En la trastienda más pura e ingenua de su propio mito, parte de lo que se esperaba de la tecnología era que concretara la unión de la Humanidad. Sin embargo, basta un recorrido por los comentarios, las opiniones y los juicios intercambiados entre 3000 millones de usuarios en internet para percibir que la armonía no es una fuerza predominante. Entonces, ¿qué salió mal? ¿Y por qué Sir Tim Berners-Lee, uno de los padres de la World Wide Web, se apena todavía ante las personas que detrás de una pantalla “se vuelven odiosas con sus opiniones”? Mientras tanto, los insultos, la discriminación, la intolerancia, las amenazas, más insultos, las interferencias para vender productos o para atrofiar cualquier opinión son el paisaje digital estándar de ese ya no tan nuevo mundo de comentarios con el que vibra «el cerebro colectivo de nuestra época» (un órgano impreciso pero que incluye, además, a un ejército especular de salvación hecho de moderadores y censores siempre al borde del colapso). Pero para esquivar la ingenuidad y la sensibilidad queer, la verdadera pregunta tal vez tenga que formularse de otra manera. Antes de que internet facilitara todas las ventajas del automatismo, el anonimato y la instantaneidad, ¿funcionó el libre intercambio de ideas y opiniones de manera distinta? Entonces, ¿tiene sentido esperar que mejore? En principio, i
nternet podría servir casi como la prueba inmediata de que esa expectativa siempre puede empeorar. Algo que entienden los terroristas de ISIS cuando, por ejemplo, transforman a los 1000 millones de usuarios de YouTube en los espectadores directos de sus crímenes. Pero en una escala de agresividad menos terrible y sin dudas más cotidiana, los comentarios que germinan a cada segundo en diarios, foros, blogs y casi cualquier otra plataforma online existente, por no considerar las estadísticas sobre “trolls” ‒usuarios cuya única finalidad es irritar a otros‒ también parecen dejar en claro que el entendimiento mutuo entre los individuos (ahora en la red) no es más que una fantasía. En ese sentido, vale la pena recordar al politólogo y ensayista inglés John Gray cuando señala con pesimismo que por mucho que la tecnología y el progreso avancen, ni la historia de la Humanidad ni las formas de relacionarse de las personas se convirtieron nunca en una “sucesión virtuosa de perfeccionamiento”. De ahí que la idea misma de “progreso humano”, tal como lo entienden Sir Tim Berners-Lee o el inventor de Facebook, Mark Zuckerberg, dos hábiles mercaderes de la concordia convencidos de que las personas «van a llevarse mejor» porque están unidas, resulte al fin y al cabo el upgrade (más rentable) de la milenaria fe en un mundo mejor que no existe.

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El único acontecimiento valioso en un espacio de discusión no depende de la agresividad o la beatitud de los involucrados, sino de lo que puedan ofrecer a la inteligencia.

