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Se cumplen 100 años del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La proliferación de mayúsculas es sintomática: estamos entre instituciones. Ecos de pasos de tacones apurados avanzando sobre el mármol, cargando libros, algún ejemplar extraordinario, fotocopias, cuadernos, frenándose en un último respiro antes de entrar al aula donde sucumbe un barullo leve o la oficina en la que se huele el café estatalista de la reunión plenaria. Quienes de una u otra manera nos dedicamos a la educación y a la investigación en temas ligados al lenguaje, a la literatura, a la cultura o el arte –por generalizar campos de tendenciosa fragmentación, disciplinados-, ¿qué nos imaginamos cuando hablamos de instituciones? ¿Bajo qué reglas de desempeño nos movilizamos, cuáles son nuestras precariedades? ¿Hasta dónde lo bondadoso, hasta dónde lo mezquino de lo nuestro? Porque entre las instituciones más importantes de las nuestras está sin duda este Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas y, lejano en apariencia de cualquier implicación por fuera de lo académico y el murmullo de unos cuantos especialistas, no pareciera la noticia generar mayores conmociones. Lógico: conocemos los mosaicos de nuestros dramas cotidianos. Pero, ¿merecería destacarse el aniversario –que se superpone con el de las cuatro décadas de democracia? ¿Los alcances de la “insatisfacción democrática” se extienden sobre el prestigio de nuestros archivos y reservorios? Seguramente. Lo cual no debe animar espíritus conservadores ni mucho menos inactivos: la celebración del centenario del instituto filial del centro madrileño que fundó el filólogo español Ramón Menéndez Pidal, con el impulso épico y concienzudo de nuestro tucumano Ricardo Rojas (entonces rector de la Facultad de Filosofía y Letras), debe permitirnos esbozar preguntas sobre los alcances de nuestras disciplinas, nuestros estudios, de lo que leemos y escribimos, de cómo proyectamos nuestros aprendizajes en estas instituciones para volcarlas a esas otras, donde damos clases –primarias, secundarias, institutos de formación docente-, pero también en las revistas que escribimos, donde logramos publicar una reseña o una monografía.
La celebración de una institución es también un ejercicio de espiritismo, un diálogo con sus muertos, el tacto olvidado de su presencia oculta. Le robo la idea al docente y crítico Diego Bentivegna, que escribió sobre el asunto que nos convoca. Me gusta, acaso porque no da tantas vueltas para decir, cómo plantea el problema: “Un diálogo con los muertos literarios, con los panteones de autores y los cánones textuales que determinan, en los diferentes momentos de la historia, aquello que es posible enunciar; que dan forma al universo de lo pensable” (El poder de la palabra: literatura y domesticación en Argentina, UNIPE, 2011). ¿Podríamos pensar en las cajitas con las que generaciones y generaciones analizaron sintácticamente sus oraciones en la escuela sin volver fantasmáticamente sobre el Instituto de Filología? ¿Podemos imaginar nuestros profesorados de Lengua sin remontarnos a los nombres de Amado Alonso (¡traductor del Curso de lingüística general de Saussure!) o Pedro Henríquez Ureña? ¿Qué sería del medievalismo ya no argentino sino internacional sin la figura de María Rosa Lida? ¿Qué hubiese sido, finalmente, de la carrera de Letras, o del ejercicio profesoral de lo literario en los juegos traviesos entre claustros grandilocuentes, sin la intervención de Ana María Barrenechea -¡Cortázar en la escuela!-?
Nos sumamos entonces a los festejos del aniversario. Los oficiales ya comenzaron. Y tienen una vasta agenda. El de la UBA fue de esa mixtura precisa entre la justeza académica y teórica y la celebración franelera de funcionarios y saludos cordiales. Con todo, hay extraordinarias mesas con debates que permiten reponer la potencia de los estudios filológicos actuales. Ricardo Rojas descansa en paz, aunque con un ojo entreabierto: nuestro territorio lingüístico, los ecos de la lengua argentina, independizada a volantazos del decir contra la norma, fue y sigue siendo sometida a la hermenéutica creativa de nuestros mejores investigadores e investigadoras, profesionales de la cultura, archivistas de nuestros chascarrillos, sabiondos de los temas universales, arqueólogos de los modos que encontramos para enseñar, historiadores de la creación de la ciudadanía a través del uso de la palabra, voyeurs de las revueltas íntimas de la literatura.
