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La saga de Swamp Thing y el fin del mundo

¿Qué leemos hoy en La saga de Swamp Thing que Alan Moore escribió hace casi cuarenta años y que, milagros editoriales de la pandemia argentina mediante, todavía se publica entre nosotros? ¿Qué cuerdas de nuestra vida cultural suenan fuertes y claras a través de ese “gótico americano” donde los residuos radiactivos de una guerra nuclear inminente, las primeras conciencias ecologistas de escala global y el miedo al fin del mundo conviven con la amenaza de seres de otros planetas y con las fuerzas más profundas del nuestro?

Otra razón por la que estas preguntas podrían resultar pertinentes es que Swamp Thing tuvo un reciente intento de “renovada resurrección” en forma de serie para HBO, aunque el contubernio de guionistas que lo intentaron fueron desahuciados antes de que el programa cumpliera dos meses de existencia. En tal caso, la premisa quedó más clara: no se trata del personaje, sino de lo que Moore hizo con él. Pero, ¿qué hay bajo su mirada en ese monstruo que vive, sufre y ama en un pantano perdido en Luisiana mientras le cuesta entender las fuerzas elementales que lo animan y le dan sentido a su existencia?

La ecología y la desaparición de la naturaleza

En su momento, el propio Moore comentó su deseo de que La saga de Swamp Thing fuera un objeto portavoz de distintas cosas. Una era la posibilidad de experimentar un nuevo modo de terror, aunque cuatro décadas más tarde esta cuestión estética merece un lugar casi marginal en relación a un “evento terrorífico” todavía más evidente: aquel anhelo de armonía natural que ilusionaba a los ecologistas de Greenpeace a finales del siglo pasado, y que alimentaría incluso al aguerrido espíritu justiciero del Rainbow Warrior, con sus sabotajes en altamar a barcos balleneros y buques petroleros, desapareció por completo. Ya en los noventa, cuando las angustias ecologistas sintonizaban con la acelerada (y a veces descontrolada) expansión industrial de los países en vías de desarrollo, otro británico, Martin Amis, señalaba que, en el fondo, el único obstáculo para el sueño de la armonía ecológica era la lenta acumulación de la insensatez humana, cuya “numerosa multitud”, en realidad, nunca dejaría de crecer. En otras palabras, Amis percibió que el cándido sueño ecologista de finales del siglo XX empezaría a crujir en cuanto, aún a los ojos de los más bienintencionados, se hiciera evidente que su principal obstáculo era la prosperidad humana en sí misma.

La solución colectiva a esta paradoja fue aceptar, sin más demoras, el repliegue definitivo de la naturaleza. Absolutamente domesticada, la naturaleza desapareció, al menos en el sentido en que, excepto por los comités científicos que todavía luchan alrededor del almirantazgo mundial de la industria entre Europa, los Estados Unidos y China —y discuten, entre acusaciones mutuas, asuntos como el calentamiento global—, para la mayoría de los habitantes de la Tierra se hizo claro que los grandes llamados de atención sobre los lazos entre los hombres y la naturaleza no representaban más que una falsa división de lo existente, útil para conciencias destinadas a rebelarse contra procesos en los que ya se ha consumado la superación de esas divisiones. Esto es algo que han explicado los mejores filósofos y que cualquiera, ahora mismo, puede comprobar cuando alguna cámara se asoma a los laboratorios donde se sintetiza la vacuna contra el COVID-19. La única “coexistencia armónica y originaria” entre los hombres y la naturaleza es la que sabe y acepta que la naturaleza humana nunca tuvo (ni tendrá) nada que ver con el “mundo natural” que la rodea. 

En los años ochenta, por su lado, para Alan Moore la catástrofe ecológica se trata, ante todo, de la decadencia de la civilización occidental. Y al igual que en Watchmen, su obra magna, esta idea puede encontrarse desde las primeras viñetas de La saga de Swamp Thing. Como en todo cómic de Moore, no estamos ante la clásica historia de superhéroes, cuyo recurrente mito de origen se ubica entre un terrible accidente y el descubrimiento de nuevos superpoderes. De hecho, el nacimiento de la Cosa del Pantano se da en una peculiar inversión de los términos: Alec Holland, el científico que muere trágicamente mientras experimenta en su laboratorio, es el medio para que “la naturaleza” adopte un cuerpo de hombre. Esta Cosa, un homúnculo monstruoso y arbóreo, se ubica así en una zona de indeterminación entre lo humano y lo natural, en la vanguardia misma de lo posthumano. 

