Entrevista


César Rendueles: cómo vivir juntos en la era de Internet

 

«Básicamente, pienso que Internet no es un sofisticado laboratorio donde se está experimentando con delicadas cepas de comunidad futura. Más bien es un zoológico en ruinas donde se conservan deslustrados los viejos problemas que aún nos acosan, aunque prefiramos no verlos.» La cita es de Sociofobia, ensayo del español César Rendueles que explora las tensiones, trampas y ficciones que el discurso de las nuevas tecnologías (¿se las puede seguir llamando nuevas?) imprime sobre la política y las formas en que convivimos unos con otros. En línea con otros críticos de las maneras en que Internet está definiendo al mundo, como el ruso-americano Evgeny Morozov, y recuperando parte de la tradición crítica, Rendueles enfoca su atención en las relaciones contradictorias entre la técnica y la política, la construcción de comunidades digitales y las posibilidades de usos alternativos de la red, y sobre todo, en la astucia del mercado para colonizar los más optimistas y cándidos sueños de la razón técnica.

César Rendueles (Girona, 1975), es doctor en filosofía y enseña teoría sociológica en la Universidad Complutense de Madrid. Sociofobia fue publicado en Argentina por Capital Intelectual. Rendueles escribe habitualmente en su blog Espejismos digitales.

En tu libro planteás la sociofobia como un rasgo de las sociedades occidentales que no pueden imaginar un modo de convivencia que no esté dominado por la lógica del mercado. Al mismo tiempo hacés una crítica fuerte al discurso que describe Internet como un entorno de realización de nuevas comunidades digitales que superarían la competencia entre los individuos. ¿En qué consiste lo ilusorio de ese discurso de las nuevas sociabilidades digitales? ¿Y por qué es una alternativa negativa políticamente?

Pienso que el discurso de la cibersociabilidad es una actualización y una radicalización de lo que Robert Bellah llamaba “individualismo expresivo”, por oposición al individualismo utilitarista más craso. Es una forma de entender la propia vida como el despliegue de un núcleo de sentimientos e intuiciones que cada uno posee individualmente, valorando lo que nos pasa en términos de costes y beneficios para ese proceso de desarrollo personal. Se trata, por así decirlo, de una especie de egoísmo amable. Desde esa perspectiva, podemos decidir participar en instituciones colectivas –como asociaciones deportivas u organizaciones no gubernamentales– para encontrarnos con dimensiones de nuestra identidad que no quedan satisfechas a través de la lógica puramente comercial. El problema es que al abordar las relaciones colectivas desde esa óptica instrumental –como una contribución a mi desarrollo íntimo– minamos sus condiciones de posibilidad. La solidaridad y los vínculos fuertes, que son la base de una moralidad compartida, se fundamentan en compromisos que no se pueden reducir a una serie de preferencias episódicas. ¿No es un poco absurdo, por ejemplo, decir que “elegimos” a nuestra pareja sentimental? ¿En qué catálogo tiene lugar esa elección? ¿Realmente “preferimos” muchas de las tareas relacionadas con la paternidad que, por otro lado, son una importante fuente de realización para muchas personas? En la comprensión hegemónica de las redes sociales esa diferencia sutil pero crucial entre libertad, elección, compromiso e imposición se difumina. En Internet hay mucha cooperación y mucho altruismo, por supuesto; pero carecen de un marco normativo que permita diferenciarlos con nitidez de las conductas egoístas. Parece como si la cooperación surgiera automáticamente a partir de un conjunto de preferencias expresivas mediadas tecnológicamente. Creo que un contexto social tan frágil es incompatible con los procesos de democratización. La emancipación política tiene condiciones sociales, no sólo materiales e institucionales.

Siguiendo lo anterior, ¿cómo evitar la acusación de luddismo o de catastrofismo que usualmente se esgrime desde el discurso ciberoptimista contra los que proponen un pensamiento alternativo sobre Internet?

Yo diría que catastrofistas son quienes anuncian una revolución neolítica cada vez que Twitter cambia su timeline. Creo que es muy sano resistirse al fetichismo de la novedad tecnológica, que es una de las versiones más idiotas del consumismo. Lo más avanzado tecnológicamente no es necesariamente lo más reciente o lo más complejo. Cualquier día un genio de Silicon Valley acabará inventando el tren y el autobús. En realidad, los luditas tuvieron una visión bastante lúcida y realista de la tecnología. No creían que las nuevas máquinas fueran demoníacas, pero tampoco estaban dispuestos a inmolarse en el altar de la innovación tecnológica. Pensaban, con razón, que para evaluar la eficacia de una tecnología es necesario tener en cuenta el contexto social en el que se implementa. La cuestión no es sólo si una máquina es más productiva, sino también para quién es más productiva. Por eso la izquierda política ha mantenido que para si queremos que la tecnología sea socialmente eficaz, es decir, si queremos que sea eficaz para la mayoría, necesitamos emprender cambios políticos de gran alcance. Para que la tecnología mejore nuestra vida, antes tenemos que hacernos con el control político de nuestra vida.

