Por Mavrakis
I
Hace unos meses recibí una observación de Facundo García Valverde sobre una crítica de La trama nupcial, una novela de Jeffrey Eugenides. El género crítico tiene sus complicaciones metodológicas —sé que la revista Tónica prepara una serie de entrevistas al respecto— pero una de las más extrañas es qué hacer ante la refutación o las observaciones sumarias de una crítica. En tal caso, lo que señalaba Facundo García Valverde era una serie de objeciones no de criterio ni método —no era una metacrítica— sino de perspectiva.
La sexualidad, según mi lectura de Eugenides, y en especial la sexualidad masculina, terminaba emasculada en La trama nupcial no por la fuerza literaria de los personajes sino por la castración tácita de un discurso de género falsamente conciliador, falsamente igualitarista y falsamente complaciente de la sexualidad femenina (un asunto de género, como escriben las camarillas de lesbianas presididas por Judith Butler). Lo que no sabía era que la preocupación de Facundo García Valverde no era la del mero lector ocioso dispuesto al comentario —esta figura puede ser interesante—, ni la del autor que se siente victimizado ante una crítica que lo interpela —alguno de estos autores de prosa emasculada, por otro lado, ama la censura— sino la de un autor que había trabajado el asunto desde su propio lenguaje en un libro que estaba a punto de salir. Ese libro es Un género como cualquier otro (Pánico el Pánico, 2013).
II
Si La trama nupcial es sobre la feminidad, Un género como cualquier otro es sobre la masculinidad. La cita de Philip Roth, uno de los grandes Autores Judíos Machos Americanos del siglo XX, como epígrafe inicial de los cuentos, marca una declaración de principios: «Creo que, proporcionalmente a la población, tengo el número correcto de locas». Esos principios no son morales ni filosóficos —y podrían serlo porque García Valverde, además de guionista, es Doctor en Filosofía—, sino específicamente estéticos: la mayoría de las mujeres en Un género como cualquier otro —profesionales de la vejación física y moral, gordas libidinosas, abandónicas de egoísmo patológico— son locas. No víctimas de la clase de locura que impide formalizar un lenguaje que dé sentido al mundo —no son damas que estén o deberían estar internadas por demencia— sino portadoras de una neurosis ordinaria, trasladada a seis relatos breves sobre los padecimientos y las estrategias que adoptan los hombres para soportar al género gentil.
Facundo García Valverde es cauto al respecto: las suyas no son historias simplemente de amor, sino de amores: a la melancolía, a la pornografía, a la ruina. Las historias de Un género como cualquier otro también tienen otra cautela: se ahorran mucha de la prosa erótica con la que —por demasiado general o demasiado específica, dos formas eficaces para aburrir [i]— se empantanan los convencidos algo toscos de que la esclavitud sexual, el morbo sexual o los sustantivos comunes como «pija», «concha» y «teta» representan alguna forma de libertinaje estilístico y cultural [ii] (en tal caso, ese tema está al revés: hay un problema de García Valverde con los sustantivos extraños como «niño» y «rostro» y el verbo «manar», usado por ejemplo en «la sangre manó de su nariz» [iii]).
La mejor destreza estilística de Facundo García Valverde es el humor —¿cómo se soporta a las mujeres sino con humor?— y los primeros cuentos, «Como antes» y «Razones para estar solo», le sirven como apertura efectiva al asunto general del libro y como demostración de lo que con humor puede decir Un género como cualquier otro sobre la masculinidad. «Hablamos, yo me equivoco, hago chistes, me equivoco de nuevo y hasta no me salen los chistes. A veces pienso que no voy a poder hablar nunca más. La timidez es una mierda, porque los que dejamos de ser tímidos en realidad, nunca dejamos de serlo: ser tímido es tener miedo a lo que digan los otros de vos, a equivocarte, a quedar como un idiota; y como todas las ocasiones tienen esa posibilidad, esperás a que se dé la única que no puede complicarte el futuro cerebro. Y sin embargo, el miedo persiste incluso en esa seguridad», dice uno de los narradores. Ahí están el estilo y el tono: sin dudas, cualquier varón blanco heterosexual porteño podrá establecer una relación con eso [iv]. En ese sentido, lo de García Valverde no se trata de recrear con originalidad al personaje masculino urbano típico, con sus deseos y sus neurosis ante la incertidumbre femenina —ya lo explicó Christopher Hitchens en un artículo famoso: los hombres tienen humor porque las mujeres tienen belleza y por eso las mujeres son incapaces del humor—, sino de lograr una representación que no caiga en el grotesco ni en la parodia. El equilibrio es importante porque distingue rápido una voz que vale la pena ser leída de una voz que se leyó —y se vio en todas las películas de Woody Allen— muchísimas veces antes.
