Entre las dos “actividades humanas” que el físico italiano Carlo Rovelli menciona casi al paso en la última de sus
Siete breves lecciones de física cuando nombra un “inventar relatos” y un “seguir huellas para encontrar algo”, se perfilan, en esencia, dos formas de entender el mundo: dos métodos para revelar las leyes y construir los sentidos que lo habitan. ¿Pero qué tan distintas son esas formas y dónde está hoy lo que las separa? Para Rovelli lo más inquietante es que esas preguntas, que la filosofía de la ciencia y la hermenéutica no han dejado de traducir en explicaciones sobre cómo funciona el saber, se resuelvan pronto en un laboratorio. Y precisamente porque eso ubicaría en un lugar privilegiado al propio Rovelli ‒que, además de divulgador científico, es uno de los fundadores de la teoría de la “gravedad cuántica de los bucles” con la que hoy se explica el funcionamiento del Universo‒, su distinción sirve como punto de partida para una discusión a la que el astrofísico Stephen Hawking hizo su aporte al decir que la filosofía ha muerto porque son ahora los científicos quienes llevan “la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento”.

Carlo ROVELLI

Para Rovelli lo más inquietante es que esas preguntas, que la filosofía de la ciencia y la hermenéutica no han dejado de traducir en explicaciones sobre cómo funciona el saber, se resuelvan pronto en un laboratorio.

Para Rovelli, entonces, por un lado estaría el “inventar relatos” de la filosofía: la disciplina a la que dieron origen los griegos cuando expandieron la reflexión acerca de lo humano hacia la naturaleza, y cuyos primeros despliegues asoman en las inquietudes astronómicas de Tales de Mileto y en los esbozos científicos de Aristóteles, puntos iniciales de un recorrido que, 2600 años después, sigue adelante. Y, por otro lado, el “seguir huellas para encontrar algo” de la ciencia: la disciplina empírica que emancipada ya de la especulación metafísica, y con el peso firme de sus logros visibles conquistando una aprobación universal, ocupa desde la Ilustración uno de los puestos centrales en el desarrollo de la humanidad. En principio, que a comienzos del siglo XXI el conflicto entre estas dos formas de entendimiento parezca haberse profundizado puede matizarse con apenas algo más de historia. En 1807 era G. W. F. Hegel quien, frente a una ciencia moderna todavía en ciernes, remarcaba con ironía en su Fenomenología del espíritu el “defectuoso conocimiento” de, por ejemplo, la matemática, que ante nociones como la magnitud, el espacio y el tiempo se contentaba con la capacidad de medir y de abstraer, actividades que “depuradas de sus falsos adornos”, escribía Hegel, no demostraban otra cosa que la necesidad de “otro tipo de saber”, es decir, el saber de la filosofía. Ya en el siglo XX, y exhibidos los alcances más siniestros de la técnica con las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, Martin Heidegger ‒de cuya muerte se cumplen cuatro décadas este año‒ también hacía su llamado a la precaución ante una ciencia a la que consideraba muda para reflexionar sobre su propio sentido y que, por lo tanto, “no puede pensar”. ¿Alrededor de qué temas, entonces, la filosofía y la ciencia renuevan su disputa? Tal como lo plantea Rovelli en sus Siete breves lecciones de física, donde repasa las nociones que rigen la comprensión científica más vasta de todo lo existente, la diferencia crucial ya no sería de método sino de algo más general. Ante aquel clásico dilema en el que lo desconocido se podía volver conocido o bien a través de un relato capaz de darle sentido filosófico o bien a través de las huellas capaces de darle sentido científico, lo que hoy está a punto de descubrirse es la función de la conciencia en sí misma; es decir, lo que posibilita, más allá de la forma que tome después, el pensamiento y su capacidad para interrogar el mundo.

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Martin Heidegger también hacía su llamado a la precaución ante una ciencia a la que consideraba muda para reflexionar sobre su propio sentido y que, por lo tanto, “no puede pensar”.

Con la neurociencia como disciplina estelar, la pregunta del momento es cómo puede el constante intercambio de información en la naturaleza producirnos a nosotros mismos y producir en simultáneo lo que pensamos. “No solo los filósofos sino también los neurocientíficos están discutiendo ideas precisas sobre la forma matemática de las estructuras que pueden corresponder a la sensación subjetiva de la conciencia”, escribe Rovelli. Y aunque, como él mismo señala, “el problema sigue abierto de par en par”, es desde ahí que la ciencia podría estar próxima a destronar como nunca antes a su vieja contrincante. ¿Qué sería el pensamiento de Martin Heidegger, el autor de Ser y tiempo y uno de los filósofos más importantes del siglo XX (además de uno de los mayores contrincantes de la “esencia de la técnica”) si, como señala Rovelli, la noción heideggeriana de tiempo, mediante la que el hombre resulta capaz de conocerse a sí mismo, se basara en lo que para la física hoy es apenas “una pálida imagen del mundo”? En este punto, sin embargo, la filosofía reclama su derecho a defenderse y contraatacar. Y no es casual que su alfil principal sea el propio Martin Heidegger.

