El Centenario de la Revolución, el primero de los 2 cumpleaños con que cuenta la Argentina, celebrado en 1910 durante la presidencia de José Figueroa Alcorta, encontraba un país con un Estado central definitivamente consolidado, un modelo económico en pleno auge y la inminente llegada al Poder Ejecutivo de Roque Sáenz Peña, quien proponía la modernización del sistema político para perpetuar a su partido en el poder. La Argentina no podía tener más que visiones positivas sobre los 100 años que la separaban de aquel 25 de mayo de 1810. Esa imagen de prosperidad y riqueza cayó rápidamente en desgracia, sea por el modelo económico cuyo límite de crecimiento era inherente al modelo mismo, como por la exigencia, ya irrefrenable, de una sociedad que reclamaba por su derecho de participación en el sistema político. Los festejos que hubieran correspondido al 9 de julio no fueron, ni por asomo, tan pomposos. Una posible explicación es el sentimiento de derrota que se respiraba en el aire, con aquellos que aún controlaban el gobierno, prontos a ser desplazados por la inaplazable llegada al poder de la UCR.

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La polémica se reduce a Felipe Pigna y Eduardo Lazzari, cuyo entendimiento del pasado se fundamenta en aniversarios.

A 106 años de esa sensación de promesa cumplida, el gobierno nacional se desentendió de las celebraciones por el Bicentenario de la Independencia. En un contexto muy distinto al de 1916, la polémica sobre el relato oficial se reduce a la pelea entre Felipe Pigna y Eduardo Lazzari, dos narradores de historias cuyo entendimiento del pasado se fundamenta sobre aniversarios de nacimientos y fallecimientos de protagonistas político-culturales del país. Si se piensa a la historia mediática como una interpretación del pasado en función de necesidades presentes, dicha historia cae sistemáticamente dentro del rótulo revisionista. Y si a esa misma historia mediática se la aborda, valga la redundancia, desde una perspectiva histórica, sería hasta legítimo pensar que un nuevo gobierno pretendiera la imposición de un relato que le resulte funcional a su propia construcción identitaria. Oído atento de las historias que Pigna tenía para narrar, el kirchnerismo decidió encarnar el bicentenario de la Revolución de Mayo con carrozas nacionales y populares. Con un logo cuyo centro evoca un sol que brilla por su ausencia, la omisión de los festejos del macrismo responde, entonces, a una intencionalidad específica.

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Con un logo cuyo centro evoca un sol que brilla por su ausencia, la omisión de los festejos del macrismo responde a una intencionalidad específica.

Lejos de los barrios históricos de la Ciudad de Buenos Aires, Belgrano está atravesada por dos calles que conmemoran momentos decisivos para la historia porteña: 3 de febrero y 11 de septiembre. Ambos eventos, acaecidos en 1852 –aunque algunos carteles de la calle 11 de septiembre indiquen, equivocadamente, que es de 1888, día del fallecimiento de Domingo F. Sarmiento-, representan la liberación de la ciudad frente al yugo federal. El primero de ellos, el 3 de febrero de 1852, recuerda el triunfo de Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, frente a Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires. Tildado por sus opositores como déspota y autoritario, Juan Manuel de Rosas cayó, con balazo en la mano incluido, en la Batalla de Caseros, frente a un líder federal que, hasta ese momento, se había mantenido fiel al régimen y obediente a las órdenes del Restaurador. Sin embargo, el sentimiento de liberación duró poco para los opositores de Don Juan Manuel, quienes pronto se vieron asfixiados por el despotismo y autoritarismo de Don Justo José, no solo federal y antiguo adherente a la causa, sino también extranjero de Buenos Aires. En ese contexto, pocos meses después, el 11 de septiembre de 1852, Buenos Aires se levantó en armas frente a Urquiza, y proclamó su autonomía frente al poder central que el mismo Urquiza se proponía establecer.

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La construcción y el establecimiento de una historia es una condición necesaria al momento de definir la propia identidad.

La construcción y el establecimiento de una historia es una condición necesaria al momento de definir la propia identidad. Es por eso que el recorrido de la historia argentina comienza, aunque sea por convención, con la obra de Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y la independencia argentina y La historia de San Martín y la emancipación sudamericana, autor que no solo detenta el título de “primer historiador”, sino también el de “primer presidente de la Argentina unida”. Las condiciones para poder considerar una narración cualquiera como una narración histórica tiene que ver con ciertos requisitos metodológicos, heurísticos y enunciativos que poco tienen que ver con este texto. Sin embargo, sí cabe notar la importancia de dos cuestiones fundamentales. La primera es que la historia local fue oficialmente narrada solo después de la unificación nacional bajo un Estado central cada vez más fuerte y concentrado. La segunda tiene que ver con quién la escribe: un hombre cuya adolescencia transcurrió en el exilio frente a la divisa punzó, un hombre que fue, en alguna medida, partícipe de los eventos que narró y, por último, un hombre que no supo cómo mantenerse vigente en el escenario político una vez terminado su mandato como primer presidente de la Argentina unida.

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A mediados de la década de 1930, surgieron las primeras revisiones que Halperín calificó como “visión decadentista de la historia nacional”.

Así como las 800 escuelas de Sarmiento y la Ley 1420 de Julio A. Roca –que estableció la educación pública, obligatoria y laica- permitieron que la historia de Bartolomé Mitre se filtrara dentro de una sociedad cada vez más cosmopolita pronta a ser “argentinizada”, la instauración de una identidad fundacional permitió que las nuevas generaciones cuestionaran dichas nociones históricas identitarias. De esta manera, hacia mediados de la década de 1930, surgieron las primeras revisiones dentro de una corriente que Halperín calificó como una “visión decadentista de la historia nacional”. Si bien es insoslayable la presencia del presente en una narración del pasado, simplemente por el hecho de que, como establece Sarlo, el pasado es siempre narrado desde un enfoque que permite trazar “un continuum significativo e interpretable del tiempo”, la utilización del pasado en función del presente es harina de otro costal. La principal característica del revisionismo, por lo tanto, es justamente esa: tener una notable capacidad de adaptación que le permite cambiar según cambie el cauce del sentido común y de la opinión pública. Los Bosques de Palermo fueron creados por disposición presidencial en 1874, durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento. Inspirado por las reformas parisinas del Barón Haussmann y empecinado en demostrar la fortaleza del Estado nacional todavía en ciernes, Sarmiento eligió el terreno que ocupaba la antigua casa de Don Juan Manuel de Rosas para emplazar un parque que reverdeciera una ciudad cada vez más urbanizada. Aunque popularmente conocidos como “Bosques de Palermo”, el verdadero nombre del parque es “3 de febrero”, en alusión, otra vez, a la Batalla de Caseros, cuando Rosas fue derrotado por Urquiza. ¿Venganza sarmientina? No, imposición de un relato////////PACO