Nos miramos. Todos. Todo. Todo el tiempo. La virtualidad nos tienta, constantemente. Como la manzana en el paraíso: está ahí y por qué no probarla. En el paraíso probarla tenía peores consecuencias: significaba la pérdida de la inmortalidad y la exposición al sufrimiento, condiciones que no existían de no haber sido por esa manzana, tan roja y tan madura. Y por esa serpiente, tan maquiavélica, que nos incitó a probarla. Ahora, arrancar el fruto y degustarlo no tiene mayor importancia: de ser inmortal solo pueden vanagloriarse Highlander, los elfos y algún que otro superhéroe. Para encontrar sufrimiento no hay que ser particularmente perspicaz.

El voyeurismo está incluido dentro de las desviaciones sexuales. Voyeur es aquel que disfruta contemplando al otro en situaciones íntimas, principalmente sexuales. Pero podríamos ampliar los límites de la intimidad, salir del plano sexual y hacer foco en la contemplación. No una contemplación entendida en términos filosóficos o teológicos, sino como una particular forma de atención, que puede ser tanto activa como pasiva. L. B. Jefferies contempló en La ventana indiscreta lo que ocurría en el departamento enfrentado al suyo y decidió intervenir en esa realidad contemplada cuando advirtió que algo extraño sucedía. Pero también podría darse el caso de aquel que observa y, sin importar qué ocurre del otro lado, deja que el suceder de los hechos discurra no solo porque evita involucrarse sino porque le resulta más estimulante la observación escondida: saber que solo él mira, generando una intimidad entre observador y observado únicamente tangible para quien acecha.

Hoy no hay manzanas o, quizá, hay tantas que pierden importancia. En mirar no hay pecado: la mirada puede ser más o menos elocuente, más o menos lujuriosa, más o menos sugerente, más o menos ingenua, pero no le hace mal a nadie ni nadie nos condena por hacerlo. Gracias a la virtualización de las relaciones sociales, mirar ya ni siquiera implica un contacto directo con el mirado: se puede observar sin que el otro se entere. Es cuestión de no dejar demasiado rastro: no clickear nada que delate nuestro paso por allí y, si nos ponemos más quisquillosos, procurar hacerlo desde un explorador incógnito. Pero la gracia no está en no dejar rastro sino, al contrario, en dejarlo. Porque lo que queremos no es solo mirar, sino también ser vistos e, inclusive, dejar ver que vemos. La diversión está, hoy, en que el otro sepa que se lo mira y en uno mismo saber que es mirado. El estímulo es compartido: el observado se expone, escribe, publica, cuenta qué hace, qué opina, cuándo y dónde, mientras que el observador lee, comenta, clickea, comparte, sugiere, recibe.

la ventana indiscreta real

Para retomar la idea de histeria y comentar lo escrito por Paula Salerno en su artículo, por supuesto que dicha neurosis complaciente no es solo femenina y por supuesto que las normas tácitas que rigen nuestras relaciones sociales generan malestar. Pero no, el amor no es una mercancía. La idea de reivindicar el rol de la mujer no llega por el lado de una igualdad y una homogeneidad sinónimas sino, justamente, como un cuestionamiento de esas mismas normas implícitas que nos hacen pensar que son dos categorías equivalentes, así como que el amor es un bien escaso. El amor no es un bien escaso, sus manifestaciones lo son -las experiencias individuales de cada uno nos ofrecerán un balance al respecto-. Y no porque el humano se haya transformado en un ser ermitaño [cada uno lidiará con su fobia social en el diván que elija] pero porque implica una sobreexposición que, en general, supone una herida. Podríamos pretender o, por lo menos, empezar a enunciar una reformulación de los vínculos, pero hay que estar dispuesto a soportar la frustración y aprender a lidiar con ella. Amor no falta, sí falta su demostración a viva voz. Y salgamos de las categorizaciones estilo Luis XVI: no hay nada de absoluto en hablar de amor, hay de humano. E inclusive Luis XVI era humano [mientras, el espíritu de Robespierre observa escépticamente estas líneas].

El mirar sin ser visto o el dejar ver que miramos implica una reformulación de los lazos vinculares a los que aún no estamos demasiado acostumbrados y que, por lo tanto, generan malestar por el desconocimiento inherente que suponen. Pero a pesar de ese malestar, dichas pautas sí normativizan nuestro comportamiento, inclusive si no son enteramente comprendidas. Se puede ir contra viento y marea, pero la vanguardia suele llevar las de perder. Tal vez la respuesta esté en dejarse llevar, en abandonar el explorador incógnito, no temerle al click pero tampoco esperar una declaración de amor, laúd en mano y balcón de por medio. Quizá, todo es más fácil de lo que pensamos porque “el amor termina ahí, donde empieza el cálculo y la teoría”. Quizá, solo hay que dar rienda suelta a la efervescencia romántica.