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Bumble como un espacio posible

Al convertir el interés por el otro en una topadora de consumo de imágenes —ajenas o propias—, habría que evitar confundir el asunto del amor y del sexo con el del narcisismo y la sensualidad positivados como capital a aumentar. Es algo de esa confusión lo que puede leerse en el segundo capítulo de Las partículas elementales de Michel Houellebecq: “Momentos extraños”. En efecto, ¿cómo hay que leer esa extrañeza? En una de las líneas argumentales del capítulo, un hombre que se masturba compulsivamente intenta encontrar una mujer con la que tener sexo. Pero ni la masturbación es una práctica extraña ni es un momento ajeno a la rutina de un adulto de la edad de Bruno Clément. 

Veamos: una vez más, el capítulo se llama “Momentos extraños”, y aparentemente no tiene nada de extraño y sucede en un lugar que se dice preparado para ese acontecimiento que son las relaciones entre las personas, y sobre todo, las relaciones donde funcionan el sexo y el deseo. El lugar se llama Espacio de lo Posible, y es una especie de camping para parejas y solteros donde Clément decide vacacionar porque auspicia buenas posibilidades. De a poco, por la mirada que se despliega sobre el espacio—una mirada que ironiza desde adentro y piensa en términos sociológicos desde afuera—, la extrañeza empieza a cargar las tintas contra esa geografía que, en la narración, no es un añadido sino otro protagonista. 

La extrañeza que genera el Espacio de lo Posible no es otra que la de cualquier espacio que se brinde como sede de la experiencia amorosa. Las frases que Clément encuentra en los carteles a modo de recordatorio para la convivencia (“Respeto mutuo”, “La libertad de los demás extiende la mía hasta el infinito”, etc.) son, cuando menos, regulaciones de una experiencia que de antemano es sin razón, y en el peor de los casos, un llamado de atención: antes que libertades, lo que vive Clément son restricciones de todo tipo.

Pero volvamos a “Momentos extraños”. Durante buena parte, nos cuenta la expedición de este profesor de literatura en el Espacio de lo Posible para colmar sus anhelos de placer. Pero el sexo no es fácil para nadie y tampoco es fácil para Bruno, que antes de llegar ya encuentra dificultades: pierde el control del auto, da un trompo, por poco se mata contra un Jaguar que viaja en sentido contrario. Pero ya en el lugar, se consagra a un onanismo furtivo mientras asiste a talleres espirituales. Esencialmente, Bruno es un hombre que especula mucho, sueña despierto, se masturba mirando revistas pornográficas y espera que algo o alguien lo saque de ese estado angustiante. Y ese algo llega.

A esta altura, convendría decir que en relación al concepto de lo extraño —que juega un rol central en la literatura de H. P. Lovecraft, a quien Houellebecq leyó atentamente— está el dato neutro que es la realidad y el momento en que algo de su simbolización empieza a desmoronarse (como en aquel relato de Lovecraft, “Hechos tocantes al difunto Sir Arthur Jermyn y su familia”, donde la realidad se revela como algo completamente diferente a lo que parecía ser). Y eso es, justamente, lo que suscita el Espacio de lo Posible, que se anuncia como un lugar donde se trata, “según las palabras de uno de sus fundadores, de ‘mojar bien’”, aunque lo que se ilumine es que la experiencia que propicia no es otra que la del mercado. Podríamos imaginar por un momento a Clément usando Tinder, una aplicación donde conocer al otro se confunde con consumirlo, y pensar si esa confusión no implica, también, cierta extrañeza. Desde luego, no es lo mismo una conversación que un chat (ni un desnudo que un nude), y mucho menos mandar un nude con el propósito de hacer de la sensualidad un rendimiento. Aunque hasta cierto punto, ¿no se toman por iguales?

De modo que al Espacio de lo Posible en Las partículas elementales van algunas personas para tener sexo, y algunas de ellas lo consiguen. Sin embargo, ¿es el Espacio de lo Posible un lugar donde catapultar deseos entre personas o donde, más bien, se reproduce la existencia mercantil de la sexualidad? Houellebecq es claro al respecto: “Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuese un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado”. 

No es que el Espacio de lo Posible impida algún tipo de experiencia erótica, pero tampoco sería cierto decir que la promueve. En todo caso, promueve el sexo en su existencia mercantil. Al fin y al cabo, vemos a Bruno regularse por los términos de la demanda y de la oferta para calcular, en una serie bien planificada de acciones, de qué modo podría aumentar sus chances de acostarse con una mujer. Por eso, piensa cautelosamente dónde va a instalar su carpa (“Era consciente de que la elección del sitio podía resultar un elemento decisivo para el éxito de su estancia”), intenta charlar sin que las condiciones estén dadas (“Hablar con mujeres borrachas es como mear en una taza llena de colillas o como cagar en una taza llena de compresas; las cosas no entran y empiezan a apestar”) y vuelve a la carga una vez más (“En la papelera había latas de cerveza, pero también algunos preservativos. Buena señal, se dijo Bruno. Parece que aquí las cosas salen bien”). En fin, se entrega con algo de tedio y no poca resignación al “vampirismo de la búsqueda sexual en su aspecto fáustico”, para corroborar que, como en cualquier otro mercado, el éxito está necesariamente limitado (“¿Qué había cambiado en realidad desde su propia adolescencia? Tenía los mismos deseos, y era consciente de que lo más probable era que no pudiera satisfacerlos”). 

