Medios


57 preguntas sobre la crónica

 

Novels that leave out technology misrepresent life as badly
as Victorians misrepresented life by leaving out sex.
Kurt Vonnegut


1. ¿La verdad o los hechos?

¿Qué significa que la crónica trate con la verdad? ¿Qué es la verdad? ¿La crónica no es un desprendimiento del periodismo con pretensiones estetizantes? ¿Su radio de acción y trabajo no son los hechos? ¿La verdad y los hechos son conceptos isomorfos? ¿A un periodista le interesa la verdad o le interesan los hechos? En tal caso, ¿por qué un género como la crónica se considera más cercano a la verdad que, por ejemplo, la novela, un género que trata sobre «algo que no está sucediendo», como dice Martin Amis?

Como crítico —es decir, como alguien obligado ante lo dado a establecer relaciones—, la pregunta sobre la verdad y los hechos es importante para preguntarse sobre el valor y la función de la crónica como género y discurso ahora. ¿Cómo funciona esa relación identitaria y naturalizada casi al paso, en general cómodamente incuestionada, entre la verdad y los hechos? Hoy no hace falta ser periodista para que la idea de una identidad sin fronteras entre la verdad y los hechos provoque una risa cínica, o al menos un reservado pudor.

Los periodistas no tienen por qué conocerla, pero hay una definición canónica en literatura acerca de qué es el realismo: «Una situación completamente imaginaria cuyo hilos se prolongan hasta tocar las coordenadas de lo verdadero». Por su relación con la verdad, entonces, ¿eso transformaría retrospectivamente a Honoré de Balzac en el más grande cronista de su época? A más de un tutor de la crónica esa idea lo entusiasmaría: embolsarse la tradición del realismo entera antes de Truman Capote. Habría que leer muchos libros antes, claro, pero ¿cuántos nuevos alumnos para talleres, cuántos nuevas crónicas, cuántos espacios subsidiados más podría valer esa idea? Pero a medida que se ajustan los significados de las palabras y se matizan los sentidos de lo que intentan nombrar, la cuestión, sin embargo, se complejiza. En tal caso, también podría uno preguntarse: si el non fiction es una forma del realismo y si los cronistas consideran que su objeto de trabajo es la verdad, ¿eso transformaría a todos los periodistas en escritores? Son las clase de preguntas que responden mejor que nadie las crónicas mismas: la textualidad, con sus méritos y limitaciones para la representación, está ahí.

El periodismo, más bien, tampoco trata con la verdad —a pesar de sus esfuerzos más o menos evidentes por darle un sentido hasta el siglo pasado— sino con lo verosímil —lo ideológica y culturalmente verosímil— de los hechos. ¿Cuál es entonces la función, el valor y el sentido de la crónica periodística ahora? ¿Qué dice acerca de las aspiraciones del género su rol actual en el mercado editorial? ¿Cuál es su relación con el lenguaje y con su propia tradición?

2. ¿La incomodidad o la obsolescencia?

Establecer que el discurso periodístico en el que se inscribe la crónica actual se vincula con la realidad significa pensar en la responsabilidad y en la restricción ante los hechos, antes que en las libertades creativas de la imaginación del discurso literario —algo que hace a su estatuto como arte— y su relación con la verdad. En tal caso, ¿cuál es la relación efectiva entre estos dos discursos? ¿Qué pretende añadirle el matiz narrativo al periodismo? ¿Qué valor le asigna hoy la crónica a la estética de la narración? Todavía más elemental: ¿qué entienden los cronistas por narrativo? ¿Salto entre la primera y la tercera persona? ¿Apreciaciones impresionistas sobre climatología y paisajismo? ¿Apreciaciones expresionistas? (Entre ambas, las impresionistas serían las más periodísticas). ¿Y por qué ese factor narrativo debería funcionar hoy como valor añadido a la información? ¿Son las audiencias de la información las que demandan narratividad a los contenidos informativos?

