A los sesenta y seis años y desde su ostracismo voluntario en Northhampton, en el núcleo de las East Midlands de Inglaterra, el fantasma de Alan Moore recorre una vez más la imaginación occidental. ¿Es por la renovada expectativa del fin absoluto de la civilización bajo la forma de una Tercera Guerra Mundial, como “el más grande escritor de cómics” escribió hace más de treinta años en Watchmen? ¿Es por la angustia ecológica de todas esas conciencias que ahora sí creen que la catástrofe natural es inminente, como Moore escribió hace otras tres décadas atrás en Swamp Thing? ¿O es porque todas estas fantasías masoquistas, como en V for Vendetta, giran sobre el ocaso de las socialdemocracias y la resurrección de las ultraderechas, como en el presente más inmediato? El propio Moore dice ser un mago, un hacedor de universos formulados a través de conjuros fraccionados en historias, palabras e ideas. Pero un mago no es un adivino y un adivino tampoco es un salvador.

Mientras tanto, Alan Moore arrastra una segunda existencia paralela, una sombra que él desprecia desde hace años porque lo ancla en una realidad distinta, en la que los únicos signos con valor son los números de la oferta y la demanda. Moore es, también, una marca en el mercado. Y la “marca Moore” nunca estuvo mejor. Solamente en Argentina, su obra más canónica tuvo el tipo de resurrección editorial que a veces solo llega con la muerte. El mismo año en que se registró la peor caída de ventas de libros y material impreso en décadas, el éxito secreto de OVNI Press hizo que Watchmen reapareciera en las librerías y en las pocas comiquerías que siguen en pie, y entre el revival de la “cultura comiquera” arrastrado por el éxito sostenido de las películas de Marvel y el estreno en HBO de una nueva serie basada en Watchmen, esta reaparición marcó el punto de desembarco para una reedición local de Swamp Thing y de varias otras historias relacionadas con su legado. Escrita por Geoff Johns, Doomsday Clock, la continuación en versión cómic de Watchmen, es la clase de producto que sin la previa resurrección comercial de la “marca Moore”, habría sido imposible imaginar en Argentina, al igual que el flujo cada vez más constante de ediciones importadas desde España y México que, de manera casi milagrosa, expanden los tentáculos de su presencia a pesar de la recesión y el precio del dólar. Aun así, hasta qué punto el éxito de la “marca Moore” significa su transformación definitiva en el último héroe trágico de la industria cultural es una pregunta abierta.

El trabajo y el conflicto

Desde sus inicios como escritor underground a finales de los años setenta hasta su pico de popularidad en los ochenta, la carrera de Moore siempre estuvo marcada por el mismo conflicto. En los cuarenta años que lleva en el medio gráfico, la desconfianza hacia sus jefes y editores convivió a cada paso con la disposición a colaborar con toda clase de dibujantes en todo tipo de cómics. A la certeza de que los dueños de los medios que lo publicaban iban a sacarle lo que era suyo, Moore le oponía su prepotencia de trabajo, el ethos disciplinado del hijo de dos operarios de fábrica gracias al cual publicó incansablemente tanto en espacios independientes como mainstream. Sin dudas, una de las decisiones más resonantes de Moore, sobre todo en un momento en el que la industria se aboca a adaptar cada vez más historietas, fue ceder los derechos comerciales sobre las adaptaciones de sus trabajos al cine y la televisión.

Pero si Moore reniega de la industria del cómic, a la que califica como “una sarta de gángsters”, sus opiniones sobre los dueños de Hollywood no son mucho mejores. Eso es lo que explica que en películas como V de Vendetta, Watchmen o La Liga de Caballeros Extraordinarios la ausencia de su nombre en los créditos finales pueda leerse como el máximo gesto de desprecio hacia quienes “no tienen una idea original desde hace dos o tres décadas”, y cuyos únicas brújulas intelectuales son las regalías y el personal branding. En esa solitaria marcha quijotesca reside el carácter trágico del idealismo de Alan Moore, que en la era de la primacía de la imagen y ante un panorama en el cual el cómic como producto cultural masivo carece de cualquier potencial subversivo, anunció el año pasado que se retiraba. Quizá la publicación en 2016 de su segunda novela, Jerusalem, cuyas 1200 páginas fueron traducidas y editadas al español el año pasado por la mítica editorial Minotauro, tenga algo que ver con esta decisión. 