¿Y acaso no se podría marcar una similitud del mismo orden entre el Doctor Manhattan de Watchmen y la Cosa del Pantano en La saga de Swamp Thing? Dos seres que, a partir de su voluntad de manipular desde la ciencia al mundo, quedan repentinamente fundidos con su existencia, plagada de reglas que de repente los dominan y los envuelven en experiencias aún más humanas que las que tenían antes. En definitiva, el telón de fondo ante el cual transcurren estas historietas es el mismo que dominó el debate filosófico durante el siglo XX, que no es otro que la discusión por la noción de progreso y por el vínculo entre el humano y la técnica. Del mismo modo que el Angelus Novus de Paul Klee, la Cosa del Pantano vuelve su rostro hacia el pasado, más precisamente hacia aquel primer momento en que el hombre acometió la tarea de dominar a la naturaleza. Donde nosotros vemos acontecimientos, diría Moore a través de Walter Benjamin, la Cosa del Pantano ve una única catástrofe, entre cuyas ruinas emerge el retroceso de la sociedad.

Alienado por el lenguaje de la civilización pero capturado por la voluptuosidad y la violencia de la barbarie, la Cosa no puede escapar ni a la soledad ni a la sensación de pérdida que lo acompañan desde que adquiere conciencia de sí (después de todo, como señaló Werner Herzog tras muchos meses en lo profundo del Amazonas, en la selva hay miseria, pero es la misma miseria que nos rodea a nosotros: los árboles son miserables, los pájaros son miserables y sus sonidos no son cantos sino gritos). En consonancia, y lejos de cualquier romanticismo ecológico, Moore señala que para poder convivir con la naturaleza es necesario que primero podamos hacerlo entre humanos. Por eso las teorías conspirativas, tanto en sus facetas paranoides (el COVID-19 como un diseño humano) como animista (el virus como defensa natural del planeta para expulsar a la humanidad) jamás funcionarían en un guion suyo. El virus, diría Moore, es lo humano mismo, mientras que la peor paranoia es la que le hace creer al hombre que tiene otro enemigo que él mismo.

En La saga de Swamp Thing, un personaje como Cara Nuclear es el vehículo perfecto para las mejores ideas de Moore sobre este punto. En plena “infodemia” de fake news, y bajo la amenaza latente de un colapso psíquico generalizado, Cara Nuclear, un humanoide que deambula por los márgenes de las ciudades y traga compulsivamente residuos industriales mientras repite los mensajes corporativistas de los grandes medios de comunicación, resuena incluso con mayor actualidad que cuando fue escrito. Cara Nuclear es poco más que una versión grotesca de quien, literalmente, devora y regurgita sin pausa ni criterio todo lo que la cultura mainstream fabrica como producto y discurso, casi un espejo invertido pero reconocible de nuestra más contemporánea Greta Thunberg, que educada en una familia de actores y bajo los trastornos del Asperger, organiza huelgas escolares mundiales desde Suecia y denuncias públicas en Davos contra una “emergencia ecológica” que casi nunca incluye entre los acusados directos a las empresas contaminantes.

Una comedia posthumana 

El equívoco respecto a su condición de hombre es evidente para la Cosa, aunque no lo es tanto para Abby Arcane, la mujer con la que comienza una relación amorosa hacia el final del segundo volumen de la serie. Si el desencuentro es la condición determinante de la (no) relación sexual, ¿qué mejor forma de retratar la comedia humana que a través del amor entre una mujer en duelo por su reciente viudez y un monstruo sin genitales? Abby Arcane, a quien Alec Holland conoció en sus días de humano como la pareja de un colega, se dedica a la docencia en un centro educativo para niños con trastornos del desarrollo y del lenguaje. En consecuencia, Moore nos sugiere que debería ser fácil para ella no rehuir de la alteridad más radicalmente ajena. En esa línea de ajenidad casi imposible, donde el desencuentro con el otro aumenta el equívoco del amor al máximo, Abby se enamora de la Cosa del Pantano. Y por eso en “Ritos de primavera”, el capítulo en que ambos “consuman” su vínculo sentimental, el territorio en el que mantienen relaciones sexuales es el de lo intangible mismo.

A través de la ingestión de una sugestiva fruta psicodélica que brota del cuerpo de la Cosa, los dos funden sus mentes y se encuentran en el pantano cósmico de sus conciencias acopladas. Sin dudas, al momento de escribir estas viñetas, Moore tenía en vista las derivas del hippismo y de la psicodelia de los setentas, y no un “sexo virtual” sobre el escenario apocalíptico del aislamiento social, el teletrabajo, las dating apps y las disidencias identitarias muy parecido al que, más tarde, también representarían a la perfección Sylvester Stallone y Sandra Bullock en Demolition Man. Una vez más, las páginas de La saga de Swamp Thing impactan hoy con más fuerza que cuando fueron escritas, y esta escena de “sexo virtual”, consumado gracias al uso de un complemento químico, contiene algunos de los elementos más conflictivos de las condiciones de vida en el nuevo mundo post-pandémico. Desde ya, si Moore escribe como un oscuro mago capaz de anticiparse al futuro, o apenas como un astuto observador de las ideas subterráneas de la cultura occidental, es algo que debe dirimir cada lector. Lo cierto es que en estas viejas escenas de sexualidad aséptica vibran asuntos tan contemporáneos para nuestra existencia digital como la destitución de lo real del otro (la destitución definitiva de su cuerpo, incluyendo sus inevitables fricciones para el placer y para el riesgo), como también los indicios de una indiferenciación entre los géneros, lo cual decantará en la inevitable “agonía del Eros”.

