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Terra: La escena del viejo, ya lastimado por el abandono, acostado desnudo en un colchón mientras los jóvenes poetas le hacen la mudanza, se la leí a Fabián Casas. La puso en un breve artículo titulado, atención, Función social de la poesía. Está en la web. Casas le dedicó más de un artículo pero no sé si lo entendió a Zelarayán, porque lo que él construye es un personaje visto casi desde lo publicitario, un gesto muy burdo de mitificación, con unos conceptos sobre qué es y cómo se hace la poesía de primera clase de taller literario… En uno de esos artículos lo compara con Frank Zappa, qué sé yo. Casas como articulista me parece siempre una desgracia risueña.
Robles: Creo que la persona que mejor entendió quién era Zelarayán fue mi tía, que era la encargada de cobrarle el alquiler mientras vivió en el departamento de la calle Viamonte. Zelarayán tiraba la plata sobre la mesa como si le estuviera haciendo un favor o, peor todavía, con desprecio. “Me trata como una burguesa que le está chupando la sangre”, solía decir ella. Era como si ese pago -que, me consta, estaba muy por debajo del precio de mercado- le pareciera una injusticia. Alquilaba el departamento sin ningún contrato de por medio y se fue de un día al otro, casi sin avisar, a lo de una mujer que nunca supimos si era su admiradora, su novia o quién era, una mina de mucha plata que tenía un piso cerca del Alto Palermo. Vivió ahí un año hasta que ella lo echó. En esa época mi tía estuvo en Paraná y pasó por la casa que había pertenecido a la familia Zelarayán. Efectivamente, como él contaba entre sus amigos, quedaba muy cerca de la casa de los Massera. Tanto una como la otra eran familias de la aristocracia local que vivían en caserones coloniales, con sirvientes y mucamas. Zelarayán, concluyó mi tía, era el hijo renegado de esa familia, la oveja negra que vino a Buenos Aires y se dedicó a la literatura, al periodismo y a dilapidar la herencia que le había tocado. La corte de amigos, conocidos y lectores que tenía a su alrededor replicaba, de alguna manera, el modo de vida que había tenido desde su infancia en Paraná. Esto contrasta con la historia que Zelarayán cuenta en algunas entrevistas, donde se hace pasar por hijo de una india y nieto de un peón golondrina. Nada más lejos de la realidad.
Terra: Ahora que recuerdo Martín Prieto cita el posfacio de La obsesión del espacio en su Breve historia de la literatura argentina. Creo que no cita versos de sus poemas, sino esa especie de ars poetica, tan breve y sosa que no genera sorpresas. Ahí Zelarayán divaga sobre la poesía, la lengua, la realidad, no como un borracho de madrugada, que puede ser insoportable pero chispeante, sino como un enfermo atontado por la morfina que desde la cama tira enunciados esencialistas. Por ejemplo, “La prosa es poesía o nada” o “las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos vendieron como realidad”, a lo que uno estaría tentando de responderle “calmese, abuelo, que le va a hacer mal.” Prieto retoma lo del escritor que escucha al pasar una conversación, algo que señala Casas también. La escena es muy simple. Zelarayán está en una pizzería y el cajero habla por teléfono con un tercero de comprar un hotel alojamiento. La frase celebrada no es gran cosa: “La verdad es que cuando hablo con usted salen cositas.” Tanto Zelarayán, como Casas y Prieto, cargan las tintas en la palabra “cositas”, pasando por alto la sordidez -y su evidente deriva sensual- de un cajero de bar en tren de comprar un telo. “Cositas.” Yo diría más bien “poca cosa.” Prieto enseguida cita a Lacan, que hubiese sonreído con muy preciso desdén frente a esas “adaptaciones” de sus teorías, y después acepta, Prieto, no Lacan, que ese proyecto de incorporar los avances en lingüística y psicoanálisis a la literatura se aprecia hoy “devaluado.” Sí, parece que Zelarayán era sordo. Y lo hacen pasar por el poeta que escucha. Pero vos dijiste “El escritor que sólo escuchaba su propia voz.” Eso me convence más, y se ve en sus libros.
