Es muy raro que un escritor sea aclamado tanto por la crítica como por el mercado. También, que siga publicando después de muerto. La noticia salió hace unos meses y no ha dejado de generar comentarios: la obra de Roberto Bolaño fue adquirida por la editorial Alfaguara. Ya se reeditaron Los detectives salvajes y 2666, ahora acaba de publicarse El espíritu de la ciencia-ficción. Sobre el traspaso editorial hay muy poco que pueda decirse sin comenzar a especular. Habría que verlo como un fichaje futbolístico, el jugador preferirá el equipo con la mejor propuesta. La verdadera cuestión es qué ofrece esta novela, que nunca fue publicada a pesar de que el chileno la terminó en 1984, año de Orwell. Quizás lo mejor de El espíritu de la ciencia-ficción no sea la novela en sí, sino lo que la acompaña. Es decir, el prólogo de Christopher Domínguez Michael y el apéndice con reproducciones facsimilares del manuscrito. La biografía de Bolaño es harto conocida: el poeta iconoclasta de Chile que funda el infrarrealismo en México y termina sus días como escritor de renombre en España. Lo que pocos saben, sin embargo, es que el chileno lo consiguió todo, siguiendo a Roberto Arlt, por pura prepotencia de trabajo.

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En esta novela se asoma “la sonrisa terminal de ese otro México que a veces aparecía entre los pliegues de cualquier amanecida, mitad ganas rabiosas de vivir, mitad piedra de sacrificios”.

Cuando llega a Cataluña, Bolaño se convierte en una máquina de escritura. Escribe mucho y publica poco. A esos años pertenecen Amberes, Monsieur Pain, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (coescrita con A. G. Porta) y El espíritu de la ciencia-ficción. Domínguez Michael es claro, ésta es una buena novela de juventud. No se la puede leer fuera de contexto y, como todo primer libro, es un rito de iniciación que puede ser útil para estudiar el conjunto de la obra. Los protagonistas son Jan Schrella y Remo Morán, dos jóvenes chilenos que viven en el DF (antes de mutar en CDMX) y quieren ser escritores. Es una novela de formación literaria y amorosa, probablemente el punto de partida de Los detectives salvajes. Se intercalan tres historias: la narración de Remo; las cartas que escribe Jan a autores de ciencia ficción; y un diálogo entre una periodista y un escritor chileno que ha ganado un premio importante —quizás el mismo Schrella. Como afirma Domínguez Michael, Bolaño es el bardo mayor de la Ciudad de México. Ni siquiera Carlos Fuentes puede disputarle ese título. En esta novela se asoma “la sonrisa terminal de ese otro México que a veces aparecía entre los pliegues de cualquier amanecida, mitad ganas rabiosas de vivir, mitad piedra de sacrificios”. Mientras Jan pasa encerrado en una azotea con vista a Insurgentes, Remo peina el DF en busca de revistas literarias, como un policía que lee entre líneas algo que puede ser una revolución o una catástrofe. La ciencia ficción no es el género del libro sino una insinuación, un estado moral y una posible consecuencia desastrosa del siglo XX, como en Philip K. Dick y en Ursula K. Le Guin. Los personajes leen, escriben, se enamoran y tienen sexo. En el epílogo, una magistral cartografía de los baños turcos del DF, Remo y su novia Laura peregrinan por las zonas ocultas de la vida civil y del deseo. Tal vez se trate de una novela algo afectada y predecible, pero hay chispazos que la sostienen y muestran el genio del chileno. Dice Remo: “Qué triste, pensé en un relámpago de lucidez o de miedo, algún día yo contaré historias acerca de poetas-lúmpenes y mis contertulios se preguntarán quiénes fueron eso infelices”///////PACO