Como síntoma de la reclusión ante un mundo minado por la misma cantidad de decepciones comerciales que de reconocimientos artísticos, Jerusalem es, entre otras cosas, la traducción literaria de Northampton como centro absoluto del universo simbólico de Moore (“Hitler planeaba tomar Northampton para controlar toda Inglaterra, así que pueden creerle a él en vez de a mí cuando digo que Northampton es importante”), y aunque a primera vista publicar una novela como esta parezca un cambio de rumbo caprichoso por parte de un artista harto, en realidad la jugada tiene sentido. Al desplazarse desde el territorio conocido de los cómics, donde su maestría y prestigio como guionista siguen casi indisputados, y avanzar sobre las arenas movedizas del novelista serioserio y británico, habría que subrayar, para recordar los cientos de años de tradición que la literatura inglesa, a diferencia de los cómics, sí arrastra consigo—, lo que Moore pone de manifiesto es coherente con el resto de su proyecto. ¿O acaso puede existir una cultura sin el impulso dialéctico y sin la crítica de su correspondiente contracultura? Entre la megalomanía, la paranoia, la frustración y el genio, ¿Alan Moore decidió transformarse entonces en su propia contracultura?

La pregunta, en consecuencia, es dónde está el verdadero Moore. ¿Está en esa continuación de Watchmen que crea, publicita y transmite en todo el planeta HBO, y que sin la imaginación original de Moore habría sido imposible? ¿Está en cambio en sus cómics más célebres, a los que, dice Moore, “algún departamento de marketing bautizó novelas gráficas”? ¿O está en esa pesada literatura cosmogónica sobre la que apenas se sabe algo en las librerías? Alan Moore podría ser, al menos, una de esas tres cosas. Pero, ¿y si acaso ya no fuera ninguna? Para alguien que cree en los principios alquímicos milenarios de la disolución y la síntesis, esta última posibilidad es la más inquietante. En tal caso, colocado en el gran salón de espejos del tiempo, Watchmen pudo haber nacido como una discusión típicamente posmoderna sobre por qué los superhéroes necesitaban usar máscaras para salvar al mundo, a veces, hasta de sus propias fantasías de justicia. Pero hoy lo que flota en el aire y el espectro de Moore insiste en dejar en el centro de nuestro paisaje mental es la ansiedad colectiva alrededor de cualquier tipo de catástrofe. No importa cuál: se trate de una guerra atómica definitiva entre los Estados Unidos e Irán o una epidemia global y espontánea de coronavirus, la excitación ante la posibilidad de poder descansar en paz ante el frenesí cotidiano del neoliberalismo se respira casi con la misma consistencia de las angustias mal reprimidas.

Reviviendo un paisaje mental

La supervivencia cultural de Watchmen se explica no solo por su notable calidad narrativa, sino por su lograda representación vanguardista de la “hipernormalización” de la realidad; es decir, por la capacidad de Moore para mostrar que el caos, las mentiras y las paradojas del sentido de nuestra aparente normalidad, como definió a la “hipernormalización” el antropólogo ruso Alexei Yurchak, es posible solo porque las estructuras de nuestra percepción son manipuladas cuidadosamente y sin pausa por el poder. Al fin y al cabo, nos recuerdan Watchmen y Moore al sumergirnos en una realidad donde el fin de la experiencia humana es casi tan temido como deseado y Robert Redford es el presidente de los Estados Unidos —detalle que con Donald Trump en la Casa Blanca hoy resulta más verosímil que en 1986—, si vamos al diccionario, apocalipsis también significa revelación. Pero, ¿qué es lo que ansiamos como revelación entre las señales del desastre?

