Robles: Esta última anécdota está vinculada sólo lateralmente a Zelarayán, pero creo que lo ilumina un poco. Pasó durante los años noventa, más o menos en la época de la conversación que mantuvimos con Zelarayán sobre Haroldo Conti, o un poco después. Yo leía y escribía poesía, creo que porque me resultaba más fácil que la narrativa. Y uno de los autores que más leía era Juan Gelman, que vivía en México. Me propuse escribirle una carta, pero no tenía la dirección. La busqué a través de varias personas. Una de ellas fue Zelarayán, que me dijo: “preguntale a Pedro Orgambide” y me pasó su número de teléfono. Me comuniqué con él y le expliqué el motivo de mi llamado. Orgambide me preguntó quién era yo, si me gustaba escribir y por qué estaba interesado en la dirección de Gelman. Yo le respondí y él me dijo que creía tenerla en alguna parte. “Vení a visitarme y te la paso”, dijo. Quedé en ir a su casa la semana siguiente. Ese mismo día me compré en una librería El escriba, la última novela de Orgambide, un relato sobre los años de Roberto Arlt en el diario Crítica. Además de Arlt, aparecían en el libro Natalio Botana, Salvadora Onrubia, Conrado Nalé Roxlo. Orgambide había escrito, además, las biografías de Horacio Quiroga, Raúl González Tuñón, Ezequiel Martínez Estrada y Enrique Santos Discépolo. Era un narrador clásico, prolijo, de una prosa fluida con muchos giros del lenguaje porteño. Un nostálgico de los años treinta y cuarenta. No sólo en sus biografías, sino también en sus novelas, sus personajes solían ser escritores. Había ganado los premios Konex y Casa de las Américas, entre otros. El escriba no me llamó la atención, pero se dejaba leer. A la distancia, sin haberlo releído, creo que era un buen libro. En ese momento no lo supe apreciar, me seducían más otro tipo de lecturas. Un poco más épicas, quizás. Lo terminé en el subte mientras iba a visitarlo. Orgambide vivía en la planta baja de un edificio al lado de la facultad de Medicina. Me recibió en pantuflas, en el living de su casa. Según la solapa de su novela tenía alrededor de sesenta años, pero aparentaba unos cuantos más. Yo iba preparado para un encuentro breve, pero él me invitó a sentarme en uno de los sillones. Apareció una mujer más joven que él, que supongo era la esposa, y nos ofreció té. Le conté que había leído su novela y se la di para que me la autografiara. Eso le gustó. Me contó que siempre había estado fascinado por Roberto Arlt y en particular con su trabajo en el diario Crítica, y que el libro le había servido para canalizar ese interés. También dijo que, cuando era joven, lo había conocido a Conrado Nalé Roxlo, que le contó algunas de las historias que aparecen en la novela. Después me preguntó, otra vez, por mis inclinaciones literarias. Quería saber qué leía y qué escribía. Fue una conversación amable y un poco errática, cuyo sentido último se me escapaba. ¿De dónde nacía su interés en mí? ¿Y si era un pedófilo? La breve aparición de su mujer me tranquilizó en ese sentido. Me habló acerca de su trayectoria como escritor y periodista. “Siempre me interesaron las vidas de escritores”, dijo. Después me regaló algunos libros suyos. En el autógrafo puso: “para mi colega Sebastián Robles”. El encuentro se estaba haciendo largo y todavía no habíamos hablado una sola palabra sobre la dirección de Gelman, que era el verdadero propósito de mi visita. Después de una hora y media, Orgambide miró su reloj y me dijo, como pidiendo disculpas, que tenía una reunión en un rato. “Volvé a visitarme cuando quieras”, agregó mientras se levantaba del sillón y me acompañaba hasta la puerta. Antes de salir le pregunté por la dirección de Gelman. Me miró como si no supiera de qué le estaba hablando. “No la tengo”, dijo al final. Tardé un tiempo en entender el sentido de ese encuentro. Lo conté muchas veces, incluso por escrito, pero el relato no encajaba en ninguna parte. Orgambide era un escritor en muchos sentidos opuesto a Zelarayán, tanto por lo clásico de su narrativa, casi periodística, como por la obra extensa que dejó publicada. Un trabajador metódico, buen administrador de sus propios recursos, para nada alucinado con el giro lingüístico. Más bien al contrario. Escribía biografías de escritores mientras que Zelarayán mentía sobre la suya. No había jóvenes escritores dispuestos a leerlo ni a reivindicar su obra, el olvido ya lo estaba disolviendo aunque todavía le quedaban algunos años de vida y unos cuantos libros por delante. Era una persona educada y amable que ganaba premios prestigiosos. Y creo que a pesar de todo eso, él buscaba algo que Zelarayán encontró. Algo que no es exactamente reconocimiento y que no tiene nada que ver con los premios ni con la calidad literaria. Tampoco con la vanidad, sino con la pertenencia a un entramado de escritores y lectores que en algún momento también van a arbitrar sobre las mitologías de sus antecesores. Eso que Zelarayán controlaba bien y que no tiene que ver sólo con los libros, sino también con la idea o la sensación de que la literatura es una de las formas de la desolación, tal vez la menos mala.

