Cine


Barbieworld y el fatalismo neoliberal progresista

Vi Barbie hace poco. Una película que se hace algunas buenas preguntas acerca del status del feminismo y del progresismo en 2024, y las responde todas mal. No vi nada escrito en esta clave sobre la película. O, miento, vi algunas cosas, todas festivas y gacetilleras. Pero especialmente no pude leer la perspectiva de una mujer, que es lo que me hubiese gustado. Así que yo, que soy un varón, cis, blanco, católico, stalinista, etc, todas las características de la ignominia -aunque podría sumar muchísimas más- voy a hacerlo, esperando una respuesta meditada y destructiva por parte de alguna librepensadora con prosa menos torturada.

Barbie (2023) empieza presentándonos Barbieworld, la tierra donde habitan las Barbies. Se trata de una zona separada del mundo real por una serie de accidentes geográficos (un desierto, un bosque, montañas, un mar) de la que pocos o nadie sabe que existe pero que tiene efectos poderosos en el mundo, llamémosle, “real” (en realidad, Barbieworld también es el “mundo real”, de hecho es el mundo Real, pero ya volveremos sobre este punto). Ahora, ¿qué es exactamente Barbieworld? El film lo presenta sin muchas vueltas como la gran pesadilla progresista neoliberal. La sociedad apenas parodiada que resultaría del triunfo final de las elites globales y su ideología happy puppet. Un mundo donde las mujeres y las diversidades han alcanzado el poder y establecido el orden que les era posible establecer: una sociedad estancada política y tecnológicamente, producto de una fantasía delirante que día tras día se repite a sí misma y es incapaz de romper el ciclo. Lo que Dante Alighieri describió como el Infierno, lo que Slavoj Žižek, en cambio, describiría como pure ideology realizada o, en términos de Roland Barthes, el mundo que ha logrado eliminar totalmente el punctum y es puro studium (“la aplicación a una cosa, el gusto por alguien, una suerte de dedicación general, ciertamente afanosa, pero sin agudeza especial”). En síntesis, Barbieworld es un mundo equivalente al que emerge de scrollear el smartphone por las publicaciones de los influencers de Instagram: una superficie pulida y suave al tacto, sin fricción, hiperestetizada, que representa la positividad del mundo.

Mundo neoliberal realizado. Barbie se aburre en su nihilismo, Ken anhela una masculinidad sin pene y todos en Barbieworld viven como si la realidad fuera el programa cumplido de cualquier ONG apoyada por la CIA y el MI-5.

Desde ya, todos los roles importantes son desempeñados por mujeres o por variantes de mujeres “diversas” (discapacitadas, body positive o “de color”), incluyendo el máximo rol de presidente que le toca, en el espíritu obamista por default que ronda la película, a una mujer negra. Sin embargo, ningún rol conlleva ninguna real responsabilidad, todos son un acting, una puesta en escena o una falsificación. La Barbie escritora hace como que escribe un libro y recibe el Premio Nobel de Literatura, pero nadie más que ella escribe en la isla, por lo que recibir el premio no implica mérito alguno; la Barbie médica hace como que saca radiografías, las lee y diagnostica, aunque en realidad la máquina de rayos X no funciona, las radiografías son pedazos de plástico y los diagnósticos son consejos genéricos y positivos como “ya estás curado”; la Barbie abogada hace como que lleva y resuelve casos, aunque en Barbieworld no hay jurisprudencia ni conflictos legales. Y así sucede con todo. El paraíso progresista del triunfo femenino, como se nos presenta, es el mundo sin dialéctica, que replica en espejo el mundo de las redes sociales que, pudiendo promover verdadera comunicación, prefiere ofrecen burdas imitaciones de participación democrática, oposición, rebelión y arte. De hecho, esto es bien literal. Barbieworld es un mundo donde se niega el diálogo y el disenso, aun presentado de formas inocentes. Cuando Barbie (Margot Robbie) sugiere que está pensando en el suicidio, la sanción social es tan fuerte que tiene que fingir que en realidad estaba diciendo cualquier otra cosa para volver a la rutina del musical nocturno y reestablecer rápido el orden.

