En la base antártica Carlini todo es funcional y práctico. Las casas se pintan de naranja para su mejor visibilidad. Las puertas tiene picaportes sin cerradura que recuerdan el mecanismo de una tranquera o las manijetas de la porta de un buque. Las ventanas están selladas con burletes improvisados o cinta adhesiva. La naturaleza, una fuerza entrópica que se debe mantener controlada, presiona por entrar. No hay mucho espacio mental o material para el diseño, la prueba o la improvisación. Las habitaciones intentan ser confortables pero también hay que economizar lugar. Las camas son marineras. No hay bañeras, ni bidet. Los horarios se respetan. La vida tiene un orden preciso. Sin embargo, entre el viento y la nieve, por un lado, y la presencia humana maximizando sus recursos, por el otro, se abre un espacio donde una serie de objetos útiles o inútiles, fuera de funcionamiento o cumpliendo una función específica, se perciben diferentes. Un caño de metal herrumbrado corta el paisaje. Treinta tambores de gasoil antártico esperan para ser reciclados y enviados a Ushuaia, Puerto Belgrano o Buenos Aires.

De algunos de estos objetos no puedo más que suponer su uso. Otros directamente no los entiendo. No logro ni empezar a especular para qué sirven, si están abandonados, si son basura o si nuestra supervivencia en la base depende de ellos. Mi mirada, entonces, los estetiza. Pero, más allá de que no veo lo que ve un mecánico o un electricista antártico, hay un esencia morfológica que excede mi percepción. Cualquiera de esos objetos podría ser exhibido en un museo de arte contemporáneo sin generar exabruptos. Algunos acompañan o subrayan el paisaje, otros lo contradicen y generan texturas ajenas, porosidades reactivas a las escenografías naturales.

De cara al cerro Tres Hermanos encuentro un conjunto bien definido. No es un objeto, sino una instalación. El primer círculo está compuesto de tambores de combustible de diferentes colores, con piedras encima para que, supongo, el viento no los vuele. Luego, hay unos caños que reproducen esa misma organización, también ajustados con piedras al suelo. En el centro, custodiada por la formación, una caja eléctrica atada con cinta y precintada se eleva en una mástil. El contraste entre los rezagos y las piedras genera un efecto postnuclear. La disposición resulta ritual y primitiva, como una pequeña evocación de Stonehenge o una variación del monolito de 2001, Odisea en el espacio. La instalación contrasta con el paisaje, arbitraria, sugestiva e inexplicable.

Ese grupo escultórico de sentido difuso y sensual, artefacto que combina tradición y modernidad, no puede ser más diferente que las fotos colgadas en las paredes del comedor y la sala de estar de la casa principal. Obras menores, enmarcadas, fechadas, sin autor ni firma, esas fotos informan sobre una dotación del año anterior o retratan un accidente geográfico. Platos regalados por visitas de bases de otros países, placas que recuerdan fechas patrias, fotos de barcos y helicópteros, van enhebrando la historia del lugar.

También hay mapas y otras imágenes informativas. No hay óleos, ni pintura de caballete, ni abstracciones. Sobre una pared de la entrada se ven retratos circunstanciales de militares y civiles que pasaron por la base y murieron. El científico de barba y anteojos, el cabo primero sonriendo, vestido de mameluco. Esa pared es más emotiva y sentimental que las otras, donde las fotos son técnicas o de alegre conmemoración. No quiero subestimar esas obras ya que ahí se cuenta la historia local y ese también es un arte antártico, pero la demanda educativa las hace previsibles.

Mientras tanto, encuentro más objetos enigmáticos en toda la base. Los tambores de doscientos litros de gasoil proponen juegos simétricos y el arte de la variación. Sobre la playa, un mojón gris, de aspecto blando, como una bolsa desinflada, parece testificar el paso de una descuidada civilización alienígena. Incluso el arte sacro se vuelve árido y más complejo de asir. La austeridad de la cruz que avisa sobre la capilla Nuestra Señora del Valle imparte una fuerte lección de moral y estética.

El problema de buscar arte en cualquier objeto o conjunto de objetos es que uno lo encuentra. El ready made no es más que el señalamiento, algo guarango, de una operación continua de la mente. Sin embargo, en la Antártida, donde el kitsch involuntario está muy acotado a los espacios comunes, en esta base donde impera un funcionalismo inobjetable, que muchas veces separa la vida de la muerte, esos emergentes sin razón complejizan el paisaje diferenciándose de lo que está en uso, de la basura y de la naturaleza.

Desde los primeras especulaciones griegas, la Antártida es un continente conceptual que fue antes intuido y pensado que descubierto o habitado. Si en el norte existía el Ártico, o sea la tierra de los osos, debía existir también un Antártico, una tierra sin osos en el sur. Eso hace que mis pobres digresiones no sean del todo meras piruetas dialécticas y es una buena lección para los escépticos que desconfían de la imaginación lógica.

Hacia el oeste, las construcciones de la Base Carlini terminan en el incinerador, unos doscientos metros antes, está el taller mecánico, donde se guardan y arreglan los tractores, las motos de nieve y los cuatrimotores. Frente al taller, a unos cien metros, muy cerca del agua, interrumpiendo el paisaje, sobresale un tubo de un metro de largo y unos cincuenta centímetros de circunferencia ladeado sobre una plataforma de cemento. Cuando pregunto qué es, para qué sirve y por qué está ahí, uno de los mecánicos, cabo primero del Ejército, me responde sin más: “Quedó ahí. Ya estaba. No sé por qué. Pensamos en sacarlo pero nos gusta. Nos hace compañía.”///PACO