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Terra: Para empezar, me acuerdo de ese artículo, El derpa de Zelarayán, que publicaste en un blog que tuviste en su momento. Me acuerdo que estaba muy bien y que siempre te lo elogié. Creo que incluso lo leí antes de leer a Zelarayán. Al menos desde mi lado deberíamos empezar por ahí.
Robles: Sí, fue el primer texto que escribí para un blog y me puso muy contento que te gustara. También me sorprendió. Lo levantaron en otros blogs. Eso me dio una dimensión de lo que representaba Zelarayán para algunas personas. En esa época (año 2005, más o menos) yo estaba a punto de mudarme a un departamento donde él vivió durante tres o cuatro años. Era un departamento de catorce metros cuadrados que quedaba en Viamonte y Montevideo, en un edificio enorme y antiguo donde también vivían Noé Jitrik y Tununa Mercado. De hecho, tengo entendido que uno de ellos dos, no sé si Jitrik o Mercado, también usó ese departamento como estudio alguna vez. Mi tía, que vivía enfrente, lo compró a comienzos de los años ochenta porque tenía línea telefónica. Después mi tío se trepó al techo del edificio y tiró el cable del teléfono al edificio de enfrente, así que usaban la línea telefónica desde la casa de ellos. El departamento quedó libre para alquilar. Era muy chico e incómodo, así que Zelarayán -igual que yo unos años después, cuando viví ahí- pasaba la mayor parte del tiempo en casa de mis tíos, en su oficina o en los bares de Corrientes. Sólo iba para dormir. En una época empezó a quejarse de que le entraban ladrones y le robaban plata. Después agregó que también le “rompían los billetes”. Mi tío fue a investigar. Se encontró con un desastre total: ropa sucia tirada por todas partes, la cama con sábanas impregnadas de moho y humedad, platos sucios, era un caos. Y efectivamente, en todo ese quilombo, descubrió un par de billetes tirados en el suelo. Pero no estaban rotos, sino que parecían mordidos por algún animal. Puso veneno y después de tres o cuatro días cayeron tres ratas, que quién sabe durante cuánto tiempo habían compartido el departamento con Zelarayán.
Terra: Es una anécdota muy buena porque habla del desprendimiento material, de la incapacidad de Zelarayán no ya para mantener un orden en su vida, ni para generar dinero, sino directamente para elaborar las relaciones causales más primarias. Que los ladrones entren a robar y rompan el dinero es tan sugestivo como la idea de las ratas comiendo billetes, que al mismo tiempo pueden ser también metáfora de muchas otras cosas. Yo no te asociaba con Zelarayán, para mí en esa época tenías otro perfil de lector, por eso también me gusta la anécdota del departamento. Sé que tenés otras historias. Estaría bien que las cuentes.
Robles: Bueno, mis tíos vivían en un departamento que quedaba en el último piso de un edificio de oficinas, cerca de Tribunales. Se habían mudado ahí a comienzos de los años ochenta. Antes vivieron en un caserón en Olivos que no alcancé a conocer. Laura Robles, mi tía, era una escritora frustrada por la ansiedad, que había derivado durante su vida por oficios insólitos y muy diferentes entre sí: desde distribuidora de libros y encargada de librerías hasta kioskera, vendedora de lanas, cocinera y productora de radio, entre muchos otros que ya no recuerdo o nunca conocí. Su primer marido había sido el poeta Máximo Simpson, con quien vivió en México durante algunos años. Solía contar que volvió al país en 1973, ya divorciada, convencida de que se venía la revolución. En esa época conoció a Pepe Arcuri, que por entonces era cineasta y artista plástico, aunque se dedicaba a todo tipo de oficio que involucrase la habilidad manual: reparación de estatuas, decoración de casas, fabricación de ataúdes de imitación algarrobo y en sus últimos años, al desarrollo de un sistema para colgar cuadros que él mismo había patentado. Por la casa de ambos, primero en Olivos y después en Tribunales, solían circular escritores, pintores y directores de cine. Las anécdotas sobre ellos se multiplicaban como el eco a lo largo de los años: Hebe Uhart, Beatriz Ferro, Horacio Clemente, Hebe Solves, Tomás Moro Simpson, Clara Fontana, Rolo Bardi, Leopoldo Torre Nilsson. Uno de los más asiduos, desde tiempos inmemoriales, hasta poco antes de su muerte, era Zelarayán. No recuerdo la primera vez que lo vi, tampoco la última. Siempre estuvo ahí, en las sombras, sentado a la mesa del comedor o en el sofá del living, la mayoría de las veces sin decir nada. Entraba y salía sin saludar y a nadie le llamaba la atención. Mi viejo, que murió en 1988, contaba que Zelarayán se comía los mocos, eructaba, se tiraba pedos y se sacaba la comida de la boca con la mano. Gestos que en mi caso hubieran sido reprimidos con fines pedagógicos, pero que en Ricardo eran descritos con fascinación. “Es escritor” me dijo mi viejo alguna vez, como si