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Dormir con el código penal

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Mientras en Argentina estrenamos hace relativamente poco el fenómeno del escrache y las penas de varios años o décadas de cárcel por abusos sexuales que no pudieron ser visibilizados al momento de perpetrarse, en España estas modalidades están bastante más consolidadas popularmente porque arrancaron unos cuantos años antes. Esto propició debates que aún no encuentran mucho eco a nivel nacional y que vale la pena ir conociendo porque, si hay algo en lo que, tanto feministas como antifeministas, están de acuerdo, es en que el género llegó para quedarse y tiene un impulso extraordinario que lo distingue y privilegia dentro del gran espectro de las demandas sociales.     

«El título del libro que tiene usted entre sus manos apenas disimula el guiño al feliz lema de Hanisch, y su contenido pretende prolongar ese debate hacia lo más íntimo de nuestra mundana existencia: las relaciones sexuales y nuestra identificación como hombres o mujeres (u otra cosa, o nada) y sus consecuencias institucionales y jurídicas» dice la introducción del ensayo del especialista español en filosofía del derecho, Pablo de Lora, presentado la semana pasada en Madrid, titulado Lo sexual es político (y jurídico) y editado por Alianza Editorial.

«Abundan como nunca los libros de y sobre feminismo (de los de andar por casa y de los impenetrables); de teoría queer (seria y mistérica) y proliferan las discusiones sobre la necesidad de incluir la agenda LGTBIQ+ en las políticas públicas y de repensar el delito de violación a la luz del movimiento #MeToo» continúa el autor de la intro.

«Pero urgía, a mi juicio, un intento de tratamiento comprehensivo, académicamente «friendly», desde la filosofía jurídico-política alejada, tanto como sea posible, de la pancarta, el pespunte de Twitter, el chiringuito académico-institucional, la trinchera y la escolástica autorreferencial y abstrusa.» Y remata asegurando que se propone hacer una contribución destinada a disolver las muchas confusiones, desvaríos normativos y aporías en las que nos ha situado el llamado «feminismo hegemónico» o «mainstream» y que tanto infecta nuestro discurso público y la acción política en diversos ámbitos.

Para cumplir con su ambicioso objetivo De Lora enfatiza la necesidad de revisar posturas del feminismo de corte liberal que es, a su juicio, «la mejor tradición de dicha doctrina política», aunque con una erudición efectivamente apta para todo público, no deja de aclarar que «debemos ser conscientes de que con semejante acotamiento de la esfera de intervención del poder público en materia sexual —el sexo puede no tener sentido pero ha de ser consentido— no deja de imponerse, también, una moral sexual: la propia del liberalismo, una visión que, como tal concepción del sexo permisible, está obviamente sujeta a controversia.» 

A la capacidad de hacerse preguntas incómodas y pasear por la historia del derecho y la filosofía con la fluidez de un pez en el agua para responderlas, De Lora agrega un ítem del que no ha hecho gala ninguna feminista vernácula sin ser automáticamente apaleada por sus presuntas correligionarias: el sentido del humor.  Espeta, por ejemplo, sobre la “desacralización del sexo” que «no resulta, sin embargo, plenamente asumida si nos fijamos en la persistencia de ciertas actitudes socialmente prevalentes y en variadas instituciones y normas jurídicas vigentes. ¿Cómo mantener ese ideal de «emancipación sexual» con la pertinaz persistencia de la creencia en que ciertas prácticas como, por ejemplo, la zoofilia o la necrofilia son «perversiones sexuales» (Nagel, 1969)? ¿Cómo es que solo toleramos, pero no así celebramos o normalizamos la pornografía como hacemos con otros deleites y placeres? ¿Por qué condenar la práctica sexual en público o la mera desnudez? ¿Por qué nos habría de escandalizar —como aventuro que atribularía a muchos — que en los institutos los profesores animaran a los estudiantes a ser generosos con su cuerpo y satisfacer las necesidades sexuales de los más infortunados, al modo en el que les educamos para ser solidarios, esto es, compartir nuestros recursos físicos o intelectuales con los menos aventajados?»

Y como especialista en filosofía del derecho que es, De Lora desmenuza las leyes de su país en materia de género (las nuestras básicamente tienden a calcarse de aquellas) focalizando en la violación a la que se atreve a cotejar con otros crímenes y sus respectivas penas: «…la relación sexual no consentida llevada a cabo bajo intimidación, lo que el Código Penal español describe como «agresión sexual», tiene aparejada una pena que puede alcanzar los 15 años de prisión (artículos 179 y 180 del Código Penal), mientras que, por ejemplo, causar un aborto sin el consentimiento de la gestante está castigado hasta un máximo de 8 años (artículo 144 del Código Penal) o hasta un máximo de 12 años el delito de lesiones que resulte en la pérdida o inutilidad de un órgano o miembro principal o de un sentido (artículo 149 del Código Penal).»

