Para describir la contundencia de Roberto Saviano basta mencionar que entre las posesiones requisadas durante la última captura de Joaquín “El Chapo” Guzmán había un ejemplar dedicado del ensayo CeroCeroCero. Por supuesto, no es que faltaran motivos para la curiosidad de uno de los narcos más temidos del planeta (aunque Saviano insista con que la dedicatoria era falsa). Publicado en 2013 a partir del trabajo sobre una vasta documentación judicial y periodística, CeroCeroCero, el cuarto libro de Saviano, cuenta la historia del mercado contemporáneo de la cocaína. En ese contexto, la presencia estelar de “El Chapo” se enlaza con uno de sus intereses más recurrentes: el anhelo de reconocimiento y respetabilidad que los grandes delincuentes arrastran mientras construyen sus imperios clandestinos. En las palabras del propio Saviano, para el Chapo “la droga es un instrumento y el dominio total sobre los 608 kilómetros de frontera que separan México de Arizona es la palanca de su economía personal. Y si hay que embarcarse en nuevas aventuras no pasa nada, aunque se trate de ocuparse del hielo; que no es hielo, sino cristales de metanfetamina”. Con estos antecedentes en su currículum, el escritor italiano intenta con La banda de los niños, su quinto y último libro, un doble regreso. Por un lado, a su tema predilecto ‒la mafia napolitana contada, esta vez, a través de un grupo de adolescentes‒ pero también a la ficción bajo las posibilidades creativas de la novela. Pero, ¿en qué medida este salto que va de la novela al ensayo y del ensayo otra vez a la novela desnuda que las fronteras entre los géneros a veces son tan arbitrarias como necesarias? Esa misma pregunta podría plantearse también así: ¿en qué términos la ficción es capaz de exponer la verdad del mundo con más eficacia que la no-ficción?
Entre las posesiones requisadas durante la última captura de Joaquín “El Chapo” Guzmán había un ejemplar dedicado del ensayo CeroCeroCero.
Para avanzar conviene tener en cuenta la respuesta de Saviano: la ficción sirve “para que no sea necesario justificarse”. ¿Pero justificarse ante qué? En principio, ante lo que los hermanos franceses Edmond y Jules de Goncourt anotaron en su diario respecto al carácter de su compatriota Nicolas Chamfort: “Su condensado entendimiento del mundo, el elixir amargo de la experiencia”. De hecho, fue la experiencia de Saviano en las calles de su Nápoles natal y su «condensado entendimiento» de la Camorra lo que lo nutrió de la información suficiente para que Gomorra ‒su primer libro y pronto, también, una obra de teatro, una película y una serie de TV‒ lo catapultara al éxito y al terror después de violar los códigos de silencio bajo los que se llevaban adelante los negocios de los clanes Di Lauro y Casalesi. Demasiado autobiográfica y periodística para ser considerada “solo” una novela, esa frontera imprecisa entre la ficción y la no-ficción sirvió para que Gomorra replanteara en términos algo más emocionantes una discusión sobre la representación literaria que hoy continúan promoviendo autores como Karl Ove Knausgård o Emmanuel Carrère. La diferencia es que mientras Knausgård o Carrère eligen resguardarse en esa zona que a medio camino entre la invención y el documentalismo les permite “entender mejor la complejidad humana”, como dice Knausgård para justificar la densidad autobiográfica de Mi lucha, Saviano opta esta vez por reivindicar los dominios de la ficción. Y eso lo hace con el más clásico realismo literario. Es decir, aquel que, como en La banda de los niños, inventa su punto de origen en una situación imaginaria para prolongar sus hilos hasta tocar las coordenadas verdaderas de la mafia. En ese sentido, la apuesta es ambiciosa no solo porque aspira a provocar un shock por encima de los rigores del periodismo ‒en especial cuando YouTube ofrece mayores registros de violencia delictiva que cualquier noticiario o “crónica narrativa”‒, sino porque al abordar la escritura desde la ficción, es en cada una de las deformaciones y tergiversaciones establecidas por la novela como Saviano le añade a la Camorra aquello que, desde la no-ficción, apenas habría podido limitarse a describir.
Mientras Knausgård o Carrère eligen resguardarse a medio camino entre la invención y el documentalismo, Saviano opta esta vez por reivindicar los dominios de la ficción.
Liderada por Nicolas Fiorillo, alias el Marajá, La banda de los niños cuenta por su lado la trayectoria tragicómica de un grupo de amigos que sobre los bordes finales de la pubertad y la escuela, y fascinados con el espectáculo de ostentación, sensualidad y violencia que ofrecen distintos capos, raperos y personajes de cine, aprovechan un transitorio vacío de poder mafioso en el centro de Nápoles para empezar a intimidar y extorsionar a sus habitantes. Al principio como un juego, su emprendimiento delictivo se pone en marcha y entre lecciones de guerra urbana frente a la PlayStation y tutoriales para disparar ametralladoras en YouTube, los chicos descubren que “a ellos no les importa nada cómo se hace el dinero, lo importante es hacerlo y hacer ostentación de él, lo importante es tener coches, trajes y relojes, ser deseados por las mujeres y envidiados por los hombres”. Claro que “la banda de los niños”, como los bautizan los diarios, todavía no son realmente hombres ni saben qué hacer con el deseo de las mujeres, ni tardan en entender que las motos son mejores que los coches y las zapatillas Nike más cómodas que los trajes. Desde ese cruce entre criminalidad e infancia ‒que habilita el despliegue de varias perversiones‒, el Marajá plantea además una idiosincrasia según la cual ya no existen las diferencias de clase sino las “categorías del espíritu”, un modelo que divide a los vivos entre “los jodedores y los jodidos” (y solo los débiles se conforman con estar “jodidos”). En esa línea, las peores dificultades literarias de La banda de los niños surgen cuando Saviano insiste en desmembrar su historia con interferencias retóricas más cercanas a las de un editorialista que a las de un novelista. Uno entre muchos ejemplos de eso podría ser: “En Nápoles no hay vías de crecimiento: se nace ya en la realidad, dentro, no la descubres poco a poco”. (Y otro: “Las armas están hechas para los jóvenes, para los niños. Es una verdad que vale en cualquier latitud del mundo”).
Las peores dificultades literarias de La banda de los niños surgen cuando Saviano insiste en desmembrar su historia con las interferencias retóricas del editorialista.
Así, La banda de los niños se presenta como una postura genuina a favor de la ficción, concebida como una herramienta estética para lo que ya en CeroCeroCero se describe como “ponerse de parte de la justicia”, y, al mismo tiempo, como una prueba de que las buenas intenciones no bastan para escribir buenas novelas. En este punto, sin embargo, el error sería confundir el conflicto creativo planteado por Saviano con su propia resolución. ¿Y cuál es ese conflicto? En esencia, el mismo que definió con ironía Oscar Wilde cuando dijo que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída. En tal caso, la intención de Saviano de desnudar la lógica de la mafia (sin recaer en el rol antipático del delator) sin dudas puede sostener la estructura narrativa de una novela. Pero, como señala Terry Eagleton, en esa simplificación del trabajo de la ficción se suele dejar de lado “la creación retórica”, que es la que le da su valor literario. Y ese es, al fin y al cabo, el vacío retórico que Saviano se apura en rellenar con las fórmulas previsibles del periodista cómodo en el registro «indignado» de la no-ficción. En otras palabras, como dice Eagleton, conocer las reglas del ajedrez y aún plantear una gran jugada no garantiza ganar el partido/////PACO