Robles: Más que una obra escrita, el hallazgo que yo rescato en Zelarayán es haberse transformado él mismo en un dispositivo literario. Yo podría seguir contando anécdotas, incluso podría inventarlas, y todas tendrían algún sustento. Todas funcionan. Es un personaje grotesco, egoísta y a veces, en contraste, inesperadamente lúcido. Está construido en contra de los usos y costumbres de su época en el ambiente literario, que se parecen un poco a las nuestras. Por eso, yo lo valoro. Creía más en su propia mitologización que en cualquier otra cosa. Pero a través de los otros, más aún que de la escritura. Podríamos decir que creía en la oralidad más que en la escritura, en la idea de que esa oralidad lo iba a transformar en una leyenda. Leo a Augusto Munaro en una entrevista que le hizo a Damián Ríos: “Como el gran Ricardo Zelarayán, Ríos lucha constantemente por impedir el amodorramiento de la lengua”. Me parece que es el tipo de lectura que Zelarayán despreciaba y a la vez usufructuaba, porque lo volvía parte de una aristocracia invisible que le permitía sobrevivir más allá de sus formas, que eran las de un cavernícola, un linyera, un tipo que caminaba directo hacia la disolución. Primero lo salvaron los amigos, después los lectores. Nosotros mismos, que contamos sus anécdotas y reflexionamos sobre él. No se calentaba por terminar ni publicar nada: dejaba que los otros lo hicieran. Y estaba orgulloso de que lo reeditaran y de que los más jóvenes lo leyeran con esa veneración un poco aturdida, mezclada con las anécdotas que contaban sobre él. Ahí, en ese equívoco, está su verdadera fortaleza, su impulso vital que todavía hoy subsiste. Lo demás es pura hojarasca.
Terra: Bueno, si te fijás bien, lo que triunfa al final siempre es contar una historia. Si el escritor no la cuenta, la contarán otros. Digo lo que se impone es la narración, no el pantano de la lengua, que todos transitamos, con el que todos lidiamos. Ahí hay una lección que me interesa… Más que una lección lo que hay es el advenimiento de una tradición, la de contar historias, que disuelve todas las boludeces y afectaciones a las que podemos adscribir. La escritura de Zelarayán era hija del giro lingüístico, del alto modernismo, de esas expresiones volcadas hacia la materialidad de la lengua, y no era la mejor dentro de esa línea, con esos juegos de palabras atolondrados… Pero, pese a esa deconstrucción, al final lo que nos deja son esas anécdotas, ese cuerpo que se deshacía y que irradiaba historias, eso que vos llamás dispositivo y que pasás a narrar. Yo no tengo anécdotas con Zelarayan, aunque sí me llama hablar de sus lectores y de lo que escribía él. Ahí hay algo que me convoca bastante, esas operaciones. Me acuerdo que yo trabajaba en Perfil, en la redacción, esto sería hace diez, doce años, y Fabián Casas venía a pasar facturas por notas que le publicaba Maxi Tomas y una vez me habló de La piel de caballo. Casas es pésimo elogiando. O sea, es muy entusiasta y te contagia ese entusiasmo pero en general elogia todo, y enseguida sobreviene la decepción, así que yo ya desconfié. Me habló de una escena donde un tipo le rompe el título de maestra de escuela a una mina en la cara y me dijo que César Aira le había dicho que era la mejor escena de la literatura argentina. Bien. Yo sabía que Zelarayán sonaba como poeta y lo de una novela me sorprendió así que fui y compré la edición de Adriana Hidalgo. Tengo ahora el libro frente a mí y en la contratapa, arriba, dice: “Algunas opiniones recogidas por el autor.” Y lo que sigue son elogios firmados por Ricardo Piglia, Luis Gusmán, Germán García, un “periodista interesado en la literatura” y “Mario, joven colaborador de revistas literarias.” Es bastante gracioso eso. Me lo imagino a Zelarayán llamando a la editorial y pidiendo que pongan eso en