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¿Cómo amar a las mujeres?

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Para Mariano Canal, lector de J. M. C.

Por Nicolás Mavrakis

I
Si el género se posee y se desposee, como sostiene Judith Butler, Verano, última parte de Escenas de una vida de provincias, de John Maxwell Coetzee, se deja leer como la representación de una discusión interesante acerca de la desposesión de una sexualidad. El objeto de esa discusión se da, precisamente, alrededor de los problemas de la representación. Volviendo permeables realidad y ficción, Coetzee se narra a sí mismo luego de su muerte a través de un biógrafo. El biógrafo de Verano entrevista a un grupo de mujeres que han sido significativas en la vida del difunto premio Nobel de Literatura. Esa es la clave de aparición de Coetzee —el personaje Coetzee—: un sujeto doblemente retraído por la muerte —la retracción absoluta del cuerpo— y el desplazamiento de la voz —un hombre narrado por las mujeres—.

El Coetzee de Verano es, de acuerdo a las mujeres, un Coetzee «sexualmente retraído»: su masculinidad, su carácter viril, su atracción física, todo parece corrido de las coordenadas tradicionales del género. Ese fuera de lugar es el tronco de la representación de lo masculino y de su poder: el espejo literario de una época —los años setenta— en la que los estudios de géneros comienzan el sueño de la reescritura de las diferencias. La relación entre hombres y mujeres se ha convertido para siempre en una cuestión política. (En otro libro, Coetzee le escribe a Paul Auster: «Uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella»).

En aquel libro de cartas a Auster, Coetzee escribe algo más: «La comedia es lo que se obtiene cuando los principios tropiezan con la realidad». En su sentido justo, la frase sirve para pensar la masculinidad de Verano. Julia, la primera amante que entrevista el biógrafo, funciona a la manera del pequeño retrato de la escuela realista. Síntesis de un corte específico de los nuevos hábitos de afirmación e intercambios de la identidad sexual femenina —es ahí donde debería prestarse atención a la memoria autobiográfica del autor antes que en el verosímil histórico de los hechos—, Julia encontrará, en el mercado, su refugio. «En cuanto a cómo conocí a John: tropecé con él por primera vez en un supermercado. Corría el verano de 1972, no mucho después de que John se hubiera trasladado a El Cabo. Parece ser que en aquel entonces yo pasaba mucho tiempo en los supermercados, incluso a pesar de que nuestras necesidades, me refiero a mis necesidades y a las de mi hija, eran muy básicas. Iba de compras porque me aburría, porque necesitaba alejarme de casa, pero sobre todo porque el supermercado me ofrecía paz y placer: el edificio espacioso y airado, la blancura, la limpieza, el hilo musical, el suave siseo de las ruedas de los carritos. Y luego estaba aquella gran variedad: esta salsa de espaguetis contra aquella otra salsa, este dentífrico o ese de al lado, y así sucesivamente, algo interminable. Me relajaba. Otras mujeres a las que conocía jugaban al tenis o practicaban yoga. Yo compraba».

Fuera de la literatura, hay una figura de autor de J. M. Coetzee que se jacta de la capacidad de evitar cualquier desliz humano. Entre esos, la risa es el más evitado. Hay que googlear para dar con el artículo —glosado por la pereza de los periodistas— donde alguien menciona que cenó con Coetzee durante dos horas y que en ningún momento Coetzee sonrió. Basta leer ciertos pasajes de Verano, en cambio, para que la mueca sonriente resulte infalible. Julia sigue un poco más: «En aquella época yo siempre notaba cuándo un hombre me miraba. Sentía una presión en los miembros, en los pechos, la presión de la mirada masculina, unas veces sutil y otras no tanto. Usted no comprenderá de qué le hablo, pero las mujeres sí. Con aquel hombre no había ninguna presión detectable. En absoluto».

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II
Hay un hombre —el biógrafo— con una serie de expectativas que las mujeres deshacen a través del recuerdo de la completa ausencia de un
capital erótico. Sin atractivo, sin belleza, sin estilo, sin competencia sexual, el poder de fascinación (cuya famosa etimología remite al fascinus: el pene erecto) del joven Coetzee de Verano es nulo. La pasión, tal como la recuerda Julia, parece ausente incluso en el tacto. «Un rollo se me cayó por accidente y, cuando me agachaba para recogerlo, se me cayó un segundo rollo. Oí una voz de hombre a mis espaldas: Yo los recojo. Era, por supuesto, su hombre, John Coetzee. Recogió los dos rollos, que eran bastante largos, tal vez de un metro, y me los devolvió, y al hacerlo, no puedo decirle si intencionadamente o no, me los acercó a un pecho, Durante uno o dos segundos, a través de la longitud de los rollos, podría haberse dicho con propiedad que me había tocado un pecho».

Más adelante, Julia le dirá al biógrafo: «Fue mi conquista». La inversión de la gramática sexual es un hecho que se despliega en otra precisa sucesión de golpes. El Coetzee que ha conocido y recuerda Julia no es el gran premio Nobel. Es apenas «un hombre débil», que «no está hecho para amar», que «ama de forma mecánica» y «sin presencia sexual». El estatuto de lo masculino le es arrebatado una y otra vez. «Si John se sentía bastante intrigado y hasta encaprichado de mí, era porque había encontrado una mujer en el apogeo de sus poderes femeninos, que llevaba una vida sexual muy activa, una vida que en realidad tenía poco que ver con él», cuenta Julia.

III
Exiliado de las coordenadas tradicionales de la masculinidad, el Coetzee de Verano trata con una mujer en pleno proceso de concientización de su capital erótico y del goce que deviene de esa conciencia: Julia es una mujer casada pero que no dice engañar a su marido, sino tener dos hombresLa posibilidad de fuga ante el derrumbe de una masculinidad asediada se da a través de una relación inevitablemente romántica con lo sublime. Adriana, otra de las mujeres que recuerdan a Coetzee, dice: «Recuerdo que en mi época de estudiante, el existencialismo estaba de moda, todos teníamos que ser existencialistas. Pero para que te aceptaran como existencialista primero tenías que demostrar que eras un libertino, un extremista. ¡No te pliegues a ninguna limitación! ¡Sé libre! Eso era lo que nos decían. Pero ¿cómo voy a ser libre, me preguntaba a mí misma, si estoy obedeciendo a alguien que me ordena que sea libre? Creo que Coetzee era así. Había decidido ser un existencialista, un romántico, un libertino. El problema era que no le salía de adentro y, en consecuencia, no sabía cómo serlo. Libertad, sensualidad, amor erótico… todo ello no era más que una idea en su cabeza, no un impulso instintivo de su cuerpo».

Ante un cuerpo retraído, una mente en posición de ataque. Ante el acto de lo libidinal, la potencia del deseo. El Coetzee del último episodio de Escenas de una vida de provincias no es nostálgico sino preciso: su reconstrucción literaria de un mundo de identidades sexuales en pleno conflicto es estrictamente epocal y en algún punto también político (sin dudas es gracioso). ¿Cuál habrá de ser desde entonces el lugar de lo masculino? ¿Cómo harán los hombres para retener su poder amenazado? ¿En qué condiciones podrán los hombres amar a las mujeres? «Parece hacer el amor a una idea y no a un cuerpo», le cuenta otra de las mujeres al biógrafo al recordar a Coetzee. El peso de esa simple acción imaginaria encierra la contradicción entre dos épocas. Es, además, el malentendido que desata los conflictos de otra gran novela de Coetzee, Desgracia ////PACO