Un vistazo a las formas en que se consumen, codifican y circulan hoy los hechos demuestra casi todo lo contrario. Veamos. El poder y la credibilidad de las instituciones sobre las que se sostiene el discurso periodístico son un capital que tiende más bien a cero. La cantidad, la solvencia y la calidad de los medios periodísticos tradicionales tampoco indican que fundar diarios y revistas sea una inversión precisamente rentable. Quienes consumen información o se interesan por los hechos, en tal caso, ya no necesitan de la mediación especializada del periodismo para obtenerla. Y mucho menos atravesar las inquietudes estéticas de nadie para llegar hasta la información. Las siguientes son algunas preguntas incómodas sobre ciertos hechos. ¿Cuántos de los presentes en esta sala abrieron hoy un diario o leyeron hoy una revista para informarse? ¿Cuántos de ustedes, sin embargo, consideran estar desinformados sobre lo que les interese estar informados? ¿Cuántos de ustedes consideran relevante lo que pueda comunicarles un periodista sobre el mundo, antes que lo que puedan comunicarles millones de personas en su propio smartphone sobre muchísimos mundos? ¿Cuántos de ustedes creerían que hay más periodismo narrativo en cualquier red social a la que se llega a través de una antena de WiFi, que en una crónica publicada en Etiqueta Negra?

El otro día leí una entrevista al escritor Hernán Casciari. Decía que «la era digital nos hizo perezosos y apáticos» y que «nuestras historias, nuestra literatura, está perdiendo su brillo». Se me ocurrieron dos cosas: primero, que ese uso apurado del plural era un gran equívoco; segundo, que Hernán Casciari es el director de una revista de papel con crónicas que se llama Orsai y que hace unas semanas anunció que se cierra. La era digital ha vuelto más exigentes y más participativas que nunca antes en la historia de la información a las audiencias, inevitablemente constituidas por nativos digitales: individuos para los que la web y su lógica de la información constituye la única plataforma de datos con sentido. Ya no basta el «brillo» para interesar a esas audiencias, ni basta creer que si las audiencias no se interesan en contenidos «brillantes» sea por su propia «pereza y apatía». Más bien se trata de contenidos inadecuados: ya no con algún estándar de calidad periodística o literaria sino con la época misma. Sí pienso en pereza y apatía cuando, en una crónica cualquiera escrita por un periodista, es decir, por alguien cuyo oficio en el mercado de la información está al borde de la extinción, a las puertas definitivas de la obsolescencia, el autor coloca toda su apuesta en la escenificación de las condiciones meteorológicas alrededor de lo que fuera, o dramatiza su propia relación, sentimental o moral, con los hechos. ¿Es eso lo que las audiencias actuales esperan de un contenido periodístico con valor? ¿Y son esas cuestiones alrededor de una especie de «literatura utilitaria del yo» lo que esa crónica considera estética narrativa?

En ese contexto, el cuadro general de la crónica narrativa vendría a ser algo así como si los fabricantes de velas hubieran empezado a promocionar talleres de fabricación de velas, congresos de exhibición de velas y a contar el mundo interior de los fabricantes de velas el día después de que Thomas Alva Edison hubiera patentado la lámpara incandescente de filamento de carbono.

Body Worlds Exhibition To Open In Berlin

3. ¿Valor o irrelevancia?

¿Para quién es valiosa esa apuesta, entonces? Si no para las audiencias, probablemente para los periodistas devenidos en cronistas. ¿Pero para todos los cronistas o solo para algunos de esos cronistas? A propósito, ¿cómo se lleva a cabo ese devenir? ¿Qué legitima ese devenir? ¿Dónde se entregan las patentes de cronista? Estas preguntas apuntan a analizar el rol de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), una institución fundada en 1994 por Gabriel García Márquez y una franquicia gerenciada luego por sus herederos.

La FNPI es la summa de casi todos los malentendidos de la crónica contemporánea, aunque su lema sea el de «estimular nuevas formas de periodismo». En principio, el nuevo periodismo al que remite la Fundación es el periodismo que era nuevo hace cincuenta o sesenta años: Mario Vargas Llosa, García Márquez, Eloy Martínez —ahora con su propia Fundación en Buenos Aires— y otros escritores aledaños al boom latinoamericano, cuya función en el mercado cultural facilitó no tanto las condiciones para una estetización del periodismo como más bien para una estetización de su recepción.

Relato de un náufrago, por ejemplo, una de las grandes crónicas de García Márquez, se publicó en el diario El Espectador de Bogotá en 1955. Lo que se lee en esa crónica es la fe comprensible de un periodista apelando al discurso periodístico para ordenar —con un criterio de justicia— el sentido alrededor de un evento en la esfera pública. Lo hace, además, en un registro tan estetizado como puede llegar a serlo un excelente folletín por entregas. Pero cuando la misma crónica se publicó como libro en 1970, García Márquez ya era un escritor famoso en todo el mundo. El sentido y la relevancia de ese texto habían cambiado: ahora era una pieza más de exotismo latinoamericano, un episodio más de realismo mágico, para la fascinación culposa de la metrópoli. En última instancia, se trataba de los efectos de una autonomía literaria y de una figura de autor. ¿Pero cuál sería hoy la autonomía del periodismo como discurso y qué relevancia tiene que los periodistas aspiren a operar sobre el campo cultural o editorial como autores?