Dentro del Intituto, Daniel Link (que tiene la autoría grande de no necesitar de pomposas presentaciones) dirige la Cátedra libre de estudios filológicos latinoamericanos «Pedro Henríquez Ureña». El grupo de estudio de la cátedra lleva adelante una intensa agenda académica y viene garabateando las derivas del archivo en nuestra era de reproductibilidad digital –mientras reinstala debates sobre el barroco latinoamericano como epistemología para la actualidad. Intensidades. Lo invitamos a Link –que viene de presentar su La lectura: una vida… en Francia, editado por Gallimard- a que sea él quien nos acompañe además nuestro homenaje humilde al Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas, en cuya huella seguimos cosechando.
¿Por qué deberíamos interesarnos, los que de una u otra manera trabajamos en la investigación y la docencia, por el centenario del Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Amado Alonso”?
No estoy seguro de que alguien “deba” interesarse por el centenario de una institución. Por lo general no nos emocionan los centenarios de las personas que no queremos. Con las instituciones pasa lo mismo. El Instituto es un espacio complejo, que fue escenario de intensos debates, pero fue también la plataforma para pensar los estudios literarios, lingüísticos, dialectológicos y glotopolíticos en América latina. Sino por otra cosa, merece nuestro respeto por eso.
¿Cuáles creés que son los aportes más importantes –en términos teóricos, educativos, institucionales- que nos dejan los cien años del IFLH?
Vivimos en un universo penoso, donde la fragmentación (tanto en términos políticos como epistémicos) es la llave para garantizar un cierto estado de las cosas y sumirnos en un malestar improductivo. La filología, esa dama antigua, es la rama de la cual salieron luego mil disciplinas cada una de las cuales desconoce todo sobre la demás. La ciencia del texto (ese umbral positivo al que la filología aspiraba tontamente) terminó haciendo estallar un objeto complejo y hoy hay ciencias de fragmentos que antes la filología trabajaba como una unidad (aún en sus contradicciones). Sin ir demasiado lejos, los lingüistas no saben nada (no quieren saber) sobre la literatura, y los teóricos de la literatura ni siquiera consideran necesario estar al tanto de los últimos desarrollos de la teoría del discurso. Está por salir un libro (que la Cátedra de estudios filológicos latinoamericanos “Pedro Henríquez Ureña” que coordino patrocina) de Franco Moretti. Se llama Falso movimiento y se refiere a los análisis cuantitativos de la literatura que él promovió durante los últimos veinte años. Su conclusión, en esa postulación de un punto de vista “distante” para la lectura es que algo se perdió. Lo que se perdió fue la forma.
La filología, con su obsesión por el detalle, afirma desde el fondo del salón a la que la han relegado: “Yo te dije… yo te dije”. De modo que hay algo de la filología que sobrevive como un problema: la forma. No la forma como un agregado o un ornamento de los discursos sino como lo que los constituye en el mismo sentido en que la forma define lo viviente.
De eso se derivan no sólo una pedagogía y una antropología, sino también una ética.
¿Cuáles han sido los referentes más importantes del Instituto? En La lectura: una vida… dedicás un capítulo a la figura de Ana María Barrenechea y al aprendizaje de los protocolos de lectura de la Filología (primero resistidos, “abanderado en la modernidad” como decís que estabas).
Amado Alonso fue (entre los primeros directores) el mejor. Supo rodearse de un equipo de personas talentosísismas, entre las que descollaba Pedro Henríquez Ureña. Ambos fueron profesores de Ana María Barrenechea. Pero también salió del Instituto María Rosa Lida. A diferencia de Anita, que rápidamente adoptó posiciones “posfilológicas”, María Rosa pensó teóricamente desde dentro de la filología con una audacia y un rigor que todavía no se le ha reconocido.
Para insistir con lo anterior. ¿Habría una contradicción entre Filología y modernidad?
La Filología hace coincidir su historia con la historia de la Modernidad. Los grandes filólogos de los siglos XVIII y XIX fueron cómplices de la rapiña colonialista (allí está Champollion, leyendo jeroglíficos para Napoleón). El orientalismo es una versión de la filología que no podemos olvidar.
Luego, con la formación de los mercados globales (lo que hoy llamamos globalización) aparecen los grandes comparatistas (Auerbach, entre ellos) para proponer un modelo de filología comparada que salvara la función mundo que tan bien había hecho actuar en relación con los universos literarios de la globalización. Said, seguramente con la misma preocupación, y pensando en los mismos procesos de aniquilación (por algo escribió Orientalismo) tradujo a Auerbach al inglés y, además, celebró el “Retorno de la filología”.
