Donald Trump construyó su primer rascacielos en 1979. En Manhattan, en un terreno ubicado sobre la Quinta Avenida y la calle 56, la empresa de Trump, la Organización Trump, proyectó lo que luego sería la Trump Tower. La cantidad de veces que el nombre del empresario y ahora precandidato republicano a la presidencia de Estados Unidos se repite en la línea anterior es un mínimo indicador de lo que entonces comenzaba a esbozarse como la construcción de un proyecto personal y económico que hizo de su apellido una marca comercialmente registrada y la principal fuente de su riqueza. Ese primer rascacielos no fue un objetivo sencillo. La ciudad de Nueva York acababa de salir de la quiebra, Manhattan era un paisaje urbano decadente cruzado por la crisis económica y el comienzo de la epidemia del crack. Los ricos ya no se sentían seguros en la isla y los pobres sufrían el colapso de la infraestructura y los servicios municipales. Es la Nueva York que quedó inmortalizada en Taxi Driver, en The Warriors, en los discos de Lou Reed y en las pinturas de Basquiat. Era un paisaje previo a Rudy Giuliani y la disneylización actual de la ciudad, una atmósfera excitante de mugre y violencia, de barrios industriales decadentes y subculturas combativas. En ese contexto, Trump construye ese primer rascacielos, una torre de 58 pisos. Lo hace sobre el solar que ocupaba un antiguo y venerable edificio de principios de siglo, la tienda Bonwit Teller, con sus bajorrelieves art deco de mujeres desnudas y sus molduras de la época dorada que desaparecerían bajo las palas mecánicas y las bolas de demolición (aunque Trump había prometido preservarlos y donarlos al Museo Metropolitano de Nueva York).

La Trump Tower es un canto a los materiales con que está hecho el tardocapitalismo: mucho mármol en el hall de entrada, una cascada artificial, dorados y superficies espejadas. Se inaguró en 1983 y fue como una fiesta en tiempos de vacas de flacas.

La Trump Tower, su reemplazante, es en cambio un canto a los materiales con que está hecho el tardocapitalismo: mucho mármol en el hall de entrada, una cascada artificial, dorados y superficies espejadas. Se inaguró en 1983 y fue como una fiesta de exhuberancia capitalista en tiempos de vacas de flacas en la capital del capitalismo. Por supuesto, los neoyorquinos con buen gusto, los amantes de la buena arquitectura, aquellos que creían que una ciudad era algo más que una yuxtaposición desordenada de terrenos rentables sobre los que se tira cemento encima, abominaron de la Trump Tower y alertaron sobre la fealdad y las irregularidades del nuevo rascacielos: el terreno era demasiado estrecho para semejante edificio de altura, la constructora estaba relacionada con algunas famiglias bien conocidas de la mafia italiana de Nueva York, los albañiles habían trabajado por fuera de cualquier norma de seguridad laboral. Como sea, Trump emergió de esos pleitos convertido en una celebridad nacional. Era un joven magnate que había llevado la empresa inmobiliaria familiar de los oscuros proyectos de vivienda social de los suburbios al corazón de Manhattan. Era un animal spirit de la recién estrenada administración Reagan que salía de la recesión de los 70s y comenzaba a predicar la buena nueva del libre mercado. Estaba casado con una modelo checoslovaca y juntos salían en todas las revistas. Los negocios volvían a prosperar y Trump recibía una carta firmada por Richard Nixon donde le presagiaba que tendría éxito si alguna vez decidía aspirar a un cargo público.

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En una crónica de la revista Rolling Stone de la semana pasada, en plena campaña pre-presidencial a bordo de su avión privado, Trump recordaba algo que le dijo su padre cuando estaba construyento esa primigenia Trump Tower: “No uses bronce y vidrio, usá ladrillos que son más baratos. A nadie le importa el exterior”. Trump, según el periodista que firma la nota, larga una risotada después de ese recuerdo. Por supuesto que importaba el exterior, eso era lo único que importaba, de hecho, y en eso basó Trump la reconversión del negocio familiar. En los ochenta, Trump elige como estrategia de negocios la espectacularidad inmobiliaria: torres Trump en otras ciudades de EE.UU., inversiones en Atlantic City -la agonizante Las Vegas de las afueras de Nueva York– con el emblemático (y posteriormente ruinoso) casino Taj Mahal como estandarte, hoteles y edificios de departamentos para la demanda de ostentosa de los beneficiados por la pax reaganiana. Son años en los que Trump alterna tapas de Forbes y People (y Playboy, en 1990, uno de los pocos hombres en esa lista), un representante perfecto del garca empresarial de la época siempre acompañado de sensuales presas femeninas, un referente real de las ficciones cinematográficas que en clave liviana retrataron la época: aquellas películas con Michael Fox yendo de cadete a gerente en una hora y media de metraje, cambiando la ropa blue collar por las camisas a rayas, los trajes entallados con grandes hombreras y el pelo engominado. Hacerse rico es magnífico, decían por esa época al otro lado del océano y Trump era uno de sus profetas. En 1987 publica The Art of the Deal, un bestseller pionero en el género que luego sería pródigo de la “autoayuda financiera”, donde mezclaba un registro autobiográfico de la más descarada fanfarronería con listas (ese vicio americano) de consejos para hacerse rico, todo en un tono que combinaba el “pensamiento positivo” con un Sun Tzu disfrazado de Gordon Gekko. Pero fue un éxito rotundo y cientos de miles de ganapanes esperanzados lo devoraron para aplicarlo en sus pequeños negocios y trabajos que, ya a finales de los ochenta, empezaban a sentir el reflujo del clima económico, más enturbiado por una nueva crisis que se avecinaba, ya no tan rozagante sobre el final del gobierno de Reagan.