Esta es una de las cosas que hace muy bien la película durante la primera mitad, porque ofrece una reflexión irónica y bien hecha sobre esa fantasía posible de hegemonía política y cultural progresista total. De hecho, lo que el espectador posiblemente piense durante las primeras escenas es que el mundo de Barbie es maravilloso y “mágico”, pero incluso antes que la “fantasía” comience a fallar ya empezará a estar convencido de que, en realidad, es una pesadilla fascista insoportable. Hay otra cosa que el mundo de la dominación femenina de Barbieworld anula y que es fundamental para la justificación política del régimen: la libido. En esta sociedad congelada no existe el sexo, lo cual convierte todo en una especie de prolongación de la distopía autoritaria de El demoledor (1993), pero llevando la fantasía eugenésica un paso más allá, es decir, reemplazando la realidad virtual por la castración. Todas las noches son “noches de chicas”, pero no porque la sexualidad masculina haya sido reemplazada por el goce femenino/lésbico, sino porque el deseo ha sido expulsado del mundo. Esto es lo que desata la angustia del main Ken (Ryan Gosling), cuyo conflicto inicial es querer cogerse a Barbie, aunque en su completa desmasculinización (que implica, además, su marginación de los espacios de decisión) no sabe bien cómo ni por qué. De cualquier manera, tampoco podría hacerlo porque no tiene un pene, una proyección apenas caricaturizada de la sociedad demandada por algunas áreas intensas del movimiento feminista liberal. Esto lo sume en una constante, banal e inútil confrontación con los otros Ken por realizar una esencia siempre en potencia y, en definitiva, imposible -demostrar quién es “más Ken”- y es, en definitiva, la condición de su dominación.

Pero entonces algo sucede en el mundo “real”. La fantasía empieza a romperse en Barbieworld y Barbie debe emprender el viaje a Los Angeles a repararla. Por supuesto, lo que descubrirá es que el viejo orden es ya irreparable. La ruptura que pone en movimiento la trama aparece porque Gloria (America Ferrera, actriz de origen hondureño, afiliada al Partido Demócrata) proyecta hacia el mundo de Barbie la depresión que le provoca una hija (Sasha, Ariana Greenblatt) que la aleja emocionalmente en su devenir bitch empoderada posirónica feminista, insensibilizada a cualquier sentimiento humano por horas de scrolleo de leftist Twitter. En ese juego de espejos la película va a construir dos modelos de feminidad, uno válido y otro inválido, reforzando roles de género milenarios. Sasha, angry centennial probablemente en los stages iniciales de un camino de politización populista que la llevará a convertirse en militante de Bernie Sanders o Donald Trump, es presentada como una insoportable, sobregirada y cruel, incapaz de reconocer la complejidad de la realidad que la rodea. De hecho, su primera reacción al encontrarse con Barbie es rechazarla por “reforzar estereotipos de belleza inalcanzables y todo lo que está mal con nuestra cultura” y un largo etcétera de un discurso estereotipado que busca deliberadamente que el espectador gire los ojos en blanco, una ruta espectacular que me hubiese gustado que el film explorara más. Gloria, por otro lado, se constituye como la feminidad “válida”: hipertalentosa pero oprimida en su creatividad por un mundo corporativo masculino que la mantiene al margen, madre amorosa y conectada con sus sentimientos, alguien que reconoce las injusticias del patriarcado pero es a la vez demasiado consciente de las responsabilidades del mundo adulto como para ponerse en tetas y prender fuego un McDonald´s.

Histeria colectiva. El feminismo de «Barbie» es una cáscara superficial debajo de la cual las mujeres descubren que todas las metas cumplidas sobre las cenizas del viejo mundo patriarcal solo esconden frustración, tristeza y abulia sexual.

Luego está el arco narrativo de Ken. Ken se cuela en el auto de Barbie y la acompaña en su viaje de iniciación, lo que resulta en la destrucción de sus categorías mentales para siempre y le ofrece la aparente resolución a su conflicto al descubrir el patriarcado, es decir, la proyección inversa a la fantasía deslibidinizada de Barbieworld que lo hace sufrir -o lo que él cree que es la proyección inversa de esa sociedad. Ken observa un mundo en el que los hombres son respetados y participan activamente en el mercado sexual, dirigen el mundo corporativo y asesinan a sus opositores políticos, lo cual excita su imaginación misógina y revanchista. Pero hasta ahí alcanza la frontera de su percepción. Los límites que impone su origen, digamos, material (un muñeco manufacturado por la corporación Mattel para percibir el mundo únicamente bajo las categorías masculino/femenino porque ese es el business) le impiden entender la raíz profunda de la dominación masculina y su razón histórica, la cual cifra únicamente en el género. O, dicho de otra manera, Ken observa al sujeto económico-sexual (“el sujeto por excelencia de la modernidad”, según Eva Illouz) y solo puede ver a un “hombre”, con lo cual el régimen que traslada a su ciudad, cuando regresa, se funda en el forzamiento de roles “contrahegemónicos” identitarios y nada más. Esto resulta en un ordenamiento frágil e hiperindividualista, cuyo único objetivo es sobrecompensar una desmasculinización que, de todas formas, no puede ser compensada (la única forma de compensarla sería que a Ken le crezca una pija, lo que abriría toda otra serie de problemas de identidad irresolubles) y que por eso no logra constituirse en verdadero orden social. Esto, que podría leerse también como una crítica apenas disimulada al feminismo liberal y su giro hacia las “identity politics”, termina deshilachándose un poco con la manera en que la película elige resolver el stand-off entre este Ken “liberado” y una Barbie “desencantada” que descubre -después de conectarse brevemente con sus estereotipadas emociones femeninas y decirle a una vieja random en una parada de colectivo que es hermosa- que su ejemplo de virtud y belleza no ha liberado a nadie.