la contratapa con esa mezcla de firmas. La línea de Ricardo Piglia decía: “Che, la estoy leyendo por tercera vez. ¡El tono es de Céline!” Me acuerdo que todo esto ya me parecía raro así que abrí el libro y leí veinte páginas. El problema no fue que no entendí, sino que me aburrió. Había algunas piruetas modernistas con la lengua, juegos de palabras, oralidad, miserabilismo, nada del otro mundo. Lo volví a “revisar” ya con distancia pero no hubo caso y después, como suele pasar con los libros que no nos interesan, fue quedando en la base de la pila de libros pendientes. Mucho tiempo después Carlos Godoy confirmó mi lectura: “es pura impostura, lo de Zelarayán”. Entendí que decía que Casas elogiaba desde la afectación, para “darse aires” de lector, y creo que un poco es así. Después en otro momento leí, esta vez de forma completa, los poemas de La obsesión del espacio. Y qué querés que te diga, para mí no eran buenos, ni eran del montón, eran directamente malos. Desde luego, la poesía mala se comporta de maneras mucho menos previsibles que la prosa, e incluso que la poesía buena. La poesía tiene ese regusto final, esa rebarba de inutilidad, que siempre la hace interesante, incluso cuando es mala, o te diría más, sobre todo cuando es mala. Esta la frase esa de Wilde: “la mala poesía siempre es honesta.” Pero como fuere esos dos son libros que no están en mis lecturas. En realidad lo que más me gusta de Zelarayán, lo único que me parece bueno, te diré, es la entrevista que le hizo a Filloy para Clarín que salió en mayo de 1975. Ahí noto algo más entero, hay un diálogo, lo que pregunta está muy bien, pero, claro, del otro lado, como protagonista, está Filloy, que es un escritor muy potente. Mistificar, mistificar y mitologizar escritores es casi un género y un género que me gusta. Pero también es un género con trucos que ya conocemos. O sea, los fantasmas del escritor maldito hoy no asustan tanto. Esa sábana blanca ya no brilla tanto en la oscuridad. Creo que el género funciona cuando realmente el tipo es un personaje. Y con Zelarayán funciona. Funciona con Fogwill. Mucho menos con Libertella, por poner un ejemplo. Obviamente si la obra es incomprendida o hermética, eso ayuda. El efecto más extremo que conozco es el del madrileño Aliocha Coll. Se podría formalizar un poco la idea. Si la obra del escritor a mitologizar es importante, o sea, si el escritor ya narró, publicó, opinó, y se narró a sí mismo y a su mundo, el mecanismo de mitologización no terminan de cuajar. Por eso Zelarayán es ideal. No escribió nada y lo poco que escribió nadie lo lee y, como queda claro por lo que contás, era un tipo terrible y muy narrable. Más allá de este caso entonces habría que analizar un poco más el género. Dado que la tilinguería y el arribismo hoy funcionan como motores culturales muy presentes en el entramado en el que nos movemos sería por lo menos inquietante que los escritores empezaran a narrar la vida de otros escritores. Bueno, a Bolaño le salía muy bien. Pero esa situación, ese pliegue, de que los libros no importen y lo que importe sea el personaje, genera un efecto de invernadero mental. Ojo, no me cierro a esa toxicidad, pero convengamos que es muy parodiable. ¿La búsqueda del escritor perdido cuya biografía, no su obra, me va a salvar de mi propia mediocridad a la hora de escribir? Quizás sea la actualización que nos toca del diálogo siempre presente entre la experiencia y la escritura, entre la existencia y los libros, entre las armas y las letras. Burroughs imagina, impulsado con claridad por la Guerra Fría, una ciudad donde todos son espías y todos se espían y escriben informes sobre los otros espías. Es una situación absurda pero muy moderna, muy de la segunda mitad del siglo XX. La ciudad es Interzona, y es Marruecos, y quizás también Lima, o