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Los 90 de Trump empezaron como una cadena de desgracias: al volverse más escaso el crédito de los bancos que lo habían mimado tuvo que declarar la quiebra de dos de sus empresas. En 1991 el faraónico Taj Mahal se quedó sin descubierto y no pudo cumplir con los pagos de sus deudas. Un año después fue el turno del Trump Plaza Hotel, también en Atlantic City. La reestructuración de sus deudas (900 millones de dólares contra su cuenta personal y 3500 millones abajo en deudas empresariales) lo obligaron a entregar parte de las acciones a los bancos y a desprenderse de dos joyas megalómanas marca Trump: su yate de 85 metros, Trump Princess, vendido a un magnate saudita y Trump Shuttle, una aerolínea de lujo que nunca dio un dólar de ganancia pero tenía cinturones de seguridad cromados y lavatorios dorados. Era el momento de cambiar de estrategia empresarial y Trump apostó para reconstruirse a sus principales activos: su nombre y su personaje público. Es por esos años que se convierte en empresario de sí mismo, al borde siempre de la autoparodia y la autopromoción: aparece en La niñera, en Mi pobre angelito 2, en series, telenovelas y talk shows. Es un abonado a las imitaciones de Comedy Central, compra los derechos de Miss Universo y aparece en las revistas de la farándula retratado en divorcios, juicios, conquistas románticas.

“No uses bronce y vidrio, usá ladrillos que son más baratos. A nadie le importa el exterior”. Trump, según el periodista que firma la nota, larga una risotada después de ese recuerdo.

Alcanza ese status mediático que los americanos denominan con toda la ambigüedad propia de la industria del entretenimiento como “personality”. En 2003 da el paso lógico para esa dinámica y se convierte en anfitrión de su propio reality show, El aprendiz, donde un grupo de aspirantes a trabajar en la Organización Trump competían en la Trump Tower para evitar que Trump, al final de cada emisión, no les escupiera el célebre “You’re fired!”. Trump, Trump, Trump. No hay mucho más que eso. Todo lo demás, los conglomerados empresariales, las franquicias con su nombre para comercializar desde palos de golf a vodka o juegos de mesa o helados parece ser la cáscara que rodea el verdadero asset, el único activo valioso de un negocio que puede tomar cualquier forma. ¿También una candidatura presidencial?

A pesar de la centralidad que en Estados Unidos tiene la figura mítica del empresario exitoso, especie de pruebas vivientes que legitiman la cultura del individualismo escéptico del estado que forma parte del credo americano, no son muchos los magnates que saltaron a la carrera presidencial sin ningún tipo de experiencia política previa. En los sesentas lo intentó varias veces Nelson Rockefeller, pero se trataba en realidad de un político profesional (tres veces gobernador del estado de Nueva York, nada menos) que además era uno de los herederos de una de las familias más ricas del país. Herbert Hoover era un empresario multimillonario en los años 20 cuando fue electo presidente, pero formaba parte del establishment político republicano desde bastante antes y, aunque su campaña se basó en su capacidad para trasladar su éxito privado al gobierno, pasó a la historia como el presidente al que le estalló la Gran Depresión de 1929. Los millonarios comunes y corrientes saben que no es necesario competir en una larguísima y peligrosa interna partidaria, atravesar otra larguísima y costosísima campaña electoral y asumir, si se tiene éxito, el cargo político más expuesto del mundo para lograr influir sobre las decisiones de un país. Hay otras maneras mucho más racionales económicamente hablando de lograrlo. Los outsiders con mucho dinero que deciden emprender “el sueño de la presidencia propia”, como Trump, parecen ser una anomalía de un sistema político complejo donde los cargos son disputados por políticos profesionales que deben pasar los filtros de sus partidos (mucho más rígidos de lo que se cree comúnmente) y de la opinión pública. Los outsiders que lo intentaron tuvieron o una corta vida como candidatos o terminaron jugando como tercer partido, algo que en el sistema político estadounidense es una garantía de fracaso electoral. En 1992 Ross Perot, un millonario texano que hizo su fortuna en la industria informática, compitió contra Clinton y Bush padre con el sello del Reform Party, que basaba su campaña en su carácter independiente y financieramente autónomo de los “grandes intereses” económicos. En 2012, Herman Cain un exejecutivo de una cadena de pizzerías intentó conseguir el ticket republicano con el apoyo del naciente Tea Party, ese cisma ultraconservador que radicalizó por derecha a las bases republicanas. En ambos casos la atención de los medios a esas novedades en el panorama político fue enorme pero más tarde o más temprano las maquinarias de ambos partidos los terminaron deglutiendo.

