En 2012, hace menos de seis años, Disney estrenaba Ralph el demoledor. La historia era más o menos así: en un ya anticuado pero retro local de videojuegos arcade, el simpático villano Ralph se hartaba del rol que le había sido asignado por el código de su programa y decidía rebelarse para demostrarle a todos sus compañeros que también era capaz de ser lo que ninguno creía que podía o, mejor, que debía ser: bueno. Una hora y media de película le alcanzaba a Disney para mostrar que “bueno” es una noción polisémica y que Ralph, sólo siendo lo que era, a saber, el malo de su videojuego, podía cumplir su finalidad y alcanzar el bien y la virtud. En el marco de guiños a juegos de arcade, cultura geek, carreras de autos y escenarios inspirados en el Candy Crush, que hacen de la película una experiencia disfrutable por espectadores del siglo XXI de un amplio rango etáreo, el Disney de otras épocas seguía haciendo su aparición e instruía con un mensaje edificante de contenido platónico: lo colectivo tiene preeminencia por sobre lo individual, y es la naturaleza, en este caso compuesta de unos y ceros, la que determina el lugar de cada uno en la estructura, destino inexorable que los personajes de la película aceptaban con felicidad y como liberación de sus dudas existenciales.
Pocos años después, los tiempos parecen haber cambiado, y Wifi Ralph, la secuela que Disney estrenó en Estados Unidos hace varias semanas y que acaba de estrenarse en nuestro país, parece enviar otro mensaje, quizás más sobre sí mismo que sobre el universo ficcional de la primera película. Si bien el conflicto sigue siendo el mismo, que con las ambigüedades propias de estos términos podría definirse como interés colectivo vs. interés individual, en esta entrega ambos principios son vinculados más directamente al par tradicionalismo-localismo en el primer caso y al cosmopolitismo propio de la aldea global en el segundo. Ralph continúa siendo el representante de los buenos valores tradicionales: se levanta temprano, cumple bien su función, se va a dormir realizado después de compartir una cerveza con su mejor amiga Vanellope von Schweetz. La disonancia con el mundo idílico de Ralph viene de parte de esta última, representante de esa generación cansada y aburrida que tiene la sensación de que a esa vida le falta algo, aunque no sabe muy bien qué ni dónde buscarlo.
El escenario principal ya no es el nostálgico local de fichines, más representativo del interior profundo de Estados Unidos o de los grandes centros urbanos en un estadio espiritual anterior, sino Internet misma, retratada como una descomunal metrópolis de dimensiones planetarias a la cual los protagonistas se aproximan en calidad de dos cándidos provincianos. Si acceden a ella es sólo porque deben comprar un volante de repuesto que permitirá reparar la máquina del juego de Vanellope y luego volver a casa, argumento que sólo sirve de excusa para ir revelando que la niña es capaz de adaptarse a las nuevas tecnologías y formas de comunicación y empezar a soñar con la salvación que ofrecen sus infinitas posibilidades, con videojuegos no lineales y de mundo abierto que se oponen al limitado número de pistas de su juego de carreras. El torpe y más inadecuado Ralph no se queda tan atrás, llegando a comprender que si la propuesta de Internet es la democratización de la creación de basura a cambio de corazones, él, como cualquier otro, también tiene algo para mostrar. Menos optimista que su amiguita, quizás por cruzarse con regiones turbias de la red, donde abundan el odio, los trolls y la ilegalidad, jamás dejará de añorar el retorno a su vida ordenada y predecible.