Si alguien como Sir William Gull, el médico asesino de From Hell, pudiera caminar hoy por las calles de Whitechapel, su respuesta involucraría alguna forma de redención. No solo la ciudad de Londres, nos cuenta la versión de Moore de Jack el Destripador, el asesino cuyos crímenes “inauguraron el siglo XX”, fue trazada sobre un mapa subterráneo de mitos paganos y símbolos masónicos ocultos. En realidad, toda cultura, todo espacio y toda imaginación nace a partir de las normas de un culto y de los ritos de algún tipo de chamán dispuesto a organizar una visión de lo que debe ser la vida. Por lo tanto, suele decir Moore, solo se requeriría reapropiarse por las buenas o por las malas de la gramática de esos símbolos que forman nuestra existencia para cambiar las coordenadas de su percepción.

La posibilidad del paso en falso, sin embargo, siempre está latente. Y si la lección de From Hell es que para entender la sensibilidad de una época no hay que perder tiempo en el quién sino concentrarse en el por qué, también la resurrección de Swamp Thing permite leer las notas disonantes de una intranquilidad ecológica que, sin otro activismo que la declaración rabiosa de sus buenas intenciones, perturba más a personajes insólitos como Greta Thunberg que a cualquiera de las corporaciones que escupen en un día la misma cantidad de contaminación ambiental que toda la revolución industrial anterior.

¿Será la política y no el amor, entonces, lo que podría salvarnos? La duda permanece abierta, aunque si lo que se encripta en el trasfondo de todas estas historias es el derrumbe inevitable de la socialdemocracia europea, la señal más clara del fracaso ya está cifrada en la inmensa popularidad de la máscara de V for Vendetta, convertida en el emblema global del grupo Anonymous, al que no sería desacertado definir ideológicamente como la típica organización de protesta sin miedo a pronunciarse en favor de lo que es “bueno” y en contra de lo que es “malo”. Tan contemporáneo como inerte, ¿Anonymous no es parte del trágico malentendido político alrededor de Moore? ¿Acaso el “Guy Fawkes resucitado” de V for Vendetta se hubiera contentado con hacer tan poco ante amenazas tan grandes?

Para un anarquista apartidario que a finales de 2019 decidió “romper el silencio” y llamar a votar en favor de los laboristas en las últimas elecciones en Gran Bretaña, el desbalance entre las ideas y la realidad está claro: los peores resultados de los laboristas en años volvieron a demostrar que la nostalgia y el resentimiento llevan a eso que, en su propio idioma político, Moore llama “populismo”, en sus cómics representa como “fascismo” y en las noticias se encubre bajo temas como el “Brexit”. Según Moore, además, esta era la primera vez que votaba en cuarenta años, un detalle que refleja casi con más contundencia que todo lo demás el carácter romántico y trágico de su propio “activismo”.

Cómics en la era del streaming

El método de escritura de Alan Moore es, a priori, el mismo que el de cualquier otro autor de historietas de superhéroes. La operación, que consiste en apropiarse de los personajes creados por otros escritores para dotarlos de una voz y desplegar una idea, permite que, a ochenta años de su primer número, la lectura de un cómic de Superman siga teniendo sentido. Sin embargo, el desprecio de Moore por aquellos autores que se acercan a sus creaciones para hacerlas propias, ya sea en los cómics o en las diferentes adaptaciones al cine y la televisión, choca contra su historia personal como escritor, forjada en base a relatos de personajes tan clásicos como Jack el Destripador (From Hell), el Dr. Jeckyll (La Liga de Caballeros Extraordinarios) o Batman (The Killing Joke). ¿Cuál sería entonces la diferencia radical que, a los ojos del propio Moore, lo colocan a él y a su obra por encima de autores como Damen Lindelof y su secuela televisiva de Watchmen en HBO?