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Revista Literal: García, Lamborghini, Zelarayán y Guzmán.

Terra: Es muy buena la comparación, el contraste. Pero no deja de ser romántico. Y es algo que me pesa, o si querés, algo a lo que le dediqué más de un pensamiento. La pregunta es ¿por qué? ¿Por qué escribir? Y después de esa pregunta que no tiene respuesta, viene otra que no es menor terrible, ¿cómo escribir? Yo me siento muy reflejado en Orgambide, en su destino de silencio, en su obrar pulcro, en su artesanía poco estridente, en su clasicismo, en sus ingenuas aspiraciones de lector. Si me dieran a elegir, yo le haría la mudanza a Orgambide, no a Zelarayán. A Zelarayán desnudo tirado en un colchón lo rociaría con nafta y lo prendería fuego. Aunque, en realidad, para ser sincero, creo que no le haría la mudanza a nadie porque la idea misma de mudanza es algo que me desagrada. Cité los artículos de Casas y también podría citar el libro de Cucurto, editado por primera vez en 1998, que se llama, sin más, Zelarayán. Viene en la parte de atrás de una novelita muy breve Las aventuras del Sr. Maíz y que publicó Interzona en el 2005. Los poemas más conspicuos son Una mañana terrible y Apocalíptico rescate de Zelarayán. No son poemas muy buenos, a mí al menos no me lo parecen. Una mañana terrible, que abre el libro, empieza así:

A las diez

de la mañana

recitando sus mejores

poemas

asustando a cajeras y viejas

con su aullido

Ricardo Zelarayán

era arrastrado de los pelos

por los guardias de seguridad

por tirar las espinacas

al piso,

la bandeja de los kiwis

al piso,

por destapar los yogures

de litro.

