La ciencia ficción es una literatura que nunca olvida su condición lúdica. Las aventuras, los rayos, el espacio, los robots, las dimensiones, los viajes en el tiempo, son tópicos que para su concepción y ejercicio requieren una práctica que tienen que ver más con el juego que con la solemnidad. Sí, claro, siempre hay simbolismos, mensajes, ideas, filosofía. Pero jamás se internan en la oscura selva de la solemnidad, del soliloquio académico, sino que mantienen la frescura del diálogo despreocupado. La ciencia ficción sin sentido del humor es una mala ciencia ficción. Quien olvida eso pierde su esencia.

Leer ciencia ficción, paradójicamente, es un acto retro. Cada libro se transformó en una máquina del tiempo hecha de celulosa y sueños.

Leer ciencia ficción, paradójicamente, es un acto retro. Cada libro se transformó en una máquina del tiempo hecha de celulosa y sueños. La hiperoferta de ciencia ficción cinematográfica y televisada junto con la masividad de ciertos avances tecnológicos llevó a que la lectura –y publicación– se convierta en un artículo en desuso. Un libro de Robert Sheckley, con sus páginas amarillas y su ISBN tramitado hace cuarenta años es una reliquia que podría exhibirse junto a un televisor de tubo, un láser disc o un teléfono público de Entel. (…) La lectura de ciencia ficción requiere la paciencia de escarbar en libros que otros consideran menores, basurosos, llenos de errores de traducción, de estilo, de redacción, con ideas remanidas y personajes acartonados, pero que contienen entre sus páginas alguna perla, alguna joya imprescindible que vale la pena el esfuerzo. Y esa tenacidad es propia de la lectura infantil, sólo la capacidad de insistencia de un niño puede darnos la fuerza para revolver en la basura en busca de aquello que sirve. La condición infantil, entonces, es doblemente presente en el lector.

Jorge Bergoglio pertenece a una generación que vivió entre sus veinte y treinta años la renovación de la ciencia ficción experimentada en los países de habla inglesa y produjo una explosión de traducciones al español.

A primera vista, es llamativo que un líder mundial como el Papa Francisco utilice una oscura distopía, cuyos ejemplares actualmente juntan polvo en la mayoría de las librerías de usados, para argumentar un mensaje tan importante en relación a sus intereses y los de su Iglesia. Para entender el fenómeno es importante recordar que Jorge Bergoglio pertenece a una generación que vivió entre sus veinte y treinta años la renovación de la ciencia ficción experimentada en los países de habla inglesa y produjo una explosión de traducciones al español. Los años sesenta y setenta, tiempos formativos de Bergoglio y quienes tienen su edad, fueron los momentos más climáticos de la ciencia ficción literaria: la publicación de los mejores libros de editorial Minotauro, Edhasa e Hyspamerica en Argentina, sellos que publicaron extensísimas colecciones en las que incluyeron la mejor ciencia ficción que conoció el siglo XX. Autores como Philip K. Dick, Theodore Sturgeon, J.G. Ballard, Brian Aldiss, Isaac Asimov, Harlan Ellison, Ray Bradbury, Ursula K. le Guin y las reediciones de Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell fueron lecturas indispensables para una generación que halló en la ciencia ficción la herramienta necesaria para espiar el futuro, analizar sus problemas y debatir sus soluciones.

A pesar de ser una adaptación simplificada de la novela, Blade Runner puede verse una y otra vez. Tiene una magia que pocas películas de su extensión y temática tuvieron hasta ese momento.