La respuesta, una vez más, debemos buscarla en el campo de la ideología. Mientras que el primero es un autor político (y romántico) convencido de la potencia emancipatoria del arte, Lindelof es un creativo de oficina para quien la crisis ecológica, la explotación racial o la inminencia de un desastre bélico son hot topics redituables en el mercado del streaming en la era Trump. Es por eso mismo que, más allá de la calidad técnica de la serie Watchmen, resulte todavía más previsible que la adaptación televisiva de Swamp Thing, también en HBO y cancelada en su primera temporada, apenas alcance méritos como un pastiche insípido. El cómic original de Swamp Thing, cuyo guion estuvo a cargo de Moore entre el número 20 y el número 64, cuenta la historia de Alec Holland, un botánico que luego de un experimento fallido queda transformado en “la cosa del pantano”. Como todo aquello que es demasiado terrible para ser representado, la “cosa” no deja de retornar bajo las más abyectas formas. Pero Moore, más interesado en trabajar la devastación que el régimen de Margaret Thatcher infligía sobre los habitantes de Northampton y su paisaje, invierte la premisa original: “la cosa del pantano” no es un monstruo que quiere recobrar su humanidad perdida, sino un humano en busca de sus raíces en la naturaleza. Y para eso, debe presentar batalla contra las más oscuras fuerzas del progreso tecnocientífico. 

Marvel vs DC / Moore vs Moore

¿Pero el revival desaforado por la obra de Alan Moore no podría leerse también como un nuevo capítulo en la guerra comercial entre Marvel y DC? Durante los últimos diez años, las películas de mayor recaudación a nivel global fueron adaptaciones del universo cinemático de Marvel, mientras que el capital cultural de DC cómics exhibió preocupantes signos de agotamiento (basta con repasar los fracasos de Batman Versus Superman y La Liga de la Justicia). El encargado de poner orden en el asunto y restituir la primacía comercial de DC no fue otro que Geoff Johns, uno de los escritores más celebrados de la editorial, ahora Jefe de la Oficina Creativa de la empresa y encargado de potenciar la asimilación definitiva de la “marca Moore” a los activos de la compañía.

Johns fue también el responsable de catapultar la carrera de Tom King, un autor joven y apenas reconocido en el medio, al encargarle la escritura del guion de la serie regular de Batman entre los años 2016 y 2019. Los protagonistas de las historias de King, que antes de saltar a la fama como historietista había trabajado como agente para la CIA en Oriente Medio, suelen ser personajes ambiguos, oscuros y que conviven entre los bordes de la desesperación. Bajo estas coordenadas, los elementos fantásticos e hiperbólicos de sus relatos ocupan el mismo lugar central que las circunstancias políticas en las que transcurre la acción. Leído de esta manera, y con el entusiasmo aportado por los millones de dólares invertidos en el marketing de la “marca Moore”, resulta comprensible que Tom King sea señalado como su sucesor. Si la cosmovisión de Moore se ubica en algún lugar entre la cultura obrera, el anarquismo y el ocultismo, ¿qué mejor desenlace para su transformación trágica en un idealista que el ascenso de un agente de la CIA como su heredero en el mundo del cómic?

Al desvincularse de su obra más comercial y animarse a jugar como pocos con las fuerzas vivas del mercado, finalmente, Moore decidió restituir su identidad creativa con la figura de un mago. Y en respuesta, la industria del entretenimiento lo redujo a una marca comercial y empezó a usarlo para vender su arte sin la necesidad de consultarlo. Esta historia, la del mago que manipula poderes y fuerzas más grandes que los que puede controlar, es antigua y conocida. Durante los últimos siglos, la contaron Don Juan Manuel, Walt Disney, Jorge Luis Borges y ahora, también, Alan Moore. En sus mejores versiones, todos coinciden en que la amenaza de terminar devorado por la osadía de esa apuesta es, en realidad, la única apuesta////PACO

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