Estas son cuestiones clave porque hacen a la identidad del cronista. Esa identidad y la del género son históricamente tan lábiles que sería difícil argumentar hoy algo distinto a lo de siempre: que se trata de híbridos entre periodismo y literatura. Y un híbrido es el producto de elementos de distinta naturaleza. ¿Pero cómo se distribuyen esas dos naturalezas distintas?

La que podría considerarse crónica moderna, surgida con la expansión de la prensa gráfica, y que en Latinoamérica tiene como referentes elementales a José Martí o Rubén Darío, era también un tipo de discurso intelectual —José Martí y Rubén Darío eran, además de poetas, intelectuales— que buscaba en la plataforma periodística una intervención más amplia en la esfera pública. A partir de esa norma, queda más o menos claro que fueron los escritores, o, en tal caso, incluyendo en la categoría a aquellos con un ánimo marcadamente intelectual, fue la literatura, digamos, la que recurrió al periodismo, y no al revés. ¿Quiénes son los cronistas canónicos? ¿Roberto Arlt y Rodolfo Walsh? ¿Gabriel García Márquez? ¿Truman Capote? ¿Hunter Thompson? ¿Martín Caparrós? ¿Y no son todos esos escritores o figuras de autor antes que periodistas?

En la pregunta por la identidad hay una pregunta por el uso. En general, han sido y son los escritores —quiero decir: los que piensan el lenguaje, más bien, desde lo que no está pasando— quienes encontraron en el periodismo una herramienta más para su escritura y una herramienta a la que, sin dudas, tras su paso, añadieron elementos estéticos e ideológicos significativos. ¿Pero qué hay sobre el camino inverso? ¿Qué se supone que le añade o le ha añadido el periodismo a la literatura? Jorge Luis Borges, en el momento en que escribe su viaje en globo desde la ceguera, está haciendo probablemente algo del orden del periodismo narrativo, sí, pero uno también intuye que está haciendo algo más. En tal caso, dadas las condiciones actuales del periodismo, ¿no sería importante para los periodistas asumir su identidad periodística y asumir los verdaderos problemas del periodismo para preguntarse qué pueden añadir al periodismo antes que a la literatura? Ante la época, sin dudas esa es una cuestión más urgente para los periodistas que para los escritores. No se puede culpar a una institución como la FNPI por seguir parasitando la misma intersección de intereses cuarenta o cincuenta años más tarde, pero sí me parece útil advertir a los cronistas de hoy que persistir en el deseo de ser «García Márquez», perpetuando la misma lógica, las mismas aspiraciones y las mismas herramientas de hace cuarenta o cincuenta años, no hace ningún favor al género.

Hay buenos motivos, en especial buenos motivos materiales como becas, subsidios, cursos rentados y muchos, muchos viajes, para que, por otro lado, no haya casi nunca más de dos grados de separación entre la FNPI y los editores de las cinco o seis publicaciones canónicas del nicho crónica, las colecciones editoriales de crónicas y los emprendimientos comerciales asociados a la crónica. Tampoco es casual que estos circuitos empiecen y terminen en su mismo nicho, funcionen de manera refractaria a la tecnología digital —con su fe obtusa en el papel: el recinto inviolable de su aristocracia de la subjetividad— ni que su conservadurismo cultural y estético los vuelva cada vez más irrelevantes. Es muy improbable que emerja de la FNPI algo con un sentido contemporáneo útil al periodismo o la crónica porque el negocio de la FNPI no está en el presente, ni en el futuro; está en el pasado.

Alejandro Seselovsky, un cronista con el que conversé esta semana, me decía que todas las instituciones son un hecho posterior de lo que es institucionalizado. La Sociedad Argentina de Escritores —dice Seselovsky— es posterior a cualquier literatura. Y si existe algo a lo que podamos recortar como crónica, la FNPI, la Fundación Tomás Eloy, son también posteriores: posteriores en el sentido de tardías. Posteriores en el sentido, quizá, de arribistas. Nunca se terminan de sacudir de las espaldas —dice Seselovsky— esta empobrecida idea de que la crónica está de moda.