Ha habido en los últimos tiempos diversas iniciativas de los gobiernos (tanto «progresistas» como conservadores) para regular Internet, ¿crees que pueden tener algún tipo de éxito esos avances? ¿En qué dirección?

El Ayuntamiento de Madrid publicó hace unos meses una normativa muy prolija de regulación de los huertos urbanos autogestionados. Mientras tanto, la banca, las inmobiliarias, los mercados de derivados y, en general, los muy ricos, viven en lo más parecido a un estado de anarquía que se puede encontrar en Occidente. Me llama la atención la obsesión de los gobiernos por regular lo que está perfectamente y no causa ningún problema y, en cambio, dejar a su libre arbitrio realidades que claman por una legislación estricta. Creo que algo parecido pasa con los proyectos de regulación de las comunicaciones. La mayor parte de ellas se centran en supuestos desafíos relacionados con la propiedad intelectual. Me resulta absurdo. En realidad, no hay ningún problema en que los usuarios compartan sin ánimo de lucro toda clase de contenidos. De hecho, yo más bien diría que es una solución a la distribución de la cultura, que antes era bastante costosa. Lo que sí es un problema que tenemos que abordar es la retribución de los creadores y mediadores. ¿Por qué no tratar de solucionarlo a través de iniciativas públicas? ¿Por qué no asumir que cuando se produce un fallo generalizado del mercado la solución es la desmercantilización? Pero, por supuesto, es mucho más fácil y menos conflictivo mantener un año más la farsa de los beneficios especulativos de los grandes monopolistas del copyright.

Con el ascenso de Internet el periodismo tradicional (y la discusión pública en general) parece irremediablemente condenado a transformarse, ¿qué espacios nuevos, si los hay, te parecen interesantes y relevantes en este panorama? ¿Qué ejemplos de usos inteligentes y creativos del mundo digital podés destacar?

Me interesan los usos que apuestan por una institucionalización democratizadora. Desde hace años conocemos exhaustivamente los usos mercantiles de las tecnologías digitales y hemos explorado tímidamente la posibilidad de una espontaneidad colaborativa en ese ámbito. En cambio, tenemos muy pocos ejemplos de intervenciones institucionales ambiciosas. Algunos de los ejemplos más interesantes que conozco proceden de Latinoamérica, como la aplicación del proyecto OLPC (One Laptop Per Child) en Uruguay o el FLOK Society de Ecuador.

¿Cómo lees el fracaso de la «Primavera Árabe», donde se hizo mucho hincapié en el uso de las nuevas redes sociales para la movilización política, a la actualidad con ISIS, por ejemplo, que tambien hace uso de esas tecnologías? ¿Cuánto de nuevo, contemporáneo ves en esos fenómenos, cuánto de espectros viejos, de «invasión bárbara»?

No estoy muy seguro de que se pueda diagnosticar la primavera árabe como un fracaso, tal vez estemos asistiendo a una revolución larga. De lo que sí estoy seguro es de que la atención a las tecnologías ha funcionado como una cortina de humo. Nos resistimos a aceptar que en Egipto o Túnez pueda darse una rica actividad política, así que imaginamos que esa efervescencia es un subproducto de la tecnología occidental. A estas alturas parece claro que la prensa occidental sobreestimó el papel de Twitter y otras redes sociales en la revuelta egipcia de 2011 en detrimento de medios más tradicionales. En sí mismo, no es un error tan grave. Lo relevante es que este ciberfetichismo se convirtió en unas anteojeras que centraron la atención mediática en un conjunto de escenarios familiares–jóvenes blogueros partidarios de la democracia– y la apartaron de procesos de largo alcance más inquietantes: la alianza de Estados Unidos con el régimen egipcio (Egipto es el segundo receptor de ayuda militar norteamericana después de Israel); los programas de ajuste del FMI, que han utilizado Egipto o Tunez como laboratorio regional; el peso antagonista de movimientos neocomunitaristas reaccionarios; el precedente de numerosas “revueltas del pan”…

¿Cómo imaginás el futuro a mediano plazo de los usos que hacemos de Internet? ¿En quiénes nos estamos transformando? ¿Qué tendencias ves, a qué aspectos les prestás más atención hoy por hoy?

Para mí los aspectos más interesantes son los que están relacionados con las experiencias antagonistas de democratización. Creo que la colaboración digital es mucho más potente cuando no se ve a sí misma como una especie de ruptura antropológica radical sino como una continuación de, por ejemplo, las abundantes experiencias laborales de cooperativismo.

En tu experiencia personal como usuario, ¿qué es lo que más te atrae de la web, por qué lugares transitás más, donde encontrás belleza o placer en ese caos, aunque sea culposamente?

Hago un uso bastante tradicional de Internet, la verdad. Soy bastante curioso, así que la posibilidad de disponer de una fuente de consulta permanente me resulta emocionante. Por lo demás, aunque me paso el día entero delante del computador, no tengo la sensación de que las redes sociales me hayan transformado en ningún sentido, salvo que cada vez valoro más el tiempo que paso sin utilizarlas.///PACO