Bagdad, pero también puede ser cualquier ciudad. Como son todos espías, y nadie maneja información de primera mano, los informes sea hacen cada vez más alucinados. La ciudad de los espías se transforma en un dínamo, en un laboratorio de narraciones que se pliegan sobre sí mismas. Una miga de pan se transforma en una cena, en una panadería, en un avión enemigo, pero también en un elefante o en amnesia o en droga. La escena final de Partes de inteligencia de Jorge Asís es similar. La novela termina en el Tortoni con un grupo de personas que se mira de lejos y se vigila y se espían mutuamente. Es ridículo pero tiene un resto de verosímil. Asís cambia al espía por el periodista y ahí se acerca un poco más a mi propia fantasía acotada de un ciudad, o una comunidad intelectual, donde son todos escritores buscando a un escritor para escribirle la biografía. Pero como son todos escritores, y nadie realmente tiene mucha vida para contar o ya la contó en sus libros, se genera un recalentamiento, una avaricia de experiencias, algo casi sexual, donde lo que se depreda es justamente la experiencia ajena, la experiencia pobre o empobrecida del escritor de al lado. No digo que no salgan libros interesantes de todo eso pero en un punto ese frasco cerrado a las experiencias me genera un poco de angustia. Hay un consejo de Hemingway sobre el tema. Lo del “frasco” se lo robé a él. Lo copio entero: “Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias…” Hay mucho para decir sobre este párrafo, pero lo que me interesa acá es señalar que Zelarayán no podía estar solo y probablemente por eso no podía escribir cosas interesantes.
Robles. ¿Cuento una anécdota más?
Terra. Claro.
Robles. Año 1974 o 1975. Esto pasó en la casa de Olivos de mis tíos, en la misma época en que Zelarayán escribió La piel de caballo. Habían organizado un asado con mucha gente: amigos de mis tíos, amigos de amigos, conocidos. También estaba mi viejo. Entre los invitados había una mujer, simpatizante del PRT, que opinaba sobre la coyuntura política en voz muy alta y en términos muy vehementes. Zelarayán salió de la piecita donde estaba escribiendo y se unió a los comensales. Escuchó a la mujer con atención durante un rato, mientras tomaba vino. Al cabo de unos minutos, ya un poco borracho, gritó: «Esta mina lo que necesita es una poronga así de grande». Tiempo después esa mujer se transformó en la madre de sus dos hijas.
Terra: Es muy buena anécdota. Se me hace difícil leerlo después de eso y no quedar preso de esa escena. Finalmente creo que Zelarayán nos plantea un viejo problema que todavía no resolvimos. Pese a lucidez del formalismo ruso, pese a Barthes y el estructuralismo francés, que tan bien prendió en las universidades y tanto hizo para que leyéramos un poco mejor, pese a todas las teorías sobre el autor todavía no sabemos bien qué leemos cuando leemos. Yo puedo hablar de la muerte del autor, explayarme en miles de teorías, incorporar el giro lingüístico, evitar caer en las trampas más ingeniosas de los novelistas y los cronistas, pero cuando leo y hablo y escribo hay algo que se suspende. Entro en un juego donde el autor, el personaje, y el lector y el crítico, tienen todos un poco de la buena y noble épica de la creación y la existencia. Leo un soneto de Baudelaire en español. Pienso en la opciones del traductor. Pienso por qué esto y por qué lo otro. Lo leo en francés y no puedo dejar de pensar en el retrato fotográfico que le hizo Étienne Carjat hacia 1862. Y a partir de tus anécdotas, leo a Zelarayán. Y lo mejor de todo es que disfruto mucho tus anécdotas, pero sé que sin esos poemas y esas prosas las anécdotas no existirían, o no estarían revestidas de ese brillo tan moderno del creador loco. En ese sentido creo que sos mejor narrador que Zelarayán./////Sigue en Zelarayán 3. ///PACO