eso explicara todo. A comienzos de los 90 mi tío quiso patentar un gancho que había inventado. Servía para colgar cuadros sin perforar la pared, era algo muy simple. Lo llamó “cuelga fácil”. Para registrarlo había que describirlo por escrito y con mucho detalle. Cuanto más simple el objeto, más difícil la descripción. Había tipos en la oficina de patentes que se hacían unos mangos extra con eso: les cobraban a los que iban a patentar algo para redactar el texto. Uno de ellos, de apellido Baigorria, hizo un presupuesto y mi tío le adelantó la mitad de la plata. Apareció al mes siguiente con una descripción del ganchito de diez páginas de largo, parecía la Fenomenología del Espíritu. Mi tío, que era un gran contador de anécdotas, contó que le quiso pagar pero Baigorria no aceptó y “le manoteó el ganso”. El gallego se fue con las diez páginas y el gancho quedó sin patentar por un tiempo, hasta que se enteró Zelarayán. Escribió con mi tío un encabezado de la descripción y a continuación fotocopiaron nueve páginas de una novela que Zelarayán nunca terminó de escribir y después perdió. Lo llevaron a la oficina de patentes y pasó. Me lo contó mi tío un mediodía, con Zelarayán sentado a la mesa. Se mataban de risa. La novela todavía debe estar ahí, en algún archivo viejo que nadie revisa.
Terra: Es muy buena anécdota.
Robles: Escuchá. En el grupo de amigos de mi tío, Zelarayán era el único escritor. El otro que se acercaba bastante a eso era Tomás Moro Simpson, que era filósofo. Pero la mayoría eran cineastas o artistas plásticos, es decir, buscavidas. El más sensible era Rodolfo Bardi, un muralista muy talentoso que, según contaban, tuvo un brote psicótico y nunca se recuperó del todo. “Se fue al otro lado”, decían. Había uno, cuyo nombre ya no recuerdo, que se casaba con minas de mucha guita para vampirizarlas con sus proyectos. Tarde o temprano siempre lo echaban de la casa. Una vez compró un órgano de iglesia, un instrumento carísimo, lo desarmó para ver qué tenía adentro y no pudo volver a armarlo. Después construyó un velero adentro de un galpón y cuando lo terminó se dio cuenta de que no pasaba por la puerta. Para sacarlo, tuvo que tirar abajo la pared. Gente así. Había otro, Adolfo García Videla, que era un documentalista con cierto prestigio, de quien decían que era tan hijo de puta que llevaba a las minas al cine y les arrancaba pelos de la concha durante la película, en la oscuridad de la sala. “Me gusta la gente original”, decía mi tío que era el contador oficial de anécdotas dentro de ese grupo. Durante un tiempo, entre varios, habían hecho mucha plata fabricando ataúdes de plástico que imitaban a los de caoba, que eran los más caros y lujosos. Vendieron un montón porque a la gente le gustaba hacer pasar al muerto de su familia por una persona de buena posición económica. En la misma línea, fabricaban patas de jamón de telgopor y se las vendían a los bodegones. Mi tío contaba que Zelarayán y él hicieron una excursión, por un trabajo de remodelación que le había salido a mi tío, a la isla Maciel. Por algún motivo, llegaron a una comunidad homosexual que vivía en una situación muy precaria, como de villa miseria. Esto debe haber sido en los años cincuenta o sesenta. Ahí tuvieron la oportunidad de presenciar “un parto”, que era una ceremonia que mi tío describió un millón de veces mientras Zelarayán asentía en silencio. El rito consistía en que uno de los tipos se metía un pescado en el culo y los otros -vestidos de médicos y enfermeras- se lo sacaban con un tirón de la aleta trasera. Después lo envolvían en mantas como a un bebé. Al tener todavía las escamas, el daño que el pescado causaba al salir era considerable. Zelarayán era visto por sus amigos como un tipo inadaptado y genial. Le festejaban las miserias y las contaban como una hazaña. Otra de mi tío, que recuerdo casi de memoria: “Una vez Ricardo me dijo que salió con una mina. Fueron al río, él se puso en cueros para ir a nadar. La mina aguantó unos minutos y se volvió a su casa con alguna excusa. ´No entiendo por qué´, decía Ricardo. Le pedí que se sacara la camisa. Tenía una pátina de mugre tornasolada en la espalda, de varios milímetros de espesor”. También solía tener pulgas y sarna. Más de una vez los amigos hicieron colectas de plata para mantenerlo. También lo alojaban en sus casas. Durante una época, en los años setenta, encontró refugio en la casa de mis tíos, que en ese entonces vivían en Olivos. No sé si vivió con ellos o iba todos los días para escribir, porque no tenía otro lugar donde hacerlo. Ahí escribió La piel de caballo, que les dedicó a mis tíos: “A Laura Robles y Pepe Ascuri, que hicieron posible que esto se escribiera en aquel verano inolvidable de 1974-75”. El apellido de mi tío no era “Ascuri” sino “Arcuri”. Siempre me pregunté si el error fue de tipeo o intencional, una broma más entre tantas otras.