Por su parte, mucho de ese complejo debate decanta sin tantas palabras cuando, entre los comentaristas digitales, y más allá del contenido que sirva de excusa, alguien interviene con urgencia para escribir cosas al estilo de: “A SENTARSE EN PRIMERA FILA. PRIMER COMMENT!!!”. Pero el problema no está en lo absurdo de un comentario que no dice nada coherente ni en otro donde se insulta a alguien desconocido o famoso sin motivo (aunque tal vez sí en esos donde se desatan las más delirantes fantasías paranoicas). En tal caso, lo que une a esas variantes entre los comentaristas seriales, la clave que las hace factibles dentro de una misma lógica común ‒la lógica del comentario en internet‒ es su negatividad. Es decir, su capacidad para desplazar lo que va en un sentido y desviarlo con éxito hacia otro distinto. ¿Y para qué sirve esa negatividad? En principio, al menos, para ridiculizar a quienes todos los días de sus vidas se sumergen indignados y con una penosa cornucopia de bondad vacía sobre sus conciencias a exigirles a quienes habitan internet seriedad, humanidad, responsabilidad o criterio. Pero antes, también, conviene hacer un poco de historia. Porque si la forma más primitiva de negatividad en internet fue el comentario, y si su aparición alimentó desde entonces todos esos abordajes psicológicos y periodísticos de moda hace ya bastante tiempo ‒la “reinvención de la ecología de los contenidos” o “el fin de la verdad”‒, la naturaleza negativa de los comentarios logró, por otro lado, una potencia que es también un problema hasta el día de hoy. Porque se trate de medios profesionales o amateurs, celebridades mundiales acumulando seguidores en sus redes sociales o amas de casa preocupadas por discutir las últimas novedades políticas, aquellos que expresan algo en la web tienen que resignarse, de una manera u otra, al poder de los comentaristas (es decir, a la existencia del prójimo). Y no solo porque, a pesar de lo poco que parezcan aportar, los comentaristas representan un caudal importante de las audiencias digitales, sino porque cualquier intento de eliminarlos o controlaros a través de normas, registros o castigos implica un delicado debate sobre la libertad de expresión y la censura en internet que, hasta el momento, parece imposible. Y, aún así, la verdadera pregunta recrudecería. Porque, ¿quién desea realmente que la fricción incontrolada de los comentaristas desaparezca? Un ejemplo de esa paradoja es la forma en que se debaten en la web asuntos políticos y económicos concretos cuando, al mismo tiempo, se debaten en los espacios institucionales reales. ¿Cómo repercute en internet, digamos, una discusión parlamentaria sobre impuestos a los 0 km ‒por mencionar un asunto menos incandescente que las tarifas de los servicios públicos, el aborto o la pena de muerte‒ dentro de un foro online creado por miles de interesados en la industria automotriz? Lo habitual es que, en casos por el estilo, los comentarios no solo se multipliquen sino que también se multipliquen los usuarios, tanto los que están sospechosamente en favor como los que están sospechosamente en contra, y eso mientras aumentan los “muros compartidos” en Facebook y los “twitts” replicados en Twitter. En definitiva, lo que se incrementa es la audiencia y la rentabilidad de los espacios digitales por los que esa audiencia y sus opiniones circulan. Pero eso no es todo. La otra cara del asunto aparece en lo que suelen repetir políticos, estrellas mediáticas y periodistas castrados cuando lo confrontado por esos comentaristas no es otra cosa que sus opiniones (en otras palabras, el impacto de lo que los especialistas en internet suelen definir como “la democratización del saber”). ¿Y no es desde ahí que los millones de comentaristas fermentando en la web insisten en que la experiencia, finalmente, tiene más peso que la autoridad? La trampa, sin embargo, es que esa “experiencia” que reivindican los comentaristas no es una experiencia referida al asunto sobre el cual expiden soluciones brillantes (o condenas terminales) sino una experiencia referida a la forma misma de comentar en internet. Y, en este punto, la diferencia todavía es importante.

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Antes de que internet facilitara todas las ventajas del anonimato y la instantaneidad, ¿funcionó el libre intercambio de opiniones de manera distinta?

Volviendo a un debate hipotético sobre los impuestos a los 0 km, ¿quién tiene más chances de argumentar y persuadir a una audiencia para la que ninguna jerarquía vale nada? ¿Alguien que sabe sobre lo que opina (el gerente de una fábrica de autos, digamos) o alguien sin conocimiento (ni interés) en el problema pero entrenado en la retórica aleatoria, acusatoria y siempre ad hominem del comentario digital? Entre estos últimos, anónimos e incansables, están los “trolls”. Maestros de la injuria y el delirio, en un país con el 60% de la población conectada a internet, como Argentina, los trolls se alimentan rápido y hasta han llegado a profesionalizarse. Los partidos políticos los tienen, las celebridades los tienen e incluso las marcas de autos los tienen (y los “trolls” que no prestan sus servicios a cambio de algo también se contentan con actuar al azar, por el placer de la batalla). Pero, ¿son entonces los comentaristas agresivos un fenómeno nuevo? Con John Gray en mente una vez más, cualquier reunión de consorcio sirve para constatar que, con o sin excusas como el anonimato o la instantaneidad, la naturaleza humana tiende desde hace mucho a entregarse a placeres intelectuales más sensuales y entretenidos que la reflexión seria y responsable. Lo cual no resuelve, por supuesto, el sentimiento de tristeza y decepción de quienes esperaban de internet una mejora sustancial del progreso humano. Despojados de las viejas investiduras del saber, en tal caso, parte de la pregunta resguarda algún sentido, porque ¿qué privilegios quedan para las opiniones nutridas de «verdadero conocimiento»? En este punto, por supuesto, internet avanza mientras las teorías se construyen. Entretanto, ¿resta tener algo en cuenta? Primero, tal vez, que proclamar la sinceridad y la bondad personal no es un sinónimo de verdad. Y segundo, que el único acontecimiento valioso en un espacio de discusión cualquiera no depende de la agresividad o la beatitud de los involucrados sino de lo que puedan ofrecer a la inteligencia. Muy bien, ¿pero no es esta precisamente la más “antigua novedad” enseñada por el no-tan-nuevo mundo de los comentaristas online?////PACO