01_Andy Warhol_Retrato de la señora Amalia Lacroze de Fortabat

Por Nicolás Mavrakis

I
A diferencia de la clase terrateniente, primera conciencia nacional bajo la luz del patriciado, la burguesía nacional camina desde siempre entre las páginas de la historia con la torpeza del zombie. El cuerpo se mueve: avanza; pero hay un impulso de trazo sinusoidal que tiene menos de aventura azarosa del capital que de cierta estupidez congénita. Gilles Deleuze habla del prefer not to de Bartleby como una figura lingüística que desposee al padre de la palabra ejemplar y al hijo de la posibilidad de reproducirla o copiarla. El Musem of Modern Art de Nueva York —en realidad, el Guggenheim Museum, por las afinidades sentimentales del capital— es condición paternal necesaria para pensar en la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat como el prefer not to de lo que, uno supone, porque habita este país y conoce un poco su historia, se trata de una estirpe menor con fantasías mayores. No es una mala relación y algunos de sus mejores frutos pueden verse en ¿el museo? ¿la colección de arte? ¿el sarcófago de la vanidad? ¿el muestrario de inversiones diversificadas en el mercado del arte? de la familia Lacroze de Fortabat en Puerto Madero.

II
Si la fascinación por la lectura es la fascinación por la búsqueda de sentido —oh logos, come together right now over me— la curaduría del espacio de arte Lacroze de Fortabat es la prueba de que en el mecenazgo contemporáneo continúa existiendo el mismo pliegue de la competencia intelectual entre el dinero y la razón que frustraba tanto a Hegel como a Miguel Ángel.

No hice el guided tour pero traté de leer las explicaciones de la curaduría. Porque he escrito textos por dinero solo puede tratarse de dos opciones: o el curador es alguien sin conocimientos verdaderos de arte, lacerando las conciencias estéticas de los paseantes con un pastiche de obviedades torpes y sin mayor información sobre el arte y sus objetos, o se trata de alguien con conocimientos verdaderos de arte lacerando la voluntad de agradar de los propietarios con un pastiche de obviedades torpes y sin mayor información sobre el arte y sus objetos. En un caso es desprecio por el visitante y en otro por los anfitriones. No sé quién podrá resolver la duda. Las intervenciones de la curaduría están ahí, diciendo nada u oscureciendo entre remedos el sentido de lo que podría leerse simplemente como una serie de caprichos con precio competitivo. El avance, digamos, del zombie estético (no estoy sugiriendo que Amalia Lacroze de Fortabat o su familia sea una parodia de Bob Kane en su depósito, simplemente estoy sugiriendo que el esfuerzo de la curaduría por borrar esa posibilidad termina reforzando la hipótesis: al fin y al cabo, los resentidos como yo somos afectados siempre por la sutileza).

III
Construido sobre la dársena junto al río, el edificio conserva la estructura rectangular de los viejos silos, copia el estilo aséptico de los museos de otras familias ricas del mundo —la omnipresencia de la pintura blanca, los suelos de madera, la arquitectura de catálogo—, la entrada es de treinta y cinco pesos y durante mi visita estaban habilitados únicamente dos pisos: la Sala Familiar y la Sala Arte Internacional. Un último comentario antes de empezar: la seguridad en el interior del museo está en manos de personal de prefectura naval. No se trata de que un negrito uniformado con una pistola reglamentaria caminando junto a un Warhol no tenga su gracia, simplemente pregunto si el hecho de que sea una fundación no debería remediar el detalle de la seguridad pública en un espacio privado (en tal caso, celebro que la relación burguesía industrial, capital privado y poder estatal convivan aún entre el aire, las obras de arte y el nombre Lacroze gravitando entre las salas).

03_Antonio Berni_Domingo en la chacra

Habiendo pasado por el MoMA de Nueva York, los Musei Vaticani y el Εθνικό Αρχαιολογικό Μουσείο de Atenas, tengo la certeza de que, por lo general, los museos me aburren (mi recuerdo más hermoso del Metropolitan Museum of Art es la máquina para servirse infinitas cantidades de Coca-Cola en un comedor lleno de jubilados, padres separados con sus hijos y estudiantes negros de Hoboken).

No se trata de mi incapacidad para apreciar el arte a través del aura originario; es que ese espectáculo no me conmueve. Algo en mi mente repite, como George Harrison bajo la terraza de Moe, que esto ya se ha visto: en las enciclopedias en los años ochenta, en la televisión en los años noventa, en internet desde siempre. Pero siempre se puede contemplar. La Sala Familiar, por ejemplo, abre con una serie de retratos de la señora Lacroze y de su último marido. Bellas, serenas, autosuficientes, las caras de la burguesía industrial sonríen eternizadas por Alejo Vidal-Quadras.