Terra: Me acuerdo cuando murió. Pasó mucho tiempo internado.
Robles: Fue el 29 de diciembre de 2010. “Murió Ricardo”, me dijo mi tío por teléfono. Yo lo tuiteé. Dos días antes había muerto mi tía, que tenía cáncer y había atravesado unos últimos meses muy jodidos. Mi tío se repartía entre el Hospital de Clínicas y el geriátrico de Pami donde vivía Zelarayán. Al final dejó de visitarlo y creo que eso le daba culpa, pero no podía hacer otra cosa. Nos turnábamos para pasar la noche con mi tía. A Zelarayán le habían amputado un brazo o una pierna, no sé por qué motivo. Tampoco supe nunca cuál fue su enfermedad. Ese final completo, de entropía lenta y arrasadora, era coherente con su historia. Después de recibir el llamado, fui a visitar a mi tío a su departamento de Tribunales. Llevé un Fernet, una Coca y un salamín. Conversamos en el living. Oscurecía pero ninguno de los dos se levantó a encender la luz. Nunca lo vi a mi tío tan abatido como esa tarde. Alrededor estaban las esculturas que él había hecho, los cuadros suyos y de sus amigos, los libros. Parecían fósiles en un museo abandonado. Contábamos anécdotas de mi tía y de Zelarayán. Era lo único que quedaba con vida. Me pareció que mi tío les tenía el mismo amor a los dos, como si fueran partes de lo mismo. Tres meses después, él también murió. A mí me intrigaba mucho esa mitología de escritor que circulaba alrededor de Zelarayán y que parecía contradecir su aspecto y sus modos de cavernícola. La primera vez que lo escuché hablar sobre literatura fue en el 93 o 94. Yo llegué a la casa de mis tíos después de una visita a la feria del libro. Zelarayán estaba, como siempre, sentado a la mesa. Parecía un mueble o una de las esculturas de mi tío. “¿Qué te compraste?” preguntó. Le mostré los ejemplares de Sudeste y En vida, recién reeditados por Emecé, que yo me había comprado esa tarde. “Yo lo conocí a Haroldo” dijo.
Terra. ¿Qué edad tenías? A mí me hubiera impresionado. Durante un tiempo, hace poco en realidad, estuve investigando la figura del erudito lumpen. No la del escritor lumpen, de esos hay miles, sino la del intelectual que maneja saberes, digamos, importantes y los acumula sin darles una utilidad, sin hacerlos redituables. Hay una genealogía argentina, yo pensaba que era algo porteño, de Buenos Aires, y sin duda lo es, pero también está en otras provincias. Tomar el hilo de esa figura me costó, porque me da mucho miedo la miseria y la caída, pero la figura aparece, clarísima, por ejemplo, en Los hombres de los pantanos de Federico Sironi, sobre todo con el personaje de Charles, el psiquiatra adicto que traduce del alemán y el francés para otros psiquiatras, diagnostica a sus amigos por las facciones de la cara y vive en una pensión o en la calle, y cuando vuelve a su casa la madre le pega con un palo en la cabeza. Y también, de forma muy compleja y punzante, en la vida y en parte de la obra de Carlos Correas, cuya lectura para mí fue reveladora. Bien mirando también hay algo así en Borges. El políglota que vive mantenido por sus padres en los arrabales de la ciudad, que trabaja poco, que no logra continuidad en los trabajos que consigue, que no tiene aspiraciones, salvo la de leer. Hay algo vagabundo ahí, que Correas señala en un artículo suyo sobre la juventud de Borges. Y Arlt, en cambio, que quedó sindicado como el marginal, fue un tipo que siempre trabajó un montón, que se rodeó de gente, que hizo periodismo desde muy joven hasta el final de su vida, que se transformó en un hombre del teatro y cambió la escritura teatral argentina del siglo XX, que siempre buscó la manera de tener plata. Puede haber algo mítico en esa idea de Arlt inventor pero ya está marcando esas ganas de trascendencia económica. No inventó, al final, la rosa de cobre o la media de goma pero ese horizonte de bienestar a través de la tecnología implica una idea muy firme de trabajo, algo muy del inmigrante y ahí sí porteño. Creo que el Zelarayán que narrás va en esa línea. Aunque a mí como escritor no me dice mucho, más bien nada, como personaje contemporáneo de esta serie crea una mitología interesante, una mitología que él no narra, que son otros los que tienen que construir.