4. ¿Subjetividad única o subjetividad colectiva?

Esta necrosis ideológica y cultural del principal centro legitimador de la crónica institucionalizada, su endogamia, su distribución rentada de prestigio, tiene un gran inconveniente: la refracción a las herramientas de publicación contemporáneas. ¿Esto ocurre porque el abanico de herramientas digitales son una barrera para la ampliación de las posibilidades de la crónica o porque los terratenientes actuales del género son estética e intelectualmente incapaces de sostenerse más allá de la reacción? Si la crónica es el texto periodístico manufacturado a los fines de su publicación inmediata, la crónica debería estar hoy en zonas como Twitter antes que en revistas con aspiraciones premium y una comunidad minúscula de lectores interesados. ¿Por qué la tecnología narrativa actual, entonces, persiste en el margen de la crónica institucionalizada?

La pregunta expande el territorio de batalla hacia nociones complejas como la experiencia y la publicación. ¿Qué es hoy la experiencia y por qué esa pregunta importa para repensar el valor de los temas de la crónica contemporánea? Formulado desde más preguntas, ¿qué aporta al interesado hoy una crónica escrita por una única persona y una única subjetividad sobre un tema como las fobias (o estar embarazada, o ser ventrílocuo) en un ecosistema de la información donde infinitas personas e infinitas subjetividades producen infinitos relatos desde infinitas perspectivas —por ejemplo, en cualquier foro temático en la web— sobre esos mismos temas?

¿Qué atractivo tiene hoy contar en primera persona la pornografía ante la experiencia de un sitio como PornHub, donde millones de usuarios protagonizan, suben, autogestionan y comentan su propio porno todos los días durante todo el día? ¿Qué atractivo tiene contar el backstage picaresco de cualquier cosa desde que existe Facebook, donde millones de usuarios suben imágenes y videos del backstage de sus vidas? ¿Qué valor tiene un testimonio de primera mano desde que Twitter ofrece millones de testimonios desde millones de manos? ¿Qué relato intimista sobre lo que fuere tiene sentido si deja de lado Instagram? ¿Qué retrato satírico o solemne del lugar de los hechos es significativo si margina lo que ofrece YouTube? ¿Qué sentido tiene un texto que las audiencias no puedan comentar? («Los comentarios, el género textual americano del momento», escribió un articulista esta semana en The New York Times).

Son las subjetividades colectivas, el trabajo colaborativo y desjerarquizado, la multiplicidad de plataformas textuales y audiovisuales en la web las que hoy dan sentido y realidad a la experiencia y una inmediatez relevante a la publicación. La alternativa es el atavismo de la subjetividad única, solipsista, monocorde, volcada al papel o subida a la web como si fuera papel. Una subjetividad analógica que para colmo insiste en considerarse más competente para narrar el mundo. ¿No es tiempo de volver a sincronizar algunas ideas y darles algo de streaming? En la guerra, uno de los escenarios más deseados por cualquier cronista, hoy hay menos soldados que drones.

¿Por qué la FNPI considera entonces que la del cronista es la única voz, la única percepción y la única experiencia que debe predominar? «Si en algún lugar de este libro escribo hice, fui, descubrí, debe entenderse hicimos, fuimos, descubrimos», escribía el propio Rodolfo Walsh respecto a su coequiper Enriqueta Muñiz en el prólogo de Operación Masacre. Experiencia y publicación no pueden pensarse como si no tuvieran ninguna relación con el tiempo. «Periodismo» y «crónica» son palabras que en su propia etimología remiten, nada más, que al tiempo.

5. ¿Obsecuencias o preguntas al Poder?

Ese formol de incuestionabilidad hacia sí misma parece trasladarse a una incuestionabilidad hacia afuera: hacia «el mundo y los hechos» retratados por el periodismo narrativo. Ninguna estética —por ingenua o amateur o elemental que parezca— se sustrae de un poder y una ideología. Y esta es una cuestión política: en sentido mínimo y en sentido máximo. El escritor, crítico y cronista Jordi Carrión escribió hace poco en un artículo —que según Carrión debe haberse extraviado porque nunca se publicó donde debía publicarse— que no creía que tuviera ya sentido hablar de crónica argentina si se trata de escribir periodismo narrativo y no sólo de registrar la actualidad política y social. Si la literatura de no ficción ha destruido las fronteras internas —sostiene Carrión—, ya es hora de que acabe con las del exterior.