La decisión de hacer de Internet la escena de la película le permite a Disney hacer una obra absolutamente contextual, tanto que quizás en algunos años sea un producto bastante difícil de digerir. La mayor parte de su tiempo lo dedica a la presentación de referencias. Este dispositivo no es ajeno a Disney. Muchas películas, incluso la primera de Ralph, hacen entrar al espectador en ese juego de guiños cómplices por medio del cual, aunque en la pantalla nos sean presentados animales o juguetes, logramos vislumbrar que se está hablando más de nosotros que de ellos. Pero el espectáculo del reconocimiento alcanza otro grado en esta nueva Ralph: sin llegar nunca a ser agobiante, la película por momentos se torna un verdadero bombardeo explícito de marcas y prácticas de consumo propias de la red que nos enseñan que el espectador neoliberal es cada vez menos capaz de salirse de su burbuja de algoritmos y admitir en las pantallas más que un espejo de sus costumbres y representaciones.
En una época en la que el capitalismo ya ha demostrado que no tiene nada que ocultar, Disney decide hacerse cargo del narcisismo y la auto referencialidad que gobiernan el mundo digital y colocarse a sí mismo, o sea, a The Walt Disney Company, como la región de esa megalópolis en la cual transcurren las partes más entretenidas y significativas de las andanzas de Ralph y Vanellope. Y aunque la película nunca abandona el conflicto entre lo local y lo global, lo viejo y lo nuevo, la vida sencilla y la aventurera, el mensaje que este gigante de mil cabezas quiere enviarnos está más enfocado en sí mismo como productor que en su producto: contra todos sus críticos progresistas, Disney puede ser una marca diversa y deconstruida. Si las relativamente nuevas franquicias de Marvel y Star Wars constituyen la carta de presentación que Disney utiliza en esta película para dejar en claro que están expandiéndose a nuevos mercados y que ya no pueden ser encasillados en la producción de entretenimiento para jóvenes y niños, el feminismo es el otro estandarte que la marca alza para demostrarnos que siempre estará a la vanguardia del imperialismo cultural norteamericano.
¿Se abre una nueva era de producción feminista? Aunque ya se han dado algunos pasos tímidos en las reversiones en live action de sus más famosas animaciones, no parece ser todavía el enfoque predominante. En el marco del universo ficcional de Ralph, las cuestiones de género son un momento en el cual Disney le guiña un ojo al espectador y le indica que está al tanto de lo que muches creen que está ocurriendo afuera de la pantalla, riéndose un poco de sí mismo y los estereotipos en los que ha encasillado a sus históricas princesas: los corsetes, tacos y vestidos son reemplazados por remeras, pantuflas y pijamas, y las débiles mujeres ya no esperan pasivas que el héroe venga a rescatarlas, tomando ellas el lugar de heroínas que salvan a la trama de culminar en un desenlace trágico. Las nuevas masculinidades aceptan dócilmente las renovadas reglas del juego, además de, por supuesto, un combo de recetas para relaciones interpersonales exento de las toxicidades que estábamos acostumbrados a ver. Los vínculos del tercer milenio, y mucho más aquellos en los que nos gustaría vernos reflejados en la butaca de un cine, serán higiénicos o no serán.
Si el antiguo mito, ese que con orgullo progresista afirmamos ya no creer, incluía cosas como la monogamia, el amor romántico y el príncipe azul, el relato idílico actual parece estar en la apuesta a un nuevo consenso y a la convivencia sin tensiones de los principios en conflicto que atraviesan la película y la realidad. Lo local y lo global toman caminos paralelos una vez superado su choque inicial, y la amistad de los dos héroes seguirá su camino por los medios digitales de la videollamada. Lo que Disney nos oculta es que el neoliberalismo conquista vorazmente territorios materiales y simbólicos y busca a cada paso imponer sus modos y representaciones, prácticas de las que la marca hace cada vez más gala con sus actitudes ya abiertamente monopólicas. Lo que Disney no nos muestra es que estos procesos no se dan sin reacción: afuera de los cines las fronteras se amurallan, las uniones supranacionales se resquebrajan y la profundidad de las naciones irrumpe en las capitales al calor del fuego color amarillo fosforescente. Disney es capaz de reciclarse, pero nos sigue contando cuentos de hadas////PACO