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Animal Man y la mentira del emprendedurismo

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Luego del éxito de Alan Moore, a finales de los ochenta las grandes editoriales de los Estados Unidos salieron en busca de nuevos nombres para expandir el incipiente mercado de la novela gráfica. En poco tiempo, por lo tanto, Neil Gaiman y Grant Morrison, a los que más tarde se sumaron Garth Ennis y Warren Ellis, pasaron a integrar una escena conocida como la “invasión británica”, fenómeno que en el ambiente del cómic, al menos, se consideró casi como la segunda venida salvadora de la beatlemanía. Casi cuatro décadas después, alcanza con scrollear los estrenos de cualquier plataforma de streaming para encontrar que el impacto de estos autores excedió ampliamente el nicho de la “historieta para adultos” hasta ocupar un lugar central en la nómina de los guionistas detrás de las series y las películas más vistas de la cultura de masas contemporánea. Entre estos autores británicos, sin embargo, Grant Morrison fue posiblemente quien estuvo más cerca de alcanzar un grado de notoriedad y consenso similares a los que había conseguido Moore con The Saga of Swamp Thing o Watchmen. Pero antes de convertirse en el director de instituciones universales como Batman, XMen, Superman o Green Lantern, Morrison dio sus primeros pasos en el mercado estadounidense escribiendo historietas de segunda línea como Animal Man, ahora reeditada en Argentina por ese extraño milagro de la economía albertista llamado OVNI Press.

Uno de los rasgos distintivos de Animal Man es que, en las manos de Morrison, el personaje Animal Man no se nos muestra en sí mismo como la “personalidad heroica” de Bernhard “Buddy” Baker, su alter ego humano, sino como una marca comercial, un signo distintivo dentro de la amplia oferta general del mercado superheroico en el que “Buddy” necesita invertir un tipo distinto de energías y creatividades que el que suelen revelar los cómics prototípicos sobre otros personajes. A partir de esta premisa, “Buddy”, que en el momento en que Morrison empieza a narrarlo es (y sabe que es) poco menos que un personaje casi olvidado de cuarta categoría en el gigantesco inventario de DC, está casado y tiene dos hijos. Pero mientras vive con relativa tranquilidad del trabajo de su mujer, Ellen, enfrenta lo que podríamos llamar una crisis de la mediana edad. A pesar de estar retirado del oficio de superhéroe para llevar una existencia más ordinaria, “Buddy”, empieza a sentirse hundido entre las miserias de la rutina doméstica, por lo que decide restituir de una vez el sentido de su vida. Y es en este punto donde Morrison parece haber previsto ya en 1988 (es decir, en pleno neoconservadurismo reaganista) lo que hoy ya sabemos que es alguien que ha de cambiar su vida: un emprendedor, un “empresario de sí mismo”, consagrado a las artes metafísicas del branding, que no es otra cosa que inventarse razones artificiales para sentirse aceptado por los demás y (en especial) por uno mismo. 

Pero si al diseñarse a sí mismo uno declara su fe en ciertos valores, programas e ideologías, ¿cuál es el sentido que orienta las carreras de Animal Man y Grant Morrison? En una primera instancia, se podría decir que lo que “Buddy” hace en las páginas de Animal Man con su “personalidad heroica” como Animal Man (reavivar el poder de adquirir las características de los animales que lo rodean, rediseñar su traje, conseguirse un representante y solicitar los avales de las distintas ligas nacionales e internacionales de superhéroes) es, en esencia, exactamente lo mismo que Morrison hace con el cómic Animal Man y la desperdigada identidad del superhéroe Animal Man (reanimar a un personaje insignificante, dotarlo de una narrativa, montarse sobre la estela representativa de su compatriota Alan Moore y buscar el aval de los guionistas de uno y otro lado del Atlántico). Sin embargo, frente a la cuestión algo remanida de la “autoconciencia” del personaje y su narrador (o mejor aún: la “autoconciencia” algo remanida del personaje ante el hecho de que, al fin y al cabo, no es más que la creación de un narrador, a la distancia, uno de los lugares más comunes de la “narrativa posmoderna” de finales del siglo pasado), es más interesante percibir el límite que se marca cuando lo que Morrison y “Buddy” nos cuentan no es su propio proceso de ascesis, guiado por “autoconciencias” con un despertar entre irónico y simpático frente a las condiciones de explotación del sistema, sino un despertar que, a veces, sólo desnuda el horror de la conciencia de una pesadilla. ¿No es ahí donde Animal Man, unos treinta años después, desnuda lo que el emprendedurismo realmente es?