Para luego agregar con ironía: «Si un malvado asaltante me diera a elegir entre quedarme ciego o ser penetrado analmente creo que la mayoría de nosotros no tendría duda en preferir no perder la vista, y, sin embargo, lo segundo puede llegar a conllevar mayor castigo.»

No es no, sí es sí

Aunque alguna feminista enardecida pueda interpretarlo mal, De Lora no es de los que aseguran que una violación sin pruebas físicamente comprobables no existió, más bien prefiere desglosar leyes y confrontar diversas realidades: «En julio de 2016 Alemania modificó su legislación sobre delitos sexuales para incluir el principio conocido como «no es no». De esa forma Alemania se sumaba a muchos países —occidentales fundamentalmente— en los que desde hacía tiempo bastaba, para que se aprecie el delito de violación o asalto sexual, la negativa firme de quien no desea tener relaciones sexuales, sin que sea necesario que el sujeto pasivo de la agresión se resista físicamente, mostrando así su oposición. La jurisprudencia penal española había establecido ya hacía tiempo que no es exigible una «resistencia heroica» por parte de la víctima para acreditar la existencia de un delito contra la libertad sexual. Cuestión distinta es qué estándar de prueba exigiremos para declarar probada la intimidación más allá de toda duda razonable, y a ese respecto el tribunal o juez puede que tenga que lidiar con casos muy difíciles en los que una parte afirma que sí hubo consentimiento, y, frente a la alegación de la supuesta víctima de que existió una amenaza, coacción o intimidación bastante, no existan evidencias físicas u otros testimonios que así lo atestigüen. Entonces, el tribunal deberá recabar otros indicios, embarcarse en una tarea —la de conocer en detalle qué tipo de interacción medió o precedió a la presunta agresión sexual—, que muchas veces es groseramente tenida o amplificada como la de «culpabilizar a la víctima». En los Estados Unidos, a diferencia de Alemania, esa divisa del «no es no», enarbolada desde hace tiempo por muchos colectivos de mujeres, está siendo progresivamente reemplazada por el estándar «yes means yes», también conocido como consentimiento afirmativo (affirmative consent).» 

A contramano del activismo feminista globalizado que, no por casualidad, recurre con tanta frecuencia a la limitación de los 140 caracteres de Twitter para acuñar slogans y frases que no se reflexionan demasiado, Lo sexual es político (y jurídico) se permite analizar esas ideas customizadas por el uso y abuso de las redes sin negarlas: «En los albores de la política llamada «no es no» la razón para no admitir el consentimiento por silencio aquiescente y exigir que la expresión verbal negativa se tomara en serio se basaba en la, todavía, acendrada creencia de muchos hombres de que la expresión del «no» frente al avance sexual no es en realidad una negativa, o que constituye simplemente una resistencia temporal vencible mediante la insistencia. Es sabido que muchas mujeres pueden, a partir del momento en el que perciben que su negativa no tiene efecto, sencillamente dejarse hacer por miedo o terror al que ya sienten como agresor» pero permitiéndose lecturas menos sesgadas, efectuando múltiples preguntas e hipótesis y eludiendo las repuestas taxativas: «Pero, entonces, esto mismo debería ocurrir cuando el encuentro sí es deseado a pesar de que no se manifieste verbal y positivamente el consentimiento. Pensemos en el ejemplo del «despertador» que nos propone Ferzan: Juan ha pasado la noche con Alicia, que yace ya despierta a su lado. Alicia decide hacerle una felación mientras aún dormita. Poco a poco Juan se despierta, y, sin decirle nada a Alicia, se deja hacer y piensa: «Es el mejor despertador que he tenido en tiempos». Ella se ha comportado como el vecino cuyo paso no es impedido: ¿obra mal? ¿Estamos de verdad dispuestos a afirmar que Alicia ha cometido un delito contra la libertad sexual de Juan porque no ha recabado su consentimiento verbalmente expresado? ¿Es razonable, prudente, factible o deseable obligar mediante normas jurídicas a que esa interacción discurra por los raíles del consentimiento informado tal como se da, paradigmáticamente, en el ámbito clínico (piénsese en una cirugía compleja, por ejemplo) cuando nuestro consentimiento informado se recaba para cada uno de los pasos que hayan de darse previa explicación, somera o detallada según los casos, de todos los riesgos y beneficios, de las posibles contingencias durante la operación? ¿Estamos dispuestos a hacer lo mismo en el supuesto de las muchas, y siempre sorprendentes, avenidas de la relación sexual, como descarnadamente ha ilustrado el filósofo Slavoj Zizek?»////PACO