Siempre un paso más adelante que el resto de los guionistas de su época, Moore incluso explora, a su modo, las primeras representaciones en la cultura masiva del feminismo. Pero, una vez más, ahí donde La saga de Swamp Thing ironiza el equívoco histérico a través de una mujer que solo puede enamorarse de un monstruo sensible pero sin genitales (un amor que Abby, en realidad, asume casi como una pena autoimpuesta de castidad tras un largo frenesí sexual que la había llevado a una nefasta experiencia necrofílica), la historia, también, se permite el desarrollo de una breve subtrama acerca de otra mujer que, maltratada por su marido, se convierte en una “mujer lobo”. La furia monstruosa de esta “mujer lobo” la lleva a atacar vidrieras con vestidos de novia, electrodomésticos hogareños y artículos de cocina, el combo inmediato para una representación de la dominación masculina. Pero es curioso que, al reconocerla como su auténtico par en el universo de las fuerzas naturales, la Cosa del Pantano decida apenas observarla mientras se apiada de su sufrimiento (y más interesante es el hecho de que al encontrar a su maltratador, esta “mujer lobo” prefiere suicidarse antes que asesinarlo, como si Moore ya entreviera el punto ciego en las trincheras de la venidera guerra entre los sexos).  

De una u otra manera, en aquella sexualidad alucinógena resuena nuestro presente como en un espejo deformado del derrotero del sueño psicodélico de Silicon Valley. Del ágora posmoderno, deslocalizado y rizomático de la red de redes, a las plataformas de extracción de datos y la alienación psíquica. Pero si plantear una continuidad entre la primavera de Woodstock y las reuniones de trabajo por Zoom suena un poco desmedido, señalar el devenir de las drogas contraculturales como suplementos para mejorar la performance (laboral y “sexoafectiva”) acaso no lo sea tanto. Después de todo, ya en 1930 el padre del psicoanálisis enfatizaba el valor de las sustancias embriagadoras para soportar el carácter gravoso de la vida.

¿Y qué hay de los otros superpoderes de la Cosa del Pantano? Además de ser un monstruo sensible y solitario, para nuestro héroe desmaterializarse y trasladar su conciencia a otro punto del planeta es tan fácil como caminar. A través de esta ambigua capacidad para manipular lo material y lo virtual, la Cosa se enfrenta a los adversarios que amenazan la Tierra y que, como es habitual en los cómics de Alan Moore, están representados por los mismos personajes de siempre: explotadores, racistas y grandes corporaciones. La batalla de La saga de Swamp Thing por la conservación del ecosistema es, en definitiva, la lucha por la dignidad humana. Y en este sentido, lo que determina la bondad esencial del monstruo no es un estilo de vida eco-friendly, sino su respeto atávico por las otras formas de existencia. La Cosa no desarrolla su monstruosidad como una identidad que deba imponerse a costa de otras, y por eso, cuando en el capítulo “Aguas estancadas” se enfrenta a una horda de vampiros submarinos que buscan expandir su ciudadela sumergida alimentándose de los bañistas incautos, el enfrentamiento entre “monstruos buenos” y “monstruos malos” debe leerse, en el fondo, como pura ideología. El verdadero conflicto está entre quienes no pueden imaginar su prosperidad sin el violento sometimiento ajeno y quienes, en cambio, insisten en gestionar hasta las últimas consecuencias los conflictos intrínsecos de la coexistencia. Si los lazos comunitarios son capaces de asimilar la experiencia y repeler lo peor de nuestro egoísmo, entonces sí puede ocurrir alguna forma de “armonía”. Pero Moore insiste: esa armonía es social antes que natural, y laboriosamente construida antes que dada (cuando la experiencia no se asimila, señala La saga de Swamp Thing con sus historias de racismo sureño, la humanidad queda atrapada en un “loop” de violencia a través del tiempo).

