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Leer a Slavoj Žižek desde Michel de Montaigne no implica grandes esfuerzos. Tampoco genera amplias ganancias. La ironía y la digresión como organizadoras invariables, la elección de temas universales, la mezcla de citas eruditas y populares, y hasta el uso de un barroco amable que incluye siempre al lector en su horizonte de sentido, marcan en ambos un recorrido afin. Hay trampa: todos los ensayistas antiguos, modernos y contemporáneos pueden ser leídos desde Montaigne. Sin llegar a modificar esta afirmación, algunos detalles biográficos acercan un poco más al francés y al esloveno. Montaigne fue elegido alcalde de Burdeos y rechazó formar parte de la corte de Enrique IV. Žižek se presentó como candidato a presidente de Slovenia en 1990 y se dice que perdió por muy poco. Así, la política está en ambos. Mejor dicho, lo que está es una práctica lateral y el murmullo de ese intento siempre un poco estrangulado y atractivo de darle al hombre, a su ser político, una respuesta.
La descripción interesada de Žižek debería señalar su vinculación erótico-sentimental con la historia, su histrionismo –relevante porque su escritura deriva de sus intervenciones como profesor o conferencista–, el cine como proveedor de ejemplos pero también Kafka y Shakespeare leídos como arte de masas, y, bien publicitado por él mismo, una relación puntual con una recurrente serie bibliográfica. “El espacio teórico de este libro está moldeado por tres centros de gravedad: la dialéctica hegeliana, la teoría psicoanalítica lacaneana, y la crítica contemporánea de la ideología” señala en la introducción de Por qué no saben lo que hacen. La descripción es certera y Žižek la apuntala cada vez que puede. Forzando apenas las cosas podríamos señalar que “crítica contemporánea de la ideología” es una forma elegante y elíptica de decir “marxismo aplicado.”
De este conjunto de intereses nucleares, su pertenecía al grupo contemporáneo que utiliza a Jaques Lacan como insumo bibliográfico para leer la serie social me parece lo más inusual y magnético, aunque haya dejado hace tiempo de ser novedad. ¿Un Lacan sociólogo? Qué mal suena. Qué poca afinidad. Y sin embargo, tenemos ya dos libros –no uno, dos– que impulsan la idea de una “izquierda lacaneana.” El valor local se titula Para una izquierda lacaneana y lo escribió Jorge Aleman. El europeo es La izquierda lacaneana y lo firmó Yannis Stavrakakis. Ambos se leen como teóricos responsables y sus libros, como honestos intentos de conexión entre el psicoanálisis y el mundo político. (Si hubiera llevado exactamente el mismo nombre el efecto doppelgänger habría sido incómodo. Una preposición y un artículo todavía pueden salvarnos.)
Este grupo de intelectuales, ligados a las universidades del primer mundo, lograron, descentrando la teoría psicoanalítica, revitalizar una izquierda que se había transformado en poco más que una queja histérica. De todo ellos, Žižek fue el que más cerca estuvo de un comunismo cotidiano y es el que más explícita hace su apuesta al regreso de políticas radicales que cambien el régimen del capital. Su flirteo con los totalitarismos no termina nunca de ser irónico y eso lo diferencia de los otros lacaneano sociales, sobre todo de los arrobados franceses.
¿Y si, aprovechando algunas coincidencias, leyéramos a Žižek como un eslabón perdido de nuestra historia? ¿Un peronismo lacaneano? Hay algo argentino en Žižek. Todos lo notamos. Pero ¿qué es? ¿En dónde podría darse ese cruce? El habla obsesiva y su gesticulación, el humor, la ideologización sistemática de los objetos y conceptos que nos rodean como, por ejemplo, la Coca-Cola, la democracia o el inodoro, pero sobre todo el examen minucioso de vida privada, la política y el deseo, acercan a Žižek a nuestro muy tematizado populismo local. Entendemos cuando habla y escribe por eso mismo, porque lo hace de la manera en que lo hacemos nosotros, con nuestro vocabulario conceptual y nuestra sintaxis, pese al inglés recalado de acento eslavo.
¿Žižek y Perón, entonces? No me parecen tan difíciles de enhebrar estos nombres propios, al menos desde Buenos Aires. Voy de nuevo. El culto a la neurosis, los espasmos plebeyos, esa imagen desaliñeada, incluso mugrosa, su gusto por la ópera y por Wagner, sus versiones de Hegel: el semblante de Žižek nos resulta familiar, sí, es ese peronismo instruido que camina, incansable, los pasillos de nuestras universidades nacionales. Sus temas ¿no son los temas de las Revista Envido, de la Revista Víspera, de la renovación cafierista y la Revista Unidos?
Sin embargo, el cruce o la similitud más importante se da, entiendo, en la certeza freudiana de que no hay otro malestar en la cultura más allá del goce. Sin más, lo dice en su libro Por qué no saben lo que hacen cuyo subtítulo es El goce como un factor político.
Nuestro primer peronismo fue un movimiento de masas, que, aunque claramente revolucionario y estatista, resultó mucho menos coercitivo que sus padres europeos. Y si las izquierdas totalitarias se volvieron muy rápido represivas al punto de crueldades absurdas, Žižek, como el peronismo primordial, atiende el deseo de la masa, escucha el goce que azota al trabajador, su individuo privilegiado, y luego intenta interpretarlo y conducirlo. Los dos verbos resultan aquí pertinentes. Cito un párrafo del libro Lacan: Heidegger de Jorge Alemán y Sergio Larriera:
“La soberbia liberal que actualmente proclama que la producción va inexorablemente ligada a la propiedad privada, ¿no se asienta acaso en saber que es ese fantasma el que no puede ser atravesado por los pensadores marxistas? La función del objeto en el fantasma es justamente lo ausente en la formulación marxista de la ideología. Nada puede hacer ningún adoctrinamiento ideológico frente a la inercia del goce inducida por el objeto en el ser que habla. El marxismo ha retrocedido frente a todas las cuestiones donde el goce puede anidar: la cuestión del objeto técnico como plus de goce antes mencionada, y los otros puntos cruciales atinentes al goce, la cuestión de los pueblos, las lenguas y las religiones. En definitiva, aquellas cuestiones que, como Lacan ya formulaba en sus Escritos, no pueden ser reducidas por el sentido.”