Esta operación encubre una verdad fundamental que la película no puede revelar: Barbie no ha liberado a nadie, pero no por la persistencia del patriarcado (que, como se sugiere a modo de gag, ha sabido adaptarse para seguir oprimiendo a las mujeres), sino porque la liberación en la era del capitalismo neoliberal, globalizante y “desorganizado” no existe sino como una categoría de la teoría del marketing para vender… más Barbies. O Nikes. O Macs. O Cybertrucks. O el perpetuo proceso de auto-optimización del self que venden los influencers que te incitan a dejar tu trabajo de esclavo por una excitante vida de nómade digital o trader de criptomonedas en la jungla salvadoreña o, próximamente, en Buenos Aires. Como afirma Ole Nymoen: “Lo que el eterno discurso en torno a la individualidad, la creatividad y la autenticidad revela a través de su vehemencia e indiferenciación es, en realidad, la presión del grupo, la imitación y la adaptación del yo a la artificialidad de los algoritmos”.

Hasta este momento, sin embargo, la película mantiene cierto potencial. Pero entonces llega el speech de Gloria ante una Barbie deprimida que observa pasiva cómo Ken ha conquistado su reino y reprogramado a todas las otras Barbies. Una caracterización estúpida y victimizante que ya hemos escuchado mil veces sobre lo difícil que es ser mujer debido a las contradictorias demandas que impone una sociedad que les pide todo y que no puede ser conformada (“you have to be thin but not too thin, you have to say you want to be healthy. You have to have money, but you can’t ask for money. You have to be a boss, but you can’t be mean. You have to lead, but you can’t squash other people’s ideas. You are supposed to love being a mother, but don’t talk about your kids all the dam time. You have to be a career woman, but also always be looking out for other people”, etc etc).

Falsa alternativa. «Barbie» dice que todo está mal, pero que gracias al neoliberalismo deberíamos agradecer que no estamos peor.

En general, no compro este tipo de discursos porque olvidan u ocultan deliberadamente que todas esas contradicciones neuróticas no tienen su origen en el patriarcado -que en todo caso estuvo históricamente conforme asignándoles a las mujeres el rol de trad-wife y ya-, sino por el propio feminismo, que en su lucha contra el Estado de Bienestar contribuyó a destruir tres pilares centrales de la sociedad de posguerra tributando a la construcción del consenso neoliberal: el rol tradicional del hombre como cabeza de hogar -condición aparentemente necesaria para su incorporación al mercado de trabajo-, la perspectiva clasista y las categorías tradicionales de la economía política para su reemplazo por las “políticas de identidad” y la politización del “yo”, y el so-called “paternalismo” del Estado, que convergió con la adopción cínica de las ONGs como reemplazo “desde abajo”. Nancy Fraser dice: “Ahora podemos ver que el movimiento por la liberación de la mujer apuntaba simultáneamente a dos futuros posibles diferentes. En un primer escenario, prefiguraba un mundo en el que la emancipación de género iba de la mano de la democracia participativa y la solidaridad social. En un segundo escenario, prometía una nueva forma de liberalismo, capaz de conceder tanto a las mujeres como a los hombres los bienes de la autonomía individual, el aumento de las opciones y el avance meritocrático. El feminismo de la segunda ola fue en este sentido ambivalente. Compatible con cualquiera de las dos visiones, era susceptible de dos elaboraciones históricas diferentes. Pero a mi modo de ver, la ambivalencia del feminismo se ha resuelto en los últimos años a favor del segundo escenario, el liberal-individualista, pero no porque fuéramos víctimas pasivas de las seducciones neoliberales. Por el contrario, nosotras mismas aportamos ideas importantes a este desarrollo.” (“How feminism became capitalism’s handmaiden -and how to reclaim it”).

