I
Christopher Hitchens (1949-2011) fue católico y después ateo –y, en el medio, sorpresivamente judío–; fue primero inglés y después estadounidense, e incluso de izquierdas y más tarde de derechas. En alguna época por venir –no muy lejana– es probable que se considere como parte más importante de su legado intelectual ese patrón de cambio en sí mismo, la mutabilidad constante de buena parte de lo que definió durante el siglo XX –obviando su inalterable heterosexualidad– a una persona. No es un apartado menor, pero no deja de ser un apartado. Lo esencial de Hitchens, en realidad, a tres años de su muerte, lo inalterable en su palabra, es el ánimo de discusión –algo que la época hoy considera violento o, por lo menos, desconsiderado–; el proyecto simple y programático de pensar antes de hablar y antes de escribir. Esa es la manera en la que no solo pueden redefinirse sentidos libres y genuinos sobre la realidad –y sus escenarios políticos, culturales, estéticos, religiosos y un largo etcétera– sino también con la que se desactivan los automatismos y los clichés que cohesionan –mediante un determinado sentido común– el régimen de palabras que dan forma al mundo. No es un mecanismo tan obvio después de mirar un poco alrededor, ni es tampoco un procedimiento intelectual simpático si se considera que el mayor triunfo que pueden ofrecer las relaciones públicas modernas es el éxito trascendente de que las palabras y las acciones sean juzgadas por determinada reputación, en vez de al revés.

Lo esencial de Hitchens, aquello inalterable en su palabra, es el ánimo de discusión; algo que la época más contemporánea ya considera violento o, por lo menos, desconsiderado.

En la vida de Hitchens, por otro lado, las cosas podían cambiar, y rápido. Escribe Hitchens en el prólogo de Amor, pobreza y guerra (2004): “Ahora medida la quinta década de mi vida, al menos gano más de lo que necesito para mis gastos inmediatos, y lo hago hablando y escribiendo, que son las únicas cosas que siempre he podido o deseado hacer. Vivo en un apartamento muy agradable en el centro de la capital de Estados Unidos. Mis tres hijos son guapos, inteligentes y tienen sentido del humor. (No diré nada sobre sus madres excepto esto: haber sido afortunado con las mujeres es haber sido afortunado tour court). Tengo los suegros ideales. Mi apariencia e incluso mi físico podrían beneficiarse de mucho trabajo, o incluso de un poco, pero nunca he tenido una enfermedad o herida grave, y estoy bien asegurado por si eso ocurriera”.

Ocho años más tarde, Hitchens se moría de un cáncer voraz “que lo llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad, Villa Tumor”, como escribe en Mortalidad (2012). Pero sin dudas había verdad en el optimismo: Hitchens estaba bien asegurado por si eso ocurría. Y este es el punto donde es esencial tener en cuenta –no importa lo que Facebook grite a la cara todo el día– que pensar y escribir bien no significa pensar y escribir cosas lindas. Entre el crítico y el relacionista público hay inevitablemente una toma de posiciones opuestas ante el poder –cualquier poder, es decir, cualquier llamado a la obediencia–; mientras el crítico siente el deber de mostrar toda la pornografía del poder, el publicista se conforma con la seducción de todos sus afrodisíacos.

Christopher-Hitchens

II
Afiliado en su juventud a la izquierda británica universitaria, en Hitchens siempre se puede palpar la frase de Lenin acerca de la imposibilidad de una teoría revolucionaria sin una práctica revolucionaria; es decir, un principio elemental de consecuencia. Por eso la discusión, para Hitchens, no dejaba de lado la polémica (y la agresividad, en una verdadera polémica, nunca es otra cosa que un estilo, es decir, una de las tantas formas de la inteligencia). En un clima cultural marcado hasta la caída del Muro de Berlín por la compulsión a la oposición absoluta –capitalismos y comunismos mediantes– y después por la compulsión a la integración absoluta –postcolonialismos y multiculturalismos mediantes–, el espíritu disidente (del latín dissidēre, separarse de la común doctrina, creencia o conducta), el cuestionamiento per se de unos y otros, y de lo uno y lo otro, no podía más que resultar incapaz de anclarse en una zona de confort. ¿Pero existe una zona de confort para el disidente? ¿No es el de omnibus disputandum necesariamente infinito?

