Un malentendido recurrente entre los críticos de cine es que la línea que une todos los puntos de la obra cinematográfica de Werner Herzog es el romanticismo. Es decir, la idea de que hay fuerzas más verdaderas y trascendentes a la hora de pensar y sentir nuestra existencia que la civilización humana. Quizás para desmentir eso por última vez, en esta ocasión, Herzog intenta narrarse a sí mismo mediante los recuerdos de su vida en Cada uno por su lado y Dios contra todos.
El primero de esos recuerdos transcurre en Alemania, en 1942, cuando el Tercer Reich aún conserva la iniciativa triunfante sobre todos sus contrincantes en la Segunda Guerra Mundial. “Apenas dos semanas después de mi nacimiento”, escribe Herzog, “Múnich sufrió uno de los primeros ataques aéreos. Muchos edificios de los alrededores fueron destruidos y la casa donde mi vida acababa de empezar sufrió graves daños. Mi madre me encontró en la cuna, cubierto de una gruesa capa de cristales rotos, ladrillos y escombros”.
Aterrada a pesar de que su bebé hubiera salido milagrosamente ileso, la mujer decidió irse con sus dos hijos a Sachrang, el pueblo más remoto de Baviera. A partir de entonces, Werner y su hermano Tilbert, que por aquellos tiempos utilizaban solo el apellido materno, Stipetić, vivirían la primera parte de sus infancias en una aldea poco más que premoderna en un valle junto a la frontera con Austria, donde los ciervos en celo atacaban a los ciclistas en otoño y los zorros saltaban bañados en sangre desde el interior de los terneros muertos.
A esta postal de una naturaleza escasamente romantizada hay que añadirle los trastornos de la guerra. Tal como cuenta Herzog, estos se acumulaban día a día sobre la vida de aquel paraje bajo el hambre y la privación, pero también en formas más exóticas como la locura y la brujería. Sobre el final de la guerra, otra escena clave: “Hubo una noche en la que nuestra madre nos sacó de la cama y nos envolvió en mantas porque afuera todavía hacía un frío invernal. ‘Tienen que ver esto, muchachos. Rosenheim está en llamas’, nos dijo”.
Los aviones aliados habían soltado sus bombas incendiarias sobre la ciudad alemana de Rosenheim porque había poca visibilidad cerca de los Alpes y convenía deshacerse de la carga. “Todo el cielo brillaba rojo, naranja y amarillo, pero no era un parpadeo como el del fuego, sino un lento latido de todo el firmamento nocturno, porque la ciudad de Rosenheim ardía a cuarenta kilómetros de distancia”, escribe Herzog. “Era un gran resplandor que reflejaba en el cielo nocturno las terribles pulsaciones del fin del mundo. Por entonces Rosenheim no significaba nada para mí, pero desde aquel momento supe que ahí, fuera de nuestro mundo, lejos de nuestro estrecho valle, había otro mundo peligroso y espeluznante. Aunque, más que temerlo, me despertaba curiosidad”.
Talladas con palabras en el mismo estilo directo y altisonante con el que Herzog narra sus documentales, las anécdotas de Cada uno por su lado y Dios contra todos continúan. Nacionalsocialistas convencidos, por ejemplo, su madre y su padre quedaron separados por la guerra, pero luego se divorciaron. “Mi madre tenía una pistola cargada con munición real y era buena tiradora, pero creo que se la compró cuando mi padre le disputó nuestra custodia”, anota. Sin embargo, es la larga controversia con su hipotético romanticismo lo que Herzog, cada dos o tres capítulos, deshace con paciencia. Al fin y al cabo, tanto la célebre película Fitzcarraldo (1982), acerca de los sueños de un hombre que quiere construir un teatro en el Amazonas, como Family Romance, LLC (2019), acerca de los barrocos simulacros del espíritu social japonés, no tratan acerca de aquello magnífico y omnipotente (ya sea que se presente como “la naturaleza” o “la vida misma”) capaz de doblegar la hipocresía de los pálidos artificios humanos. Por el contrario, son películas sobre la imperiosa necesidad humana de sostener esa frágil estructura liminal de sentido que llamamos civilización, a pesar de la furia y el azar que dominan a sus elementos. ¿Qué son ciudades como Múnich o Rosenheim, arrasadas por la violencia más primitiva, o el ciclista atropellado por un ciervo en Sachrang, sino caras de un mismo fracaso al intentar hacer habitable el mundo?
“Para los críticos franceses yo estoy teñido de romanticismo y/o expresionismo simplemente porque esos son los dos únicos movimientos artísticos alemanes de los que han oído hablar, por lo que necesariamente debo encajar en uno o en otro”, explicó Herzog, hace ya años, en Una guía para perplejos. Lo que Cada uno por su lado y Dios contra todos viene a agregar, además de un espectacular caleidoscopio de experiencias de alguien que ha caminado y filmado en todos los continentes, son nuevas pistas sobre el origen de esa inquebrantable fe en el proyecto humano.
Para subrayar su importancia, Herzog confiesa incluso que hubo instantes en los que casi cruza hacia el lado opuesto. Respecto a su hermano Tilbert, relata que a los trece o catorce años “hizo falta una desgracia para que aprendiera a controlar mi temperamento”. En una “acalorada discusión”, escribe Herzog, “ataqué a mi hermano con un cuchillo. Recibió una puñalada en la muñeca y otra en el muslo”. El horror, recuerda, lo sacudió hasta lo más profundo. Pero, en perspectiva, ¿acaso no es esto semejante a lo que suele ocurrirles a muchos personajes herzogianos, reales o de ficción, a la hora de enfrentar su destino? El monstruo que llevamos dentro bien puede hundirnos en la destrucción, o elevarnos hacia la salvación/////////PACO