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En el caso de Trump, que ya había coqueteado con una candidatura en 1988 y en 1996, probablemente (y la ansiedad para que esto suceda pronto, tanto de los políticos profesionales de los dos partidos como de la inmensa mayoría de los analistas políticos, es un dato notable) sus chances terminen consumiéndose con el desgaste de la campaña en los próximos meses. Pero las señales de alerta en sentido contrario no hacen más que encenderse en rojo furioso desde el día en que Trump anunció su candidatura. El escenario es el de estar frente a un fenómeno desconocido que desafía todos los códigos de la competencia electoral que hasta ahora se daban por sentado. Trump no desciende en las encuestas a pesar haber declarado cosas que a cualquier otro candidato ya lo habrían mandado al ostracismo político. Trump propone deportar a los indocumentados y obligar a México a pagar por la construcción de un muro en la frontera. Trump hace bromas sexistas en el debate de los candidatos. Trump desconfía de la vacunación obligatoria porque estaría ligada con un supuesto incremento del autismo. Trump exhibe su estrategia de política internacional que consiste en matonear a Vladimir Putin (lo cual, digamos, es una fantasía política que todos querríamos ver en vivo y en directo). Trump propone un aumento de impuestos a los fondos de inversión, alienándose a los principales aportantes de cualquier campaña presidencial. Trump contesta a todas las preguntas periodísticas que le exigen detalles concretos de su políticas con un “confíen en mi y ya verán”. Trump manda en cana por twitter a los lobbistas que se le acercan con ofrecimientos de dinero y se jacta de autofinanciarse. Trump dice que su presidencia será “increíble” y en eso nadie está en desacuerdo, gracias a la polisemia del adjetivo. Trump es un troll, un agente externo que siembra desconcierto e indignación (nuestro pan cotidiano para las masas hambrientas por que pase algo, cualquier cosa).

Trump no representa un caso más del fluctuante y vaporoso límite entre negocios y política. Trump es la personificación, el primer candidato, del borramiento total entre política y entretenimiento.

Lo que pasa es que Trump no representa un caso más del fluctuante y vaporoso límite entre negocios y política que impera tanto en Estados Unidos como en cualquier otra democracia occidental. Trump es la personificación, el primer candidato, del borramiento total entre política y entretenimiento. Ni siquiera es válida acá la comparación con Il Cavaliere Silvio Berlusconi, con su sonrisa de viejo verde y sus millones en el Milan y la televisión italiana. Berlusconi era un hombre establishment económico que gobernó Italia en las sombras del pentapartito y que emergió para hacerse cargo, directamente, del estado cuando ese sistema explotó. Trump ni rankea entre los billonarios realmente importantes de Estados Unidos. Está a billones luz de un Zuckerberg, un Warren Buffet, un Bill Gates. Sus empresas no cotizan en la bolsa, ni siquiera, así que los números exactos de su fortuna son desconocidos. Algunos la estiman entre los 1,5 y 7 mil millones de dólares. Cómo sea, muy lejos de los casi 80 mil millones de Gates, los 70 de Buffet o los 40 de cada uno de los miembros de la familia propietaria de Walmart. Trump es un outsider no solo del establishment político sino también del círculo de Wall Street y los sectores más dinámicos de la economía global. Trump es un, básicamente, un nombre, una cara conocida, un ejemplar perfecto de lo que Martin Amis alguna vez llamó, analizando el auge de las celebridades, “la era de las nulidades”.

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Por eso el ascenso de Trump encuentra su medio ambiente perfecto en el buzz de Internet. Es el candidato que la era de los memes estaba deseando, esperando ansiosamente, cultivando amorosamente el terreno para que brotara como una flor deforme y espectacular. Y ahí está la catarata continua, 24×7, de notas sobre Trump, de análisis banales sobre sus dichos, de memes con sus declaraciones más extravagantes e incomprensibles, de GIFs con sus muecas y gesticulaciones que en cinco segundos logran captar la esencia del personaje. Una mujer descubre el rostro de Donald Trump en un pan de manteca. Otra dibuja la cara del candidato con sangre menstrual. Sus réplicas a los demás candidatos en el debate republicano se convierten en parte de la conversación cotidiana. Las bromas con su peluquín (o su peinado símil peluquín) se multiplican con ese ingenio tan propio de la web que mezcla sátira irreverente con fascinación fetichista. En la economía de la era de la información Trump es una commodity demandada y ubicua: para la indignación del progresista norteamericano de la Costa Este, para la admiración del redneck del Midwest que odia a los políticos, para la curiosidad morbosa del extranjero, para la diversión pasajera del tuitero apolítico, la marca Trump cumple con lo que promete. ¿Le alcanzará eso para llegar a las primarias del año que viene o se consumirá con la misma lógica de la novedad permanente que lo encumbró hasta hoy? Imposible decirlo, pero desde la ventaja del espectador periférico seguro que va a ser muy divertido//////////PACO