Entre sus adversarios no estuvieron nada más que los lugares comunes a los que atacar no representa ningún riesgo, sino también aquellos a los que señalar con algo distinto que pleitesía obediente representa un esfuerzo intelectual serio.

Inspirado en George Orwell, a quien consideraba un maestro, Hitchens probablemente diría que solo existe un argumento para hacer algo y que el resto son argumentos para no hacer nada. En esa órbita está la profesión periodística para Hitchens: su identificación con una idea del periodismo como herramienta útil para negar cualquier vana ilusión o engaño y, a partir de ahí, la autorización para intentar negárselos a los demás. “En parte me hice periodista para no tener que depender de la prensa para informarme”, se cita a sí mismo en una nota a pie de página de Hitch-22 (2010). Para poner en una perspectiva consecuente sus propias palabras –y desnudar la inconsecuencia de cualquier adalid estándar del periodismo– basta considerar que, entre sus adversarios ideológicos y culturales más importantes, no estuvieron nada más que los lugares comunes a los que, como puede leerse en su viaje a Corea del Norte o en sus críticas a las películas de Mel Gibson, atacar no representa ningún riesgo, sino también aquellos a los que señalar con algo distinto que pleitesía obediente representa un esfuerzo intelectual serio e incluso un riesgo personal: la Madre Teresa de Calcuta, Henry Kissinger y, último pero no menos importante, Dios. En mayor y en menor medida son figuras que llevan el de omnibus disputandum (“dudar de todo”) a niveles de responsabilidad superiores –nadie suele sentirse cómodo, ni mucho menos obligado, a indagar en los paradigmas habituales de bondad, patriotismo y fe que sostienen su vida–, pero también son figuras enlazadas por aquello que Hitchens identificaba como el principio esencial del totalitarismo: promulgar leyes que sean imposibles de obedecer.

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III
¿Con qué derecho, sin embargo, Hitchens se sentía autorizado a pronunciarse sobre la Madre Teresa, JFK, el feminismo o Dios? ¿Quién se creía que era para interrogar las verdades aparentes de todo lo que lo rodeaba? “A veces me preguntan con qué derecho uno presume que ofrece un dictamen. Quo warranto? es una pregunta muy antigua y muy justificada. Pero el derecho y la justificación de un crítico individual no necesitan demostrarse del mismo modo que los de quien ostenta el poder. Es en muchos casos su propia justificación. Por eso tantos disidentes irritantes han sido acusados por sus enemigos de nombrarse a sí mismos. (Una vez más, la subrepticia sugerencia de arrogancia y elitismo). Nombrarse a sí mismos me viene perfecto. Nadie me pidió que hiciera esto, y no sería lo mismo si me lo hubieran pedido. No pueden despedirme, como tampoco pueden ascenderme. Estoy a gusto en las filas de los trabajadores por cuenta propia. Si me muestro estúpido o estoy en baja forma, solo yo lo sufro. A la pregunta: ¿Quién te crees que eres?, puedo replicar con calma: ¿Quién quiere saberlo?”, escribe en Cartas a un joven disidente (2001). Es una respuesta que vale la pena tener siempre en cuenta.

«A la pregunta: ¿Quién te crees que eres?, puedo replicar con calma: ¿Quién quiere saberlo?»

El último apunte publicado de Hitchens es una cita de la novela Los sueños de Einsten (1993), del físico Alan Lightman, para un artículo nunca terminado de Vanity Fair. A tres años de la muerte de Christopher Hitchens, el pasaje de esa novela sintetiza muy bien el efecto general de su obra. Ese efecto estaría entre el deber de escapar de las redes preconcebidas para atar la vida y el pensamiento, y la responsabilidad de asumir el riesgo de ser libre. (Después de leer a Hitchens es mucho más difícil conformarse con la estupidez de siempre, bajo la forma de un Me Gusta en Facebook o en la desidia del estilo de la reseña de un libro cualquiera. ¿No es más difícil volver a la sombra del publicista una vez que se sienten las luces de la crítica? Al menos no se puede volver sin pudor). “Con la vida infinita llega una lista infinita de parientes. Los abuelos nunca mueren, ni los abuelos, las tías abuelas… y así, generaciones atrás, todas vivas y brindando consejos. Los hijos nunca escapan de la sombra de sus padres. Ni las hijas de las de sus madres. Nadie llega nunca a ser él mismo… Ese es el costo de la inmortalidad. Ninguna persona está completa. Ninguna persona es libre”//////PACO