Monstruos pasados, presentes y futuros

Otro de los méritos creativos de Alan Moore es que todas estas cuestiones no solo surgen de la virtuosa prosa visual de un cómic, sino que lo hacen bajo la estética específica del cómic de terror. La saga de Swamp Thing nunca claudica su premisa fundamental: el deber de asustar, aún si lo que realmente da miedo no es otra cosa que el espantoso reflejo de la condición humana, disuelta entre las excrecencias verdosas de un pantano parlante en Luisiana. En pleno éxito de la saga, el propio Moore explicó que la apuesta era asustar con asuntos que realmente pudieran pasar, y por eso La saga de Swamp Thing se anunciaba con la curiosa etiqueta de “terror sofisticado” (una categoría que, además, arrastraba la osadía de haber transgredido los códigos de publicación de la Comics Code Authority de los Estados Unidos).

Aún así, hay un precedente que orbita entre sus páginas y preanuncia mejor que cualquier discurso publicitario el sentido del proyecto: la literatura de H.P. Lovecraft, acerca del cual el tercer volumen de La saga de Swamp Thing hace una mención explícita para anunciar que sus viejos cuentos de terror cósmico, tal vez, han dado el salto definitivo hacia la realidad. Si el monstruo crustáceo con tentáculos que gestan los vampiros submarinos en “Aguas estancadas” es más parecido a Yog-Sothoth, Shub-Niggurath o Nyarlathotep, queda para los especialistas en la mitología lovecraftiana (uno de los cuales, como demuestra Providence, es el propio Moore). En tal caso, lo sugestivo es que existe un linaje entre el universo del cómic y la weird fiction, y sus eslabones, aunque se los mencione como “terror sofisticado” o “gótico americano”, volverían a ser fundamentales para reubicar aquella terrible especulación cósmica que sobrevuela nuestra imaginación, ahora, en el suelo y las calles en los que se cifran los dilemas psicosociales de nuestro presente.

En lo más inmediato, La saga de Swamp Thing también entendió que aquel monstruo del pantano que el cine Clase B de los años cincuenta había hecho famoso (y ridículo) durante décadas, era incompatible con lo que los guiones de Alan Moore y los dibujos de Stephen Bissette entendían que debía ser un verdadero engendro capaz de representar la neurosis, la paranoia y la violencia de una era distinta atravesada de terrores distintos. En lo estético, entonces, la renovación fue inmediata: aquella antigua Cosa del Pantano de rasgos humanoides y superficies tersas y verdes que perseguía a bañistas hermosas se convirtió en un menjunje ambulante de ramas vivas y secas, hojas podridas, hongos y moho, gusanos y arañas, diminutos animales muertos, barro, ranas y materia fecal. Quedaba creada así la auténtica “cosa del pantano”, hecha a partir de una versión tan desagradable y sensual (como pura y realista) de lo que prolifera a la sombra eterna de cualquier humedal silvestre. Un monstruo que, si representa algo, probablemente sea el inquietante detalle de que, a punto de culminar la Guerra Fría, crecía la intuición de que los nobles capitalistas, de repente, podían ser casi más ruines que los comunistas.

Por supuesto que el carácter “sofisticado” del terror en La saga de Swamp Thing (que hoy probablemente sería reempaquetado bajo la redundante etiqueta de “terror psicológico”) tiene menos que ver con los seudópodos o con las afiladas garras de los extraños seres que desfilan por sus páginas que con la estructura paranoide de los relatos que lo componen. El tono de extrañamiento, el Unheimlich que sobrevuela hasta en los diálogos más banales entre los personajes secundarios, es lo que sitúa a La saga de Swamp Thing en el terreno de la sofisticación. A través de los ojos de la Cosa, y de su habilidad para reconocer los peligros que nos acechan y que nadie más registra, Moore expone el carácter autodestructivo y antropófago de una sociedad alimentada por la fantasía constante de su propia aniquilación. Y si la paranoia fue uno de los rasgos sobresalientes de la psicología de masas durante los cuarenta años desde la publicación original de La saga de Swamp Thing, la aceleración exponencial que durante la última década tuvieron fenómenos como la exposición de la intimidad o la viralización de la información (cuando no de los agentes patógenos), definen el valor premonitorio de este “terror sofisticado”.

De hecho, si uno mira las imágenes de las últimas manifestaciones “anticuarentena” en Argentina con especial atención, es posible identificar entre la multitud vociferante de firmes defensores de “la república” a algunos de los personajes entrañables de la bibliografía de Moore: vomitando delirios sobre la tiranía del 5G, las conspiraciones de George Soros y la vacuna con un microchip de Bill Gates, Cara Nuclear ya está entre nosotros, y sin necesidad de escondites. Entonces, ¿qué leemos hoy en La saga deSwamp Thing que Alan Moore escribió hace casi cuarenta años? En pocas palabras, nada más que unas impresionantes y precisas noticias del futuro////PACO

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