización global del lujo y del placer del siglo XXI, que Bourdain sin dudas impulsó y amplificó con sus programas de televisión. Al otro día de la entrevista con Obama, el restaurante vietnamita tuvo que colgar un cartel que decía “No hay más Bún Chá”, por efecto de la cantidad de turistas que se acercaron al local. Para ese momento, quedaban pocos lugares en el mundo por conocer para Bourdain. En sus viajes, Bourdain diseñó, sin querer, el turismo depredador y hedonista, levemente woke, que definiría el turismo occidental del nuevo siglo.
La cocina había sido para Bourdain la puerta de ingreso a las adicciones y al abuso de sustancias, pero también fue la disciplina que demanda cocinar la que, a mediados de los 80, mientras sus amigos morían de sobredosis, le permitió sobrevivir, limpiarse y atravesar lo que él llamó “la travesía del desierto”. En un viaje en taxi, Bourdain y sus amigos volvían de pegar droga. Poco tiempo antes, había leído en un artículo que solo uno de cada cuatro adictos sobrevivía a los tratamientos de desintoxiación. En el taxi eran cuatro. Ahí mismo, supo que si alguno de ellos cuatro iba a sobrevivir, iba a ser él. “Yo iba a vivir. Yo sería el elegido”, escribió, “lo conseguí. Ellos no”. En el final de Kitchen Confidential, Bourdain escribe sobre sus manos y dice “me duelen las manos”. “Por fin tengo las manos que siempre quise tener. Las mismas manos que Tyrone cuando se burlaba de mí hace muchos años. No tengo ampollas llenas de agua, en todo caso no las tengo este fin de semana. Pero las cicatrices están ahí. Estoy orgulloso de este callo. Me identifica de inmediato como cocinero. Se nota cuando me das un apretón de manos, igual que lo noto yo cuando se lo doy a un colega”. Lo curioso es que al poco tiempo de publicar estas palabras, Bourdain dejó de cocinar en restaurantes. Dejó de ser el chef de Les Halles y otros restaurantes prestigiosos de Nueva York, para ser Bourdain, solo él mismo y su mito. Hay un desplazamiento que se marcó en el año 2000. Al empezar a viajar y filmar, Bourdain dejó de vender platos, comidas y experiencias, y empezó a venderse a sí mismo entre platos, comidas y experiencias. Aunque es arriesgado decirlo, con el éxito, Bourdain no solo perdió a Nancy, su primera esposa, la cual, en sus propias palabras, nunca pudo “anticipar lo tramposa que era la fama”, sino que también perdió a sus compañeros de cocina mexicanos, adictos y exconvictos, a los que reemplazó por una crew de directores, fotógrafos y productores de televisión de CNN.
En un pasaje, Don Quijote le señala a Sancho Panza que “no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma”. A lo cual Sancho pregunta: “¿Qué mayor desdicha puede ser de aquella que aguarda al tiempo que la consuma y a la muerte que la acabe?”. Bourdain tenía una respuesta para esa pregunta, y en su caso personal no hay corona sin guillotina. Aunque él admitía, como señala en sus sesiones de terapia porteña, que tenía lo que otros considerarían el mejor trabajo del mundo —¿quién no?—, no lograba encontrar la felicidad, tampoco con el agregado de haber sido padre, ni poder, a esa altura de su vida. En pocas palabras, no podía vivir con la gente normal. Sin detenerse en la militancia tardía de Bourdain por causas ajenas a su historia personal como el #MeToo, debido a su romance con la depredadora Asia Argento, lo cierto es que la idea de un Bourdain ahorcándose por una mina tras ver sus fotos con otro hombre parece en clara sintonía con el mito que él mismo construyó sobre sí mismo en sus textos y, sobre todo, en sus tardíos programas de televisión.
En 2006, mientras filmaba un capítulo de No Reservations en Beirut, fuerzas de Hezbollah cruzaron a Israel y mataron a tres soldados. La respuesta de Israel no se hizo esperar y al otro día los misiles volaban sobre el Líbano en busca de mujeres y niños. Bourdain y su equipo quedaron encerrados en el Royal Hotel, cerca de la embajada de los Estados Unidos, a la espera de ser evacuados. Desde el barco del ejército norteamericano, la voz de Bourdain en off se despide de Beirut entre imágenes de personas llorando y el agua del mar: “Antes creía que la mesa del comedor podía nivelarlo todo. Ahora no estoy seguro. Tal vez el mundo no es así. Tal vez en el mundo real, el que no tiene cámaras, viajes y programas de comida, todos, los buenos y malos, son aplastados por la misma y terrible rueda”////PACO