El futuro de Volver al futuro II es rico y limpio. En el microcentro del pueblo –ya gran ciudad, con suburbios y zonas fabriles– vemos autos voladores pero no reconvertidos, sino de modelos recientes. Un gran lago cubre la plaza central y el USA Today controla la prensa escrita, cuyos periodistas son drones que producen la información al instante, los trabajadores caminan a sus empleos, los jóvenes a la fuente de soda, los niños juegan en los espacios públicos. Las tiendas retro se encuentran abarrotadas de objetos de lujo, como un ordenador de los ochenta y memorabilia de la antigua película Quién mató a Roger Rabbit, también de Robert Zemekis. Grandes afiches promocionando turismo aventura, cines 3D y estaciones de servicio Texaco con la última tecnología robótica en la reparación de autos. En caso de que toda esta tecnología estuviese disponible en nuestro continuo temporal –creo que a esta altura sólo conseguimos los drones fotógrafos–, en el que Volver al futuro II es sólo una película, el centro de Hill Valley sería algo así como el Times Square, un punto donde convergen las más grandes marcas para la estimulación visual y comercial. Es difícil imaginar un lugar tan pulcro y rebosante de suculentas brands en una ciudad de ese tamaño, donde los niños acceden a patinetas voladoras y un empleado de banco tiene una casa con nueve televisores –el preanuncio de la Internet multipestaña– donde la inseguridad se limita a los barrios bajos, la policía conoce a cada habitante de la ciudad. Para Zemeckis y Gale y su equipo, el futuro es como el de los Supersónicos pero sin space opera. Volver al futuro II mostró durante muchos años el mundo que quisimos tener, al que no pudimos llegar no sólo en el aspecto tecnológico, sino en términos sociológicos: accesibilidad a la riqueza, fascinación por lo que ofrece el consumo, un crecimiento urbano con costos sociales reducidos. En definitiva, un futuro optimista, donde Estados Unidos renace gracias al progreso y se parece más a aquel 1955 que visitó fugazmente Marty en la primera entrega.

Los robots de Rossum fueron creados para “liberar al hombre de la tiranía del trabajo”, en una especie de parodia donde una compañía había decidido poner en circulación a los autómatas que realizarían las tareas más pesadas.

A pesar de ser una adaptación simplificada de la novela, Blade Runner puede verse una y otra vez. Tiene una magia que pocas películas de su extensión y temática tuvieron hasta ese momento. Star Wars es, en definitiva, una película de sábado a la tarde, E.T. es prácticamente una producción de Disney, 2001: Odisea del Espacio es insoportablemente extensa y tediosa a una segunda vista, The Thing es una película de terror que si bien es interesante, no resiste más de dos o tres visualizaciones. La obra de Ridley Scott y Philip K. Dick puede verse una y otra vez, por partes y enteras, tiene un ritmo pausado pero ágil –una combinación rara en estos días– no tiene partes innecesarias y las cuatro horas del director´s cut pasan volando. La ambientación está al nivel de las producciones actuales, e inspiró super clásicos de los ochenta como Black Rain, Total Recall o Terminator, para nombrar algunas. Inclusive se cuenta que Cristopher Nolan, durante la primera reunión de producción de Batman returns, luego de un breve speech le dijo a su equipo “hay que hacer algo como esto” y proyectó Blade Runner completa. La música de Vangelis –cuyo main tittle se difundió hasta el hartazgo en Argentina, identificado como el tema del programa de TV Fútbol de Primera– es simplemente fabulosa, abrió una forma de musicalizar que hoy vemos plasmada en producciones como la serie de HBO The Knick e instaló a Vangelis como un verdadero artista del sintetizador.

La ciencia ficción sin sentido del humor es una mala ciencia ficción. Quien olvida eso pierde su esencia.

¿Quién no ha desconfiado alguna vez de su mejor amigo? Ese otro que se parece tanto a nosotros, a quien le abrimos la puerta de nuestra vida y nuestro corazón, es quien probablemente tenga mayores posibilidades de destruirnos. El horror del marido que llega a su casa y encuentra a su esposa encamada con su mejor amigo se traduce en un robot que es nuestro más fiel sirviente y de pronto toma el mando de nuestro hogar, que puede ser nuestra casa tanto como nuestro planeta. Sin embargo, la condición del robot es, indefectiblemente, la del esclavo. En la obra de teatro Robots Universales de Rossum (RUR), del checo Karl Kapek, se creó este curioso vocablo que deriva de la palabra robota, que en su idioma significaba algo así como “sirviente para tareas pesadas”. Karl había elegido la palabra robotchnik para designar a los autómatas y su hermano le sugirió acortarla para facilitar las traducciones. Visionarios, los hermanos Kapek quedaron para siempre en la historia humana por inventar a quienes signarían el siglo XX con su simpatía y su capacidad para asombrarnos. Los robots de Rossum fueron creados para “liberar al hombre de la tiranía del trabajo”, en una especie de parodia donde una compañía había decidido poner en circulación a los autómatas que realizarían las tareas más pesadas. El propio Rossum es el protagonista de la obra, que se encuentra con una mujer de alta sociedad indignada por la idea de que los robots sean esclavos de los hombres y su programación de fábrica no les permita “amar, sentir, soñar” y, en definitiva, ser libres. Curiosamente, los programadores de los robots terminan siendo esclavos de la mujer, encantados por su figura esbelta y su carisma cool//////PACO

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