Más adelante en el tiempo, más cerca de nosotros, que podemos tener una relación con la modernidad bajo la forma de lo post, Michelle Warren propuso una noción muy poderosa, “posfilología”, entendida como lo que surge en un horizonte “posmoderno”, “poscolonial” y “posestructural”. Es decir, una unión queer entre un conjunto de estrategias de lectura (la filología, la close reading) y los procesos de investimento de sentido. Que esa unión sea queer garantiza que los procesos de normalización y homogeneización serán siempre repelidos (con mayor o menor suerte).
En las universidades y profesorados, la filología aparece –si es que lo hace, en el contexto de estudios particulares- de una manera anacrónica, como una prenda de colección sin valor de uso. ¿Qué herramientas puede aportar hoy, en la creciente digitalización de la experiencia, esta… disciplina, ciencia, método? Brutalmente: ¿qué nos ofrecen las transferencias del estudio filológico que no pueda reponerse con el GPT y los procesadores de textos de las inteligencias artificiales?
Un poco quedó dicho: una reflexión sobre la forma. Pero, además, la posibilidad de pensar lo que en los textos vive todavía. Los análisis mecánicos (incluido el “análisis automático” del discurso de Pecheux) tratan los discursos como si fueran letra muerta, un desecho de una conciencia (lo que se reconoce como “obra”). Pero si la filología es una ciencia de la vida, lo que interesa es el contacto con algo que en los textos vive todavía. Respondo, pues, brutalmente: ¿alguien es capaz de confiarle a una licuadora una decisión sobre experiencias de vida? Las inteligencias artificiales del tipo GPT alguna vez serán nuestro Skynet. Por el momento son formas de pensar muy imbéciles que además no saben casi nada más que lo que les han hecho leer. Por ejemplo, pedile el argumento de The Buenos Aires Affaire de Manuel Puig a GPT a ver qué te contesta.
La filología es vieja, sí. La escritura también lo es. Nada de eso hace que esas tecnologías deban necesariamente reemplazarse por otras. Es un poco el snobismo, del cual los humanistas no estamos exentos, lo que ha hecho de la filología una vieja loca que conviene no visitar demasiado.
En rigor es todo lo contrario. Y cuando uno vuelve a ella después de haber pasado noches de descontrol abrazado a devenires, rizomas, biografemas, y sexodisidencias, se encuentra con que todo estaba ya allí y había que saber, sencillamente, usarlo.
Es muy probable que la filología ya no exista como tal y sea un nombre inadecuado para el conjunto de disciplinas en las que nos desempeñamos. Pero el punto de vista filológico (ese perspectivismo que pretende escuchar al mismo tiempo las hablas, los textos y la cultura como unidades de vida) es, creo, algo que todavía nos interpela.
¿Por qué una Cátedra libre de estudios filológicos latinoamericanos «Pedro Henríquez Ureña»?
Nos fue pedida por la embajada dominicana en Argentina y el Instituto de Filología creyó que yo era la persona indicada para coordinarla. A mí me llegó en el momento justo en el que estaba aprendiendo las canciones de la abuela. Por otro lado, Pedro Henríquez Ureña fue uno de los primeros filólogos novomundanos de verdad (Alfonso Reyes, tal vez el primer comparatista), que se comprometió con un análisis detenido y pletórico de hipótesis políticas de lo novomundano como una unidad y no como la sumatoria de literaturas y lenguajes nacionales.
Quienes integramos la cátedra venimos de un estudio comparatista de la literatura mundial. Eso nos obligó, lo quisiéramos o no, a definir un punto de vista excéntrico para leer esa gran tradición. El punto de vista es novomundano o, si se quiere, novomundano. De modo que estábamos en condiciones de torcer ese aparato óptico para enfocarlo en dirección a nuestras propias experiencias.
La felicidad que esta cátedra nos provoca tiene que ver con la posibilidad de decir cualquier cosa, sobre cualquier objeto, desde los usos inclusivos del lenguaje al análisis cuantitativo de las apariciones de cierta palabra en los corpora digitales de la prensa escrita en español.
Ahora se nos dio por investigar las “ideas de pueblo” en los estudios filológicos novomundanos. Veremos qué sale…////PACO
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