Robles: Es así. Zelarayán se rodeaba de amigos que lo admiraban y lo mantenían. Sobre todo amigos, pero también mujeres. Siempre vivió de los otros y creo que de manera muy consciente trabajaba en su propia mitologización. No era ingenuo. Era el sucio, el roto, el que se cagaba en todo, que de repente te citaba a Bataille mientras se tiraba pedos o se comía un moco con absoluta impunidad.
Terra: Estaría bien que cuentes esa teoría del aristócrata de provincias, el heredero inútil, venido a la capital. Creo que ahí hay una clave.
Robles: El episodio con los libros de Haroldo Conti pasó cuando yo tenía catorce, quince años, pero no terminó ahí. Nos quedamos conversando un rato. O mejor dicho, él hablaba y yo lo escuchaba. Hacía años que lo veía en casa de mis tíos, pero era la primera vez que lo escuchaba hablar sobre algo que no eran quejas por su sordera o su estado general de salud, que eran sus temas preferidos y más habituales de conversación. En esa época yo leía el diario Página/12, iba armando mis lecturas desde los escritores que se mencionaban ahí. Eran héroes intelectuales y militantes al mismo tiempo, personajes de otra realidad que había sido mucho mejor que la mía, después de la derrota de la dictadura militar y el menemismo. Zelarayán habló mal de Conti. No recuerdo qué dijo. Sí recuerdo que lo hizo con liviandad, como un borracho que mea sobre la lápida de un muerto ilustre. Después pasamos a Rodolfo Walsh, de quien aseguró que tenía contactos con la Marina. Él lo sabía, dijo, porque la familia Massera y la suya vivían a pocas casas de distancia en su Paraná natal, en Entre Ríos, y todavía mantenía el vínculo con Emilio Massera. En algún momento la conversación volvió a Haroldo Conti. Le dije que me había gustado Alrededor de la jaula. Él frunció la nariz. “Los cuentos son muy buenos”, dijo. “Lo mejor de él está ahí”. Con el tiempo comprobé que tenía razón. De la conversación, me sorprendió el interés que tenía en revelarme un aspecto oscuro de escritores que yo leía o admiraba. Como si quisiera escandalizarme, al mismo tiempo que insinuaba: “yo soy mejor que todos esos que vos leés”. Había sido tan consecuente en ese intento que no le creí del todo. Un tiempo después escribí un cuento sobre una pareja de desaparecidos. Estaba narrado en primera persona. La historia no tenía nada original: dos adolescentes eran raptados por militares, ella estaba embarazada, él se salva, no se sabe si ella alcanza a dar a luz. Lo imprimí y se lo dejé a mi tía para que lo leyera. Ella se lo dio a Zelarayán: “a ver qué te parece esto”, habrá dicho. Después me pasó su número de teléfono, así que unos días más tarde lo llamé a la oficina que tenía en la Universidad Caece. No sé bien qué hacía ahí, creo que estaba en la parte de prensa. Había conseguido ese empleo cuando se fue de Clarín porque uno de sus amigos era rector o algo así en la universidad. Ni siquiera mi tío lo sabía con certeza, porque Zelarayán era muy reservado con sus amistades: nunca mezclaba amigos ni los mencionaba con nombre y apellido. Tenía la actitud de un conspirador o de un infiltrado, que entraba y salía de distintos grupos sin levantar la voz. Creo que también seguía frecuentando a Germán García y a la gente de la revista Literal. Como era medio sordo, había que hablarle en voz muy alta para que escuchara. Me sorprendió que ese día, cuando hablé con él por teléfono, no tuviera ningún problema de audición. Dijo algo acerca de la simpleza de la historia que yo relataba en mi cuento. Recuerdo la palabra: “fluye”. Con sorpresa, noté que se esforzaba en hacer un comentario que no sonara demasiado elogioso -y que yo no le hubiera creído- pero que al mismo tiempo no me resultara desalentador. Quería transmitirme algo. No parecía la misma persona que yo conocía de la casa de mis tíos. “Cuando uno escribe escucha una voz. Acá escuchaste a estos personajes, su manera de hablar. Tenés que escribir siempre así, siguiendo esa voz”. Me llevó años entender a qué se refería. Al principio lo interpreté como una defensa o elogio del realismo, pero hoy creo que se refería a otra cosa.