Sin duda, el autor Morrison y el superhéroe Animal Man pueden jugar, cada cual a su modo, a escapar de sus ingenuas ilusiones iniciales para asentarse con otro grado de conciencia en “lo real” de sus trabajos y sus vidas. ¿Pero qué pasa con un villano como el Coyote (el “malo” de El Coyote y el Correcaminos) al descubrir que el único blanco de su existencia es un infinito errar y sufrir, o con Máscara Roja, que ya viejo y cansado de que sus planes de “supervillano” terminen frustrados aprovecha un cáncer de pulmón incurable para suicidarse saltando de un edificio? A ellos, cuya única “autoconciencia” como emprendedores es aceptar que están destinados al fracaso, ni siquiera Animal Man puede ayudarlos. ¿Y hace falta subrayar que esta delicada pregunta acerca de la cruda realidad de nuestras ilusiones de autorrealización es más inquietante ahora que en 1988? En el fondo, también sabemos gracias a Morrison que la apuesta en la que el propio “Buddy” resuelve su vida, esta entusiasta ilusión de emprendedor heroico, es absurda. Sin ir más lejos, cuando Ellen y su hija Maxine están por ser violadas y asesinadas en medio de un bosque por unos vulgares rednecks, resulta ser su vecino aburrido el que las salva a los tiros (que Animal Man, por otro lado, dibuja con una crudeza opuesta a la violencia aséptica de la Liga de la Justicia), mientras “Buddy”, caracterizado como el renacido superhéroe Animal Man, insiste en su rebranding, ajeno a los eventos que amenazan la continuidad de su existencia como hombre.

Desde ya, esta escena, junto a muchas otras en Animal Man, tiene una marca indeleble de su época. Pero en este caso no se trata de los colores chillones, los peinados ochentososo o las anticuadas referencias metaficcionales del posmodernismo pop; lo que denota que Animal Man no es un cómic escrito en el siglo XXI es, ante todo, la ausencia del fan service, ese rejunte actual de elementos superfluos cuya única función es divertir o atraer al público mediante el acto demagógico de darle exactamente lo que quiere. En tal caso, podríamos decir que ahí donde algunos comentaristas señalan que nuestra época pandémica se caracteriza por la “pulsión de muerte”, visible cada vez que la ciudadanía insiste en arriesgarse a contagiarse (o contagiar), en realidad no hay otra cosa que un puro principio de placer. Se trata, a fin de cuentas, de un paso previo, menos sofisticado al de la siempre misteriosa pulsión de muerte. De igual manera, contra todas las expresiones de la realidad, el lector de historietas actual no querría ver la contracara absurda, vulnerable y azarosa de un superhéroe cuya familia es salvada del ominoso desastre a sus espaldas por un pistolero cualquiera, sino que preferiría ver a los mismos personajes de siempre ensayar pequeñas variaciones sobre el mismo acto heroico de siempre. Si esto no fuera así, ¿cómo explicar el éxito de las excesivas cuatro horas en el “Snyder Cut” de La Liga de la Justicia? En contraste, Morrison supo aceptar y gestionar la escasez para trabajar con Animal Man como lo que era: una historia sin lectores y un superhéroe sin fans.

El fan service clásico, por otro lado, siempre fue eminentemente erótico, es decir, basado en desenvolver a veces sin demasiada justificación los rasgos sexuales de ciertos personajes. Pero cuando sexualizar se convierte en algo mal visto aún si se trata de tinta y papel, ¿en qué se transforma la operación? En última instancia, lo que sostiene el éxito de un Capitán América afrodescendiente o un Loki gender fluid, como muestran las últimas series de Marvel, no deja de ser una historia bien contada. Y es ahí donde Morrison se mantiene vigente. Al igual que Moore, si Morrison se adelantó a su tiempo fue porque entendió que los personajes clásicos estaban agotados, en primer lugar, porque sus historias predefinidas dejaban poco lugar para decir algo. Por eso su método narrativo es indiciario y sus historias se cuentan desde márgenes en cuyos detalles encontramos, a veces, un valor eminentemente anticipatorio. ¿O acaso “El zoológico humano”, donde Animal Man narra la corrupción de un laboratorio farmacéutico que deja escapar a una rata mutante que aterroriza a una ciudad, no resuena con particular eco en nuestros tiempos de ansiedad infectológica y guerra de patentes? En 1988, en plena epidemia del SIDA, las resonancias paranoicas de la experimentación en animales no eran tan distintas a las que tienen ahora. ¿Será por eso por lo que entre aquella epidemia y la nuestra, y concluido el pasaje entre una presunta posmodernidad y una fehaciente ultramodernidad, la figura de Morrison, con su particular sensibilidad para mostrar el desamparo y la escasez de tiempo de nuestras psiquis, ocupa un lugar central en el mundo de la historieta?////PACO

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