Desde las pequeñas variaciones de esa voz, García Valverde llega a sus mejores momentos cuando, como en «Pensé en esto mientras escribía en vos», hace una antropología del género femenino que cualquier usuario contemporáneo de redes sociales encontrará familiar: «Todos sabemos que las gordas no eligen, son elegidas por el alcohol y por ser el único agujero disponible en un determinado momento». Aunque la verdadera exploración antropológica de ese capital erótico está acá: «Ay, las chicas, cómo son las chicas. Siempre compitiendo, incluso con las amigas. Mientras subía su mochila, un poco más pesada de lo que aparentaba. me di cuenta de todo. Su primera reacción había sido enamorarse de mí, querer tenerme, dejarme seco de tanto coger. Pero este tipo particular de chicas no nacieron ayer sino que tienen largos años de experiencia de tener amigas más lindas y de ser el superpancho en la comida de un casamiento, de ser lo que agarran los gordos, los pelados, los que quieren arruinarle el casamiento a la novia. Técnicamente hablando, ella era lo que queda después de la mesa de los postres. A los 15 lo sufren. A los 25 más todavía. A los 27 se dejaron de preocupar por eso. Y a los 30 ya les gusta. Ahora lo saben y están cómodas haciendo eso».
Este —y hay muchos más en Un género como cualquier otro— es uno de esos momentos gratos de la literatura donde un hombre puede leer y recordar en comunión espiritual el lema de Alcohólicos Anónimos: «Nosotros también hemos estado ahí». Yo diría que Facundo García Valverde roza la perfección cuando se ocupa de ese complicado cúmulo palpitante de frustraciones ya coleccionadas y fantasías todavía por cumplir que hay en los treintañeros (y sobre todo en las treintañeras) cuando se trata de imaginar un horizonte sexual y amoroso satisfactorio. El miedo, la autoconmiseración, la expectativa: como las últimas transacciones en Wall Street antes del colapso de una burbuja vital, pero donde las acciones son verdaderamente más delicadas y abarcativas y peligrosas. Quien haya leído Plataforma, de Michel Houellebecq, por otro lado, va a poder disfrutar de «Pensé en esto mientras escribía en vos» porque ofrece una perspectiva bien porteña del mismo objeto: el mercado turístico y sexual y la cultura de consumo y supervivencia organizada alrededor de Tailandia.
III
«Un género como cualquier otro» es el más previsible y también el más interesante de los cuentos de Un género como cualquier otro [v]. Previsible porque se mete con la pornografía —o sea, con la representación pública de la masturbación oculta en la adultez—, tema que completó hace tiempo un largo espiral desde el goce lumpen en clave indie o clave vintage hasta la glorificación tecnológica —al estilo de afirmaciones históricas como que el cine, el VHS, el DVD e internet nacieron para trasladar pornografía—, pasando por el snobismo intelectual. Este es el peor porque los masturbadores, para justificar el impudor, necesitan encontrar (o inventar, casi siempre) alguna genialidad estética donde solo hay variaciones recurrentes de lo mismo para después escribir un paper de circulación académica [vi]. Eso puede evolucionar a libro y llegar con éxito las ofertas de Amazon y a algún seminario de grado en la New York University (ahora que la NYU está plagada de estudiantes asiáticos, esos festivales de masturbación intelectual deben ser algo realmente sucio).