Ahora bien, estas reflexiones del universo houellebecquiano rebotan directamente sobre algunos modos contemporáneos de imaginar el deseo y la sexualidad. En lo inmediato, podríamos pensar en el más granado de los dating sites (Bumble, un sedicente lugar de encuentros o, si le creemos a su bajada, “el mejor”). Y no es casualidad encontrar en Bumble —sucesor de Tinder valuado en mil millones de dólares— la misma lógica mercantil que tenía el Espacio de lo Posible. De vuelta, una jerarquía basada en cierta idea de la belleza de los cuerpos es la que establece la oferta y la demanda, y la que decide quiénes son los que van a tener sexo y quiénes, por el contrario, serán los relegados al ostracismo sexual. 

En Bumble es más barato pagar la extensión del Súper Swipe con 25 matches que con 5 y el “privilegio” a la mujer es sólo una excusa para volver redituable la aplicación (“Las mujeres primero”, dice Bumble a la hora de conversar, aunque sólo lo haga para ponerle a sus ambiciones una pátina de feminismo de mercado: en realidad, el hombre puede forzar la conversación si paga). Incluso puede encontrarse, disfrazado de gramática del ars amandi, un manual para que el sitio funcione (“¡Es tu turno!”, nos anima Bumble cuando no devolvemos una respuesta). La lista podría continuar, pero alcanza para sentar las pruebas de que lejos de ser un “lugar de encuentro”, Bumble es un dispositivo de captura de datos donde la omnipresencia de los algoritmos para medir y calcular beneficios se disfraza de representación amorosa. 

Los 75 millones de usuarios de Bumble ya han abierto también el apetito financiero de algunos actores que no están tardando en operar financieramente. Whitney Wolf Herd, la fundadora de la aplicación, aventura la hipótesis de que Bumble es la dating app que empodera a las mujeres. Suena bien, aunque quedan algunas dudas sobre si el empoderamiento tal como lo entiende Wolf Herd no pretende solucionar con algunos gestos muy superficiales lo que son problemas más profundos. Por ejemplo, su ambición de desembarcar con Bumble en India empoderaría a las mujeres permitiéndoles poner, en vez de su nombre, una inicial. En la cabeza de la flamante CEO del imperio de las citas, esto detendría el acoso virtual. Sea como fuere, la sintomatología de Wolf Herd es lo suficientemente frondosa como para traslucir lo que el mercado trata de hacer con los afectos y el modo de imaginarlos. Como sucedía en el Espacio de lo Posible, lo que ofrece Bumble está lejos de ser erotismo y sexualidad con un otro —ese núcleo existencial de todos los cuerpos—, sino que hace del otro, antes que otra cosa, una mercancía.

Que un espacio de “posiblidades” como Bumble o como el Espacio de lo Posible no habilita una experiencia erótica sino una de mercado es algo que nos recuerda la contextura argumental de La agonía del Eros, de Byung-Chul Han. Para Han, la proliferación del otro (“En Julio y Agosto había ido al Espacio un 63% de mujeres; era un porcentaje de excepción”) termina cultivando un narcisismo incompatible con la experiencia erótica. El narcisismo se vuelca, siempre, sobre lo que puede reconocer de sí mismo (y todas esas etiquetas y filtros que Bumble ofrece no son sino una manera de anular la distancia del otro) y difiere la aparición de la alteridad. “El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo”, escribe Han, y por eso en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, “no hay ninguna experiencia erótica”. 

Sobre el final de “Momentos extraños”, Bruno se enamora de Christiane y comienzan una relación que termina por liberar, al menos por un momento, al sexo de su existencia mercantil. El lector podría pensar que, al fin y al cabo, esa experiencia sublime comenzó en el Espacio de lo Posible (como también existen personas que se enamoran habiéndose conocido en Bumble). Pero es necesario recordar entonces que no es por virtud del éxito de Bumble o del Espacio de lo Posible que algo del verdadero erotismo asoma: el amor, diría Han, es algo que escapa a la lógica de la planificación. Porque surge donde sea y de manera imprevista, y porque no tiene que ver con nuestra iniciativa, es que hay personas que pueden encontrar en cualquier lugar un punto de partida para su experiencia con el amor.

Lo que no deja de implicar una extrañeza que roza la estupefacción es que un lugar como Bumble, que promueve el consumo del otro como objeto antes que como persona, se proponga como un lugar casi por excelencia para iniciar relaciones y que sea la piedra de toque para tantos a la hora de imaginar su sexualidad, sus deseos y sus formas de concebir el amor. ¿Qué dice de nosotros el hecho de que el mercado de la intensificación del sexo le esté dando respiración artificial a algo que podría tener su propia cadencia? ¿Está Bumble llamado a responder cómo pueden vincularse sexualmente un hombre y una mujer? Quizás la lectura de “Momentos extraños” no deje dudas de que el camino menos cómodo pero más interesante es el de abstenerse de prenderle las velas a un festival falofórico para que la gelidez del sexo mercantil las apague con presteza. Entonces, tal vez, bajo cierto ángulo, el mejor comentario que podamos poner al margen del gran espacio pletórico de posibilidades para el sexo y el amor sea esa verdad paulina de que, si bien no todo edifica, lo único cierto es que al final todo es posible////PACO