Terra: Cuando contás estas anécdotas, Zelarayán aparece siempre rodeado de gente, de gente de la cual no puede prescindir. Raro para el gesto misántropo y agresivo que se le adjudica.
Robles: No era agresivo sino más bien huraño, pero es verdad que siempre estaba rodeado de gente. En esa época, según me contaban, entre los artistas plásticos y los escritores había cierta rivalidad. Se acusaban mutuamente de snobs. Entonces, mi tío y sus amigos artistas plásticos valoraban a Zelarayán porque era todo lo contrario de un “escritor de vernissage”, como calificaban a Sábato, Mallea, Beatriz Guido, entre otros. Era un mal educado que de repente te recitaba a Baudelaire en francés, o hacía alguna lectura interesante o novedosa de Joyce, y de esa manera demostraba -al menos, a los ojos de ellos- que era mucho mejor que todos los otros. El comentario que me había hecho a mí estaba en esa misma línea. ¿Qué es un escritor? Alguien que escucha una voz y escribe. Todo lo demás no importa nada. Eso explicaba de alguna manera su actitud de lumpen. Leí, entonces, La piel de caballo, pero no lo entendí o me aburrió. Después volví a intentarlo con La gran salina, que me produjo el mismo tedio. Zelarayán era muy orgulloso de la creciente y sostenida fama de escritor maldito que ganaba entre algunos escritores y lectores, pero con sus libros publicados tenía una relación ambigua. Oscilaba entre despreciarlos y darles una importancia máxima. “Escribo para perder” decía como jactándose. Cuando se fue del departamento que le alquilaba a mis tíos dejó manuscritos mezclados con diarios viejos. Mi tío los guardó y se los devolvió. Cada tanto Zelarayán contaba que existía el proyecto de edición o reedición de alguno de sus libros. “Ahora me van a publicar la poesía completa”, fue una de las últimas cosas que le escuché decir. Lo vivía como una reivindicación. También hablaba, a veces, de “los pibes” que lo acompañaban a tal o cual lugar, sin llamarlos nunca por el nombre. Supongo que se refería a Cucurto y a Casas. Lo decía de un modo secretamente triunfal, en especial en frente de mi tía, que a veces le reprochaba su extrema dependencia de los demás. Era como si dijera: “¿vieron? Ahora que ustedes están viejos, tengo a otros que vienen a ayudar”. Mi tío fue el encargado de mantenimiento de las casas de Zelarayán durante treinta o cuarenta años. Una vez, cuando todavía vivia con su mujer e hijas, Zelarayán lo persiguió durante meses para que fuera a ver qué pasaba con la luz en el cuarto de sus hijas, que no funcionaba. “Llamá a un electricista”, le respondía mi tío, que en aquel entonces estaba muy ocupado con el negocio de los ataúdes. “No tengo plata. Las chicas están en la oscuridad”, se quejaba Zelarayán. Insistió tantas veces que al final mi tío lo visitó, resignado, para investigar qué pasaba. Bastó con tocar la lamparita con la punta del dedo para arreglarla: estaba floja. Ni siquiera quemada. La anécdota revelaba tal dejadez que a mi tío, más que estupor, le provocaba admiración. Muchos años más tarde, cuando ya estaba enfermo y casi sordo, poco antes de la internación en el geriátrico de Pami, Zelarayán vivió durante algún tiempo en una casa o departamento que alguien le había prestado o alquilado. Tengo entendido que Casas y Cucurto lo ayudaron con la mudanza. Mi tío llegó después y quedó indignado porque, si bien habían trasladado todos los muebles y efectos personales de Zelarayán, lo encontró en un estado al que juzgó de abandono. Pasaba la mayor parte del día semi desnudo, acostado en la cama, desde donde su sordera le impedía escuchar el timbre de la calle. Así que mi tío volvió al día siguiente e improvisó un extensión del altavoz del timbre que llegaba hasta su mesa de luz. También le agregó una campanilla al teléfono para que sonara más fuerte. Lo visitaba casi todos los días, le compraba comida. Era una persona en caída libre, deshaciéndose. El escritor que sólo escuchaba su propia voz.//// Sigue en Zelarayán 2. ////PACO