«Un género como cualquier otro» tematiza precisamente la obsesión por intelectualizar la pornografía donde, en realidad, solo hay masturbación. Por lo tanto, se trata de intelectualizar la masturbación propia y también la masturbación ajena. El cuento está bien escrito —el registro académico con el que llega hasta la mitad es el de un Doctor en Filosofía que también es guionista y eso no pasa desapercibido— pero la segunda mitad, en la que se profundiza la relación cada vez más psicótica de Roth, un intelectual fascinado con la pornografía, con una actriz especializada en raping movies, no es más que la segunda versión prosaica de la primera versión ensayística.
El humor, en ese caso, juega con la erudición y con la historiografía —propia o ajena, no importa después de Wikipedia— y lo que logra es interesante en la medida en que uno entiende desde el segundo párrafo exactamente hacia dónde va el asunto. «Roth le preguntó si la dictadura del poder físico y corporal que sojuzgaba la actividad crítica y racional entraba en un falso movimiento dialéctico con los códigos del género y si él creía que de esa contradicción surgía una nueva figura narrativa; en caso afirmativo, cuál. Korshonosvkay tomó el vaso de gaseosa con hielo que le trajeron, extraño una pequeña botella de brandy de uno de sus infinitos bolsillos y le dijo que eso de la dialéctica le sonaba al Estado comunista, el cual se había derrumbado, gracias a Dios -agregó-, y que ahora la pornografía no estaba prohibida en los países exsoviéticos. Mencionó tres o cuatro actrices rusas del género, las cuales lo habían ayudado a entrar en el negocio. También dijo que entre su primer trabajo en Estados Unidos, de plomero, y el actual, prefería este último. Cuando Roth preguntó por qué, Korshnovskai dijo que ganaba más dinero, trabajaba menos y estaba rodeado de mujeres que en ningún otro contexto le dirigirían la palabra». En conclusión, Un género como cualquier otro es un libro que en el catálogo de la editorial Pánico el Pánico —que publicó algunos de los mejores y también de los peores libros de los últimos años, con una enorme brecha de intrascendencia en el medio— sin dudas queda del lado de los mejores////PACO
[i] La sociedad de Juliette, de Sasha Grey, es la perfecta combinación para el bodrio absoluto. En realidad, la prosa erótica es un excelente ejemplo de que mejor que decir es hacer.
[ii] Para el caso, no hay mucho que añadir a lo que vieron, hicieron y contaron los prosistas clásicos romanos. De todas las alternativas contemporáneas, por ejemplo, el escándalo moral o ético es el más reaccionario de todos.
[iii] Pueden ser razones de estilo, claro. Pero al menos en Buenos Aires nadie lleva a los niños al Hospital de Niños (lleva a los chicos), nadie recibió un golpe en el rostro (sí en la cara) y en general la sangre sale o gotea pero no mana. Mi campeona personal de las palabras extrañas es un verbo que leí al pasar en otro lado: tronchar. Dice la RAE: 3. tr. Truncar, impedir que se realice algo.
[iv] Hay otro libro en esta línea: ¿Vos estás segura de lo que vamos a hacer? (Letra Viva, 2012) de Mariano Terdjman
[v] Lo interesante no tiene motivos para ser también divertido, aunque puede llegar a serlo.
[vi] ¿Alguna vez hablaron con un director de cine porno? Creen que lo que hacen puede ser exactamente dos cosas: genialidades a la vanguardia de lo que cualquier director de cine tradicional está en condiciones de asimilar, o productos seriados diseñados para una industria de demanda permanente y costos de producción abaratados en comparación a las posibilidades de exportación. Estos últimos, claro, son más sensatos que los primeros. Respecto a los papers: todos los becarios del CONICET sobre los que tengo algún conocimiento son adultos dedicados a la masturbación (los más aventureros van a clases de pilates a las tres de la tarde). Alguno podría intentar escribir al respecto.