Reducir el Bafici a un evento snob es -además de una fórmula gastada- ignorar que es una de las arterias más trascendentales de cierta subjetividad porteña. El Bafici, de hecho, se convirtió en la aorta de una compleja estética individual, de un modo de circulación pública y de una asignación general de valor y significado a ciertos consumos culturales; y una aorta en la que fluyen, también, buena parte de los mejores y los peores frutos de varias décadas de gestión cultural. El chiste de lo snob es en sí mismo un chiste -uno malo y que se puede cocinar en treinta segundos- porque desconoce la complejidad de aquello que trasciende al Bafici y que impregna todo un estar en el mundo porteño. Ni siquiera hace falta entrar a un cine para comprobarlo, basta con asomarse y calar el ambiente, como escriben los periodistas. Fascina por eso que los principales defensores del Bafici suelan ser siempre los advenedizos más brutales con voluntad de apparatchik. No del cine independiente -que se defiende solo- sino de la fantasía de pertenecer, como un glóbulo rojo más -el más rojo, el más oxigenado-, al mundillo de lo que entienden, conmovedora y precariamente, que es el arte. A mayor grado de brutalidad, entonces, mayor compromiso con el espacio. Los anteojos de marcos gruesos, las barbitas recortadas como en provincias se imagina aún que lucen los estetas, el tonito de superación de quien considera que su presencia representa un importante acto de solidaridad individual hacia esos chicos independientes, con buenas intenciones y talentos indescifrables, definen, de manera lograda, la naturaleza de ese sujeto típicamente silvestre que ara el campo de lo fenomenológico bajo la designación, ontológicamente útil, aunque casi siempre desconocida por sí mismo, del idiota.

Sobre el andamiaje socio-cultural del Bafici hay una red de citas, invitaciones, levantes y encamadas à la carte que se recicla sobre sí misma cada año, y que lo convierten en el dating site más próspero y sofisticado de la agenda cultural.

A pesar de todo eso, el Bafici también tiene un público que celebra y goza el Bafici, y que, por supuesto, lo salva. Cineastas, productores, críticos y cinéfilos, además de algún curioso desorientado, a los que el miserabilismo aspiracional alrededor del Bafici les resbala porque no pasa en la pantalla, que es donde las condiciones de existencia del arte cinematográfico y su mercado -acá me permito alguna ingenuidad– se resuelven finalmente en el Bafici. Fuera de las pantallas, sin embargo, entre las salas, en los espacios comunes, en los patios de comidas y bares, durante los tiempos muertos entre proyección y proyección, lo que también se desata es la radiación de un Chernobyl sentimental (y en esto se diferencia de la Feria del Libro, que es cada vez más un simple Chernobyl de las clases). Vuelco el resultado paulatino de mis investigaciones en estos pocos párrafos. No hay una sola línea de todo lo anterior que sirviera para otra cosa que llegar a esto. Sobre el andamiaje socio-cultural del Bafici hay una red de citas, invitaciones, levantes y encamadas à la carte que se recicla sobre sí misma cada año, y que lo convierten en el dating site más próspero y sofisticado de la agenda cultural. El ciclo endogámico es por definición un ciclo limitado de combinaciones: A y B este año van con C y D, quienes el año pasado compartieron proyecciones, brindis, cenas y debates ulteriores con E y F, quienes a su vez compartieron proyecciones, brindis, cenas y debates, el otro año, con A y B, cuando todavía se creían en las condiciones de G y H, mientras I y J ni siquiera tenían conciencia de su mutua existencia y se sacaban entradas apuradas para ver algo con K y L. Con la profilaxis adecuada y las referencias sexuales acordes, estos inconvenientes de cruces incómodos a repetición, secretos velados y miradas necesariamente cómplices se resuelven en un ámbito de bellísima civilidad.

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Personalmente, conocí varias parejas planificadas, consumadas y desmanteladas durante lo que dura el festival, y en el lugar que ocupa el festival. Esa parece ser la línea más democrática del Bafici: empezando por los invitados internacionales y terminando por los acomodadores, todos están invitados a arreglárselas como puedan para conseguir algo de amor. El problema es la radioactividad del estadio analógico. Sin la infraestructura prudente de las redes sociales ni la jerarquización estética de las antiguas Rispé, el Bafici es también el dating site más tóxico. A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K y L, apenas seis pares entre muchas otras letras, regresan una y otra vez formando distintas parejas, pero cada año se desgastan más, lo padecen más y se intoxican más. Como el uranio de Chernobyl, la cuestión no se enfría adecuadamente. La fusión es cada vez más desprolija y quedan residuos inevitables de resentimiento que se multiplican y horadan el metal sensible del deseo. Esto, por supuesto, puede ser una pesadilla para las delicadas mentes psicoanalizadas por el terciopelo azul de la educación burguesa (que no envidio porque, como dicen en Alcohólicos Anónimos, nosotros también hemos estado ahí). Chernobyl, en tal caso, tuvo entre sus consecuencias el nacimiento de chicos deformes. Algo que no ha tenido su correlato directo en el Bafici, aunque la investigación sigue abierta.

Chernobyl fue 500 veces más radioactivo que Hiroshima, pero también 500 veces más silencioso.

Como los de los líderes de la URSS durante el desastre de Chernobyl, los testimonios de los turistas sentimentales que utilizan las adyacencias del Bafici como campo de batalla son difusos. Entrenados durante sesenta años en el arte de la deportación y la migración forzosa, los soviéticos, por su lado, evacuaron a más de 100.000 personas y abandonaron aquella porción de territorio sin mirar atrás. Las personas a quienes interrogo cada año -aunque en realidad solamente las escucho-, en cambio, desprecian esa salida y se muestran e incluso parecen realmente más confiados. Creen que pueden hacerlo mejor que el Kremlin y hasta insisten en que lo que ha pasado durante un año queda pisado antes del siguiente. A pesar de todo eso, las grietas de radioactividad psíquica y sexual se expanden (en gestos, en miradas, en la sutil velocidad de los eventos). Es una pena. Son hombres y mujeres jóvenes, bellos, flexibles. Todo lo que necesitan y se las arreglan para conseguir es amor. Pero el circuito analógico de sus deseos los carcome en silencio. Es verdad que Chernobyl fue 500 veces más radioactivo que Hiroshima, pero también fue 500 veces más silencioso.

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En lo personal, en cuanto al cine, prefiero películas -las únicas que conozco, en realidad- con la clase de argumentos que se resuelven en baños de sangre y explosiones de cien millones de dólares. Pero si tuviera que improvisar el guión de algo para filmar y presentar en el Bafici, le prestaría atención a la historia de un hombre y una mujer que se cruzan cada año en el Bafici del brazo de un hombre y una mujer respectivamente distinto. Una película sobre la voracidad del mercado y la fugacidad del consumo, y también sobre el derrumbe de barreras, que mezclara viejos catálogos de papel, sofisticados sistemas de compra online y una escena final en la que la pareja, al fin, coincide en la misma sala para ver la misma película. El problema es que la radiación en el Complejo Chernobyl del Bafici, por algún motivo, los obliga a desistir y a negarse a más. Ellos no saben ni siquiera bien por qué, pero lo intuyen (tal vez intuyen que, de hecho, son alguna nueva clase de zombie), o al menos intuyen que algo, una fuerza extraña e invisible, los arruinó para siempre. Ese es el modo en que la radiación mata a sus víctimas más ingenuas. El casting tendría actores de cualquier estatura, excepto gnomos, y el vestuario sería de la marca Bolivia/////PACO