En fin, con este discurso que aparentando develar la matriz de la dominación patriarcal en realidad oculta las contribuciones de los movimientos contraculturales a la consolidación del new spirit del capitalismo post-1960, y con cierta ayuda del poder corporativo de Mattel, que llega justo a tiempo para galvanizar la contrarrevolución, Gloria “desprograma” a las Barbies encantadas por la narrativa gymbro de Ken y restablece el orden. En realidad, las reprograma para que vuelvan a ser neoliberal-compliant, devolviendo Barbieworld a su status quo de hiperestetización y mercantilización histérica previa a la revuelta. Por sus esfuerzos, Ken recibe un tapado de piel, algunas herramientas que le permitirán cierta individualidad normativizada, una amnistía y un primer llamado a la Duma estatal -es decir, algunos puestos menores en órganos irrelevantes de poder destinados a tranquilizarlo-, cosas siempre insuficientes para resolver el conflicto de fondo. Y esto es lo que hace suponer que, en algunos años, debiéramos ver una revolución sangrienta en Barbieworld, excepto que Mattel intervenga con una represión todavía más violenta. En el balance, la enseñanza que Barbie ofrece al espectador después de este pequeño flujo y reflujo político es que no hay escape al orden neoliberal, y en todo caso, el pequeño margen de decisión que tenemos como ciudadanos sometidos es ver cuál régimen de terror es apenas menos estúpido y decadente, si el de Ken o el de Barbie. Acaso una pequeña reflexión que se permite Greta Gerwig, la directora, sobre la coyuntura política argentina.

Un final alternativo. En la vida tal cual es, una Barbie concientizada propugnaría la libertad económica a través del crypto desindustrializador, la soberanía sobre su cuerpo a través de la venta de dietas macrobióticas en Instagram y líderes políticos «desideologizados» como Mauricio Macri.

Sin embargo, la película no termina ahí. En la última escena, Barbie tiene un diálogo lacrimógeno y decide, como Pinocho, transformarse en un “real boy” -o girl, en este caso. Así, el film parece ofrecerle una salida a la pesadilla neoliberal progresista de Barbieworld: incorporarse al mundo real como mujer con vagina y liberada del deber de representar la decadencia del consumismo sexualizado para miles de niñas. Pero el espectador, que ha logrado en este punto perforar la mirada desesperanzada y “realismo-capitalista” que propone la directora, sabe que acá se nos planta aún una nueva trampa: el presunto escape es, otra vez, una falsificación porque la verdadera pesadilla neoliberal progresista, oculta entre las líneas del guion durante las dos horas, es Los Angeles y no Barbieworld. ¿Y qué es Los Angeles sino una megalópolis decadente donde el fentanilo arrasa al subproletariado racializado y sin hogar al mismo tiempo que promueve la selección genética, el vacío cultural y la hipercustomización del self entre sus oligarquías? Como burla final, Barbie se convierte al fin en Margot Robbie, es decir, que pasó de ser una muñeca que movió el aspiracional adulto de las niñas de la maternidad al consumo a ser efectivamente una actriz hermosa de Hollywood que representa el capitalismo hipersexualizado.

Un final alternativo posible para Barbie, si se me permite, y que podría extirpar el fatalismo neoliberal, sería el siguiente: Barbie retorna a Barbieworld para encontrarlo convertido en Kendom, pero en lugar de deprimirse decide recuperar su agencia como androide sintiente -este será su primer paso hacia la humanización-, tomar las armas y escapar hacia los montes que rodean la ciudad. Desde ahí emprende una guerra terrorista y reprograma poco a poco a las Barbies con propaganda de la guerrilla centroamericana, del IRA o videos de luchadoras soviéticas en el Frente Oriental (la manera de acceder a este material puede resolverse, desde el punto de vista del guion, con una breve escena en el High School de Sasha en el que un club de lectura de lesbianas antifas estudia estrategias de boicot a lo Merry Levov). Después de un tiempo, logra desprogramar a las Barbies, toma el control de Barbieworld, encarcela a los Kens y reestablece el régimen original, pero con un giro comunista -o, mejor dicho, lo que Žižek caracteriza como un “capitalismo autoritario con valores asiáticos”. Una vez asegurado el control de su provincia con puño de hierro, Barbie vuelve al mundo real y toma el control de Mattel como CEO, desde donde lanza una serie de muñecas neurodivergentes, body positive y guerrilleras que fracasan en el mercado rotundamente. La compañía quiebra y Barbie comprende que la dominación neoliberal es más compleja que solo forzar disidencias a través de la comercialización de productos estetizados que no han sido probados en focus groups por el equipo de Consumer Insights. Acá debe haber un momento de humildad y crecimiento personal e intelectual, donde Barbie comprende los sutiles hilos que impulsan el deseo humano y abandona el feminismo para siempre por conservador. Pero resta entonces un último acto: se reinventa como influencer fitness en TikTok y es reclutada por la CIA para desestabilizar países del Tercer Mundo promoviendo la independencia financiera y publicitando esquemas Ponzi entre las capas lumpenizadas de la gig economy. Con esta pantalla, Barbie ofrece conferencias sobre cómo manejar grandes negocios, cuenta su experiencia en Mattel y da consejos para jóvenes entrepreneurs. Finalmente, ya anciana, vuelve a Barbieworld, que en los últimos años se convirtió en hub financiero y exportador global de servicios a bajo costo, y muere feliz de haber vivido una vida al servicio de la transformación social. The End///////////////PACO