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Despojado del prejuicio humanista contra la técnica, para Simondon la verdadera analogía entre el hombre y la máquina se daría entre el funcionamiento mental del hombre y el funcionamiento físico de la máquina.

Volviendo por un rato a la historia reciente de la filosofía, los movimientos de ese contraataque podrían leerse casi como golpes de aikido, esa disciplina que consiste en usar la energía del adversario en su contra. Fue uno de los seguidores de las ideas de Heidegger, el francés Gilbert Simondon, quien precisamente avanzó sobre lo que el maestro había abominado y le dio a los objetos técnicos lo que hasta entonces les había sido negado: una dimensión existencial. Así, la filosofía pudo caminar una vez más con sus propios pies sobre el territorio de la ciencia y colocar la cuestión bajo nuevos términos. ¿Y si la máquina, que es un objeto técnico y un logro científico, fuera por su capacidad de repetir una y otra vez la acción para la que fue creada “un gesto humano depositado y fijado”? Despojado del prejuicio humanista contra la técnica, para Simondon la verdadera analogía entre el hombre y la máquina ‒o entre el entendimiento filosófico y el científico‒ se daría entonces entre el funcionamiento mental del hombre y el funcionamiento físico de la máquina. De lo que se trata, en consecuencia, es de abandonar la denuncia ingenua contra la técnica y la ciencia y asimilar con ideas nuevas una era en la que los hombres experimentan una relación social con las máquinas. Escrito a finales de los años cincuenta del siglo pasado, sin dudas el mismo principio podría aplicarse ahora a los omnipotentes microscopios y telescopios con los que la ciencia contemporánea analiza los confines del cerebro y del cosmos. Si la máquina es “un ser que funciona”, aquello a punto de emerger del otro lado de esas lentes, ¿no sería, al fin y al cabo, nada más que una nueva instancia de mediación entre las “huellas” que obsesionan a la ciencia y los “relatos” que fascinan a la filosofía? Pensando también “con Heidegger y contra Heidegger”, quien llevaría a nuevos horizontes esa simbiosis entre ciencia y filosofía sería otro pensador alemán, Peter Sloterdijk. Como espejo filosófico de las expectativas científicas de Carlo Rovelli, el trabajo de Sloterdijk se asoma al siglo XXI con un plan aún más definitivo: si hay algo capaz de definir a lo humano, eso debe rastrearse en su profunda relación con la técnica.

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Pensando “con Heidegger y contra Heidegger”, quien llevaría a nuevos horizontes esa simbiosis entre ciencia y filosofía sería otro pensador alemán, Peter Sloterdijk.

Contra la “histeria antitecnológica que se apodera de vastos sectores del mundo occidental” y las “falsas divisiones de lo existente”, sostiene Sloterdijk, lo que el presente invita realmente a pensar es que, desde el momento en que los humanos comenzaron a desarrollar herramientas y construir refugios, hace millones de años, el hombre comenzó a transformarse en el producto de la técnica. ¿Y qué es la técnica sino esa capacidad creativa que acompaña al hombre desde el principio y mediante la que ha elaborado su propia identidad? De ahí que el hombre, en palabras de Sloterdijk, “solo puede ser entendido examinando sus métodos y sus relaciones de producción”, es decir, examinando ese vínculo integral y constitutivo con la técnica (vínculo que se remonta al uso más primitivo de las piedras y termina en la más moderna manipulación del ADN). Desde una perspectiva filosófica, una de las conclusiones de Sloterdijk es que si los hombres son “artefactos” producidos por la técnica que ellos mismos han elaborado, la pregunta sobre el sentido de lo humano no puede excluir ‒como hacía Heidegger‒ la pregunta sobre el sentido de la ciencia. Pero eso es, también, lo que ante los inminentes descubrimientos de la neurociencia, la genética y la física, habilita una puerta abierta a toda clase de manipulaciones, una “irrupción en la cámara de los secretos de la naturaleza” en la que los hombres se vuelven “técnicos de lo monstruoso”. A la luz de Hiroshima y Nagasaki, pero también de Dolly, la primera oveja clonada a finales de los años noventa, Sloterdijk afirma sin miedo a la polémica que “a diferencia de Heidegger, creemos que es posible indagar en el fondo de la capacidad apocalíptica humana”. Y es al borde de ese preciso instante, en el que los “relatos” y las “huellas” parecen haberse mezclado para siempre, que las expectativas de Carlo Rovelli se proyectan sobre la Tierra y hacia todo el cielo/////PACO