En una duplicidad –por lo menos sorprendente– este fragmento parece hablarnos, al mismo tiempo, del tema central de la ensayística de Žižek y del programa inicial del primer peronismo. A saber, transcender las rígidas apelaciones a la conciencia del marxismo incorporando la experiencia cotidiana de una clase trabajadora modernizada que ya no es la del siglo XIX, ni siquiera la de los años 20. Señalo que también tienen los mismos enemigos, empezando por lo que Aleman y Larriera llaman “la soberbia liberal.”
Victor Sklovsky escribió en su libro Viaje sentimental: “Creo que Dostoievski tenía razón cuando decía que cada ruso tiene dos patrias: Rusia y Europa.” Después agregó que eran dos patrias muy exigente y que sus intereses muchas veces no coincidían. La idea del ruso mirando y comprendiendo los demás pueblos del mundo le recordaba a Sklovsky la imagen de Tolstoi viajando por los Alpes mientras hojeaba un libro de Rousseau “para confrontar el paisaje con las descripciones.” Rousseau, o fragmentos de Rousseau, están en nacimiento de la Argentina como proyecto nacional. La contemplación de su paisaje y la constatación del mismo en las páginas de los libros también nos es propia. Sobre las dos patrias se dijo mucho. Así que mientras releo Viaje sentimental, al cual accedo traducido al castellano desde el italiano, me dejo tentar por el vértigo de las analogías y empujo todavía un poco más. ¿Y si en vez de pensar a Žižek como un excéntrico teórico del peronismo, admitiéramos la pertenencia de la Argentina a ese conglomerado de culturas y lenguas que llamamos Europa del Este? Es verdad, la geografía más elemental nos juega en contra. Pero el océano Atlántico no impidió nunca que nuestras raíces europeas florecieran en la pampa, en la cordillera o en nuestros litorales. Por otra parte compartimos con nuestros hermanos eslavos esa mezcla de brutalidad balcánica y fornidas tradiciones, esa segundidad tironeada por el centro y la romántica periferia que nos hace sensibles a la experimentación política, al caudillismo y al ejercicio del carisma en diálogo con la modernización de los regímenes del trabajo. Eslovenia, después de todo, limita con Italia. Y todos sabemos que Italia y Argentina existen pegadas, con especial énfasis en las idiosincracias culturales, el fatalismo, la melancolía mediterránea y la frontera lingüística de los nombres propios.
¿No sería entonces Ernesto Laclau sino Žižek el lacaneano del kirchnerismo? Es probable. Sin embargo, cuando estuvo por acá, Buenos Aires no logró imponerle su lengua, ni seducirlo, ni mucho menos transmitirle las ideas base de nuestro máximo aporte a la praxis política. En vez de eso, el filósofo chocó contra los aguerridos lacaneanos locales, contra su meritocracia y su organicidad que es mucho más exigente que la del PCUS. Público cautivo pero ávido de herramientas conceptuales y poco atento a desafíos abstractos, descubrió rápidamente la heterodoxia del esloveno y lo condenó. No hubo discusión. Era previsible. Los hombres y mujeres de la EOL hablan el lenguaje íntimo y clínico, casi fóbico, del consultorio. Žižek los invitaba al camino de la participación comunitaria y encima les decía que Deleuze era lacaneano. Mucho mejor le fue en el plano menos estratificado de la continuidad editorial y en el más anárquico de la Facultad de Filosofía y Letras donde lo aplaudió una multitud. Y sin embargo, eso no alcanzó y Žižek partió hacia nuevos destinos universitarios. (Su visita tiene otro capítulo, bastante conocido. Sus biógrafos van a tener que contarlo. No me detengo en él porque aparte de goce habría que hablar de sexo y chismes, y eso me estropearía, al menos aquí, el estilo.)
Voy cerrando: la Argentina siempre fue ineficiente exportando teoría política. Más bien resultó una omnívora importadora con muy disímiles resultados. Mientras tanto, hay un documental que puede verse en YouTube donde Žižek monologa debajo de un cuadrito con la imagen de Stalin que tiene en la entrada de su casa en Liubliana. El filósofo explica ese recibimiento con una frase simple y directa. Se trata de una provocación contra el progresismo sí, pero también de una declaración de principios políticos: “El punto es evitar la trampa de la oposición standard del liberalismo: libertad versus totalitarismo o disciplina y entonces rehabilitás las nociones de disciplina, orden colectivo, subordinación, sacrificio y todo eso.” La frase es soviética y leninista, pero ¿no suena también al discurso orgulloso de los lectores institucionales, pero no necesariamente distraídos, de La comunidad organizada?
Cualquier argentino, incluso el más gorila, sabe que Juan Domingo Perón fue un líder mejor, más humano, más genuino y feliz, más decididamente exitoso, que Iósif Stalin. Mientras tanto, hoy, ahora mismo, en algún gabinete filosófico de un campus del norte, quizás sin saberlo, envueltos en lecturas atrasadas del seminario 7, alumnos ocasionales de Slavoj Žižek sueñan con la pinta de Carlos Gardel.///PACO