A mí me gustó —me reconocí como visitante, como argentino, como proletario al servicio de esa bella burguesía industrial— «La cautiva» de Juan Manual Blanes. Un cuadro a pasos del «Retrato de la Sra. Amalia Lacroze de Fortabat». La cautiva está de rodillas, semidesnuda, mira al cielo con un gesto de desolación pero que también podría encontrarse en ciertos planos americanos de cualquier película porno. Esa ambigüedad, ese prefer not to, confunde al indio a su lado. Hay un relato amoroso, no únicamente de violencia. El indio mira con la fascinación de la bestia ante la civilización, que es también la fascinación de lo genuino ante el artificio (no iba solo durante mi paseo por el museo y al momento de girar y mirar a mi acompañante me sentí varias veces como ese indio al que, espero, el general Roca puso en su lugar).

En los retratos de la familia Lacroze de Fortabat hechos por Antonio Berni  reconocí al artista que se solidariza por izquierda mientras cobra por derecha. Podría dar maravillosos giros para explicitar esa situación sin enunciarla o sugerirla sin decirla e incluso podría invertir un párrafo más en explicar que esa hermenéutica del arte no solo es necesaria sino deseable para que exista la auténtica libertad creativa. También puedo recurrir a la frase dura, estricta, arbitraria. En su autobiografía, Jorge Luis Borges recuerda a las amigas de buenas familias —damas de sociedad, las llama con ironía— que se escandalizan y le hacen prometer que va a abandonar esa biblioteca donde trabaja en los años cuarenta. En esa biblioteca violaban a mujeres en el baño («todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro», escribe Borges).

Pintar el retrato de las nietas de la señora Lacroze es más digno. Los cuadros, además, quedaron lindos. En mi imaginación añadía la escena: Antonio Berni tratando el asunto con solvencia profesional y también con un mínimo pedido de discreción. También lo imaginaba cobrando en cheques a noventa días o en efectivo, guardándose los billetes con entereza después de lavarse la pintura de las manos. Después leí que había nacido en el interior, así que probablemente nada de eso lo conflictuaba. Ojalá yo hubiera nacido en el interior (*).

02_William Turner_Juliet and her Nurse

IV
Más allá de que el negrito de prefectura no sabía explicar correctamente dónde estaba el baño, el primer subsuelo no deja mayores impresiones. Queda una última nota de color, escondida detrás de una pared. Ahí estaban los cuadros de una de las más recientes adquisiciones de la familia Fortabat, una nieta o bisnieta de la que recuerdo que la curaduría informaba que había nacido en 1977 y que luego de haber estudiado arte y pintura en distintos talleres sin identificar, se dedicaba en la actualidad a distintas «áreas de la creatividad». Esos cuadros eran —no domino las herramientas de la crítica plástica, pero puedo intuir— una horrible basura y su existencia en una galería es inentendible sin el rasgo de parentesco. La curaduría se había ocupado de esconder la vergüenza con probidad.

La Sala Arte Internacional es en realidad una sala de arte nacional con añadiduras. Se destaca un Brueghel y un Turner. No hay que ser un experto para saber que son objetos maravillosos. Uno piensa en empresarios como Pérez Companc, que compra autos de colección y zoológicos, o empresarios como Cristóbal López, que compra casinos y radios am (**), y la historia del valor social del mecenazgo y la vanidad del dinero vuelve a justificarse. Entre los objetos estelares, queda el retrato de la señora Lacroze hecho por Warhol.

Hay tantos de esos retratos de Warhol en el MoMA que uno no puede más que recordar los mingitorios de Marcel Duchamp. Es probable que esa, que para la Historia del Arte Contemporáneo es apenas insignificante, fuera la pieza preferida de la propietaria. Y en esa preferencia —en la hipótesis de esa preferencia— hay más de la historia cultural y política de la burguesía industrial que en cualquier denuncia del estilo Lacroze-Dictadura-Menemismo. I prefer not to avanzar por esa banalidad. El recorrido no demora más de cuarenta minutos y a diferencia de algunos de los museos con las colecciones de arte más importantes del mundo, en este está prohibido sacar fotos. El folleto informa que hay algunas piezas de arte egipcio, griego y bizantino, pero la sala estaba cerrada durante mi visita ////PACO.

(*) Una boutade. Preferiría haber nacido muerto antes que en el interior.
(**) Lo mejor que puede hacerse con un periodista obsesionado por denunciar a los periodistas que trabajan para el estado nacional es contratarlo en una radio municipal.