La pregunta política e ideológica alrededor de la crónica me parece fundamental, porque se trata de un género que prácticamente funda la percepción de la identidad latinoamericana desde el Diario de a bordo de Cristobal Colón. ¿Cómo se ha hecho cargo la crónica actual de esa tradición?

Sería fácil leer en esas crónicas sobre fobias y coleccionismos, usos y costumbres, miserabilismo y violencia e higienismos varios la música en loop de la conmiseración con el débil y la condena al victimario. El morbo apenas disimulado del narrador que, como un turista, como dijo Simon Reynolds en una breve conversación informal con Juan Terranova y conmigo sobre el non fiction, llega y se indigna moralmente, confirma que lo bueno es bueno y que lo malo es malo, que lo blanco es blanco y que lo negro es negro, toca y se va. Esa es la política de la corrección política: un mundo del que se borra todo verdadero conflicto porque entre ofendidos e inofensivos no hay posibilidad de conflicto. Algo así como habitar el mundo, el lenguaje y el pensamiento nunca más allá del Club de la Buena Onda.

¿Cuál es el sentido político de esa estética del mártir? (Palabra que significa, dicho sea de paso, testigo). Probablemente sea el conformismo ideológico. Parafraseando a otro crítico, todo cronista sabe que va a sacarse una mala nota ante sus tutores de la FNPI si se manifiesta en contra de la opinión general sobre, pongamos, José «Pepe» Mujica. Los alumnos más débiles, al acatar, sentirán el falso consuelo de pertenecer a la mayoría; los más fuertes simplemente recibirán un lección temprana sobre cómo poner en práctica la piedad hipócrita.

¿Qué pasa cuando el Poder impone una estética y regula una agenda? ¿Qué pasa cuando la crónica está financiada por el Poder? La pregunta acerca de si alianzas de ese estilo no obturan la posibilidad real de una indagación sobre los hechos abre más tensiones. Está claro que no se trata de desafiar al Poder hasta las últimas consecuencias —esta no es tampoco una época para esa clase de mártires— pero sí de disputarle al Poder algunas de sus restricciones sobre el decir. Un ejemplo es el sitio digital de crónicas Anfibia en Buenos Aires. Está financiado con un segmento impreciso del presupuesto público educativo a través de la Universidad Nacional de San Martín. Se esconde el monto y se ignoran las razones de este financiamiento, como así también sus beneficios para la comunidad universitaria. Ese sitio, regenteado por Cristian Alarcón, periodista especializado en retratar pobreza y marginalidad, es otro cúmulo de malentendidos. Anfibia es un sitio hecho por cronistas y para cronistas donde, por ejemplo, pueden encontrarse relatos de asuntos de relevancia pública como el coleccionismo de acordeones. Por supuesto: lo de relevancia es doblemente irónico, porque es un sitio con un tráfico más bien irrelevante. Sin embargo, ahí en su formol, Anfibia es útil para pensar los vínculos entre periodismo, estética y Poder. En principio, el ansia de retratos miserabilistas de los terratenientes de Anfibia se ha atenuado. Tal vez porque la lógica comprensible del periodista, que sabe que la mano del amo no debe ser mordida, triunfa sobre el espíritu ácrata del escritor.

Para terminar, dos infidencias. Hace unos meses, hablando en privado, alguien del sitio de crónicas El Puercoespín me dijo que las grandes editoriales estaban preocupadas porque las crónicas ya no se vendían, entonces no querían más la palabra crónica en las tapas de los libros. Preferían investigación periodística. Hace unas semanas, hablando también en privado, alguien del sitio Anfibia me dijo que al escribir contra lo que hacían yo, en realidad, buscaba que el sitio desapareciera y que todos perdieran su trabajo. De esas dos situaciones no me quedó una idea demasiado esclarecedora sobre los nuevos planes de marketing editorial, ni la fantasía acerca del poder de destrucción de la crítica. Sí me quedó la idea de que los propios cronistas intuyen algo del orden de la vulnerabilidad amenazando la quietud aburrida de sus mundos. Y eso me parece una incomodidad positiva. Toda crisis es una oportunidad ////PACO

(*) Texto leído el sábado 28 de septiembre de 2013 en Crónica I. La verdad incómoda en el FILBA