El poeta recita sus mejores poemas y asusta a cajeras de supermercado y a viejas. Bueno, supongo que eso ya significa algo. Ese Zelarayán me parece infantil, poco atractivo, un viejo boludo y agresivo sin más. Pero aparte de eso hay algo que me irrita un poco por lo burdo, porque es muy fácil de anticipar. La operación de Cucurto, o la operación que intenta Cucurto, es muy vieja en la Argentina. Es un poco la que hizo Borges con Evaristo Carriego. Ya está estudiado lo que pasa con ese libro, con el biógrafo y el autor. Se toma un poeta menor y se lo elogia y deforma para beneficio del biógrafo, no tanto del biografiado. Mavrakis dice que el libro de Houellebecq sobre Lovecraft se puede comparar al Carriego. El juego de contrastes y diferencias se hace muy rico, es casi barroco, con pliegues, espejos y reflejos condicionados. Sarmiento también opera así con Facundo, para atacar a Rosas, pero no solo en esa escritura lo usa, no es solo con Facundo, sino también con su hijo Dominguito, y con varios personajes más con los que él va armando su carrera literaria y política, y en su traza también va armando una forma de entender y leer la Argentina, y finalmente de construir la nación. También se puede puede citar Operación Masotta de Correas que lleva el Carriego a otro nivel. Pero en el caso de Zelarayán no hay captura o apropiación, o mejor dicho, el sujeto biografiado también hace negocio, colabora, trabaja para sus biografiados que son tímidos y acatan, y ni siquiera escriben una biografía, sino fragmentos sueltos, intervenciones lúdicas. Se ve en el poema de Cucurto. La construcción de una leyenda torpe se nota mucho. El mismo Zelarayán, como vos decís, trabaja para eso.  Está la contratapa pero también en el prólogo de La piel de caballo, donde pega frases de elogios bastante vulgares y luego sentencia “nadie se animó a decir que la novela era mala.” Bueno, Ricardo, habría que decir hoy, también el pudor y la vergüenza secreta aparte de la falsa humildad. Creo que tus anécdotas no son mitificación sino una apropiación narrativa de primera mano. En algún punto nosotros también lo estamos canibalizando a Zelarayán -yo que me dedico a la crítica sé de qué se trata eso- pero no nos tragamos todo, lo que no nos gusta lo escupimos. Volví a leer los poemas y encontré algunas cosas… Casi que me descubrí a mi mismo haciendo fuerza para que me guste. Pero no, es muy poco lo que me parece pasable, ya ni siquiera bueno. A diferencia de eso, tu anécdotas me resultan magnéticas. Por otra parte, el poeta croto, puede conmover pero ya no asusta, como decía. No incomoda. Ignorar a Zelarayán es lo más simple del mundo. Su mito, su pequeña leyenda, es dócil. Su libros no golpean ni rebotan contra nada. Es como Tabarovsky y su idea de literatura de izquierda, esa falsa incomodidad, esas remanidas y muy citadas “operaciones con la lengua.” Me faltaba leer Lata peinada y lo compré por Mercado libre y lo leí… hasta donde pude. Con todo me parece lo mejor suyo. Voy por partes. El libro en el 2008, tiene un prólogo de Laura Estrin donde se repiten todos los lugares comunes y las operaciones de lectura degradantes que citamos más algunas otras, apilados de manera exhortativa, apabullante. Como si gritara en vez de escribir, pero no un grito de verdad o de fuerza, sino los gritos molestos de una vecina que amenaza con suicidarse un sábado a las tres de la tarde. Todo escribimos mal en algún momento. Todos escribimos hipérboles y ripios. Pero Estrin parece no tener otra cosa para ofrecer. Se abusa. Quizás no había otras ideas para señalar, otra descripción para hacer, el recurso de la oralidad, la fragmentariedad, el regionalismo conceptual anti-porteño, la recomposición a cargo del lector, todas esas afectaciones… Sin embargo, qué desprolijidad para enunciarlas, qué vértigo. Igual esto no es lo peor. Lo peor es que le cree todo a Zelarayán. Lo festeja con su brutalidad. No deja caer ni un resto de duda sobre sus proyectos y ni se corre del manual de cómo Zelarayán dice, o incluso ordena, que debe ser leído. Recuerdo a Estrin de mi paso por Puán. No fui alumno suyo pero la veía dando vueltas por ahí. Era parte de la cátedra de Nicolás Rosa y me acuerdo que se vestía muy mal, con colores beige, y aunque no era vieja parecía vieja y siempre hablaba con una seriedad insultante. Se notaba que no había leído muchos libros, pero que, los que había leído, los había subrayado con resaltador verde fosforescente. Hay gente a la que se le nota la biblioteca, o la ausencia de biblioteca, en la cara. Pero, bueno, una vez pasado el prólogo donde perdemos la oportunidad de darle un poco de armazón de sentido a lo que sigue, lo que tenemos es una reedición de la Gran Macedonio Fernández. El editor advierte que fue él, no el autor, el que le dio la forma final al libro. ¿Y de qué está compuesto el libro? De anotaciones, relatos, poemas en prosa, y otros detritos escriturales. Algunos ocurrentes, otros incluso interesantes o sorprendentes. Es una invitación a la arqueología, a leer salteado, a recomponer. Estrin lo llega a citar. Zelarayán dice que la novela es la lata que no se deja peinar, el género que no sale, el género imposible. Pero el editor agarra los papeles, los pone todos juntos, les da un orden, los numera, le pone de título Lata peinada. Y se acabó la imposibilidad. Este Zelarayán me resulta un Narosky psicoanalizado, caprichoso y prostibulario. Pero con todo, recorrer Lata peinada no es aburrido, o al menos me resultó menos aburrido que sus otros libros. Digamos que es como un saco deshilachado. Te lo podés poner para ir a una fiesta de disfraces. Pero ya a la segunda fiesta de disfraces a la que vas con un saco deshilachado es que no se te ocurrió ninguna idea mejor. Y no lo podés usar para ir a ver a un amigo, mucho menos a una mujer. Creo, bah, estoy convencido de que hoy tenemos escritores mucho más interesantes que Zelarayán. Señalo solo a dos: Nicolás Mavrakis y Bob Chow. Son muy diferentes, casi diré opuestos. Bob Chow es una máquina de anécdotas. Te puede contar de sus encuentros extraterrestres, de sus viajes físicos y astrales, de la música que hace, de su padre escapando de los nazis, de drogas, de alucines varios, y todo eso está en sus libros de manera contundente y casual, en el estilo del peón de campo que pasa por al lado de un perro y lo acaricia o lo patea, según su ánimo. Mavrakis es otra cosa. Entre el 2014 y el 2015, dábamos clases juntos en Callao y Posadas. Terminábamos tarde y hacia las diez de la noche volvíamos a casa. Pasabamos por la Avenida Alvear y cruzábamos todo el frente del cementerio de la Recoleta. El barrio de los ricos y el barrio de los muertos. Hablábamos de muchas cosas, la mayoría de las veces de cosas sin importancia. O importantes pero de forma casual, liviana. Hablábamos de Hitchens, de Amis, de Arlt, de nuestras lecturas, las comparábamos. Mavrakis me contaba sus ideas sobre Houellebecq y yo le decía que tenía que ponerlas en un libro y él dudaba, con esa mueca de “no es para tanto” que tienen las personas inteligentes. Digamos que eran caminatas sin estridencias. Había entendimiento. Para muchos Mavrakis puede ser insoportable, sin embargo, yo siempre que puedo recuerdo su amabilidad y su inteligencia, y no puedo más que pensar en la alegría de no buscar los desfases, de poder ser uno mismo porque un amigo te entiende. ¿Entonces? No hay anécdota. O hay una anécdota límpida, casi anodina. Entendimiento con comentarios al pasar sobre cosas que nos importan, sobre libros y lecturas, a veces también un poco de humor. La alegría de estar con un par. Creo que puedo cifrar en esas caminatas mi reencuentro con la idea de ser adulto y de examinar el mundo con distancia y precisión. Y creo que eso vale. Siempre vale. Hoy, en estos tiempos de chistes vulgares y exhibicionismo, tal vez, mucho más./////PACO