Cuando a principios de la década del setenta las narices norteamericanas comenzaron a demandar cantidades industriales de cocaína Medellín era una ciudad de Colombia conocida básicamente por la pujanza de sus industrias, la religiosidad de su pueblo y la perfección de su clima (un valhalla de 17 grados de mínima y 28 de máxima con lluvias repartidas regularmente a lo largo del año). La ansiedad de la noche americana y los tiempos provincianos de Medellín parecían formar parte de mundos distintos, pero en pocos años la ciudad colombiana se convirtió en el principal centro de exportación de cocaína a los Estados Unidos. Medellín se transformó en la capital de un negocio tan desmesurado que no solo enriqueció al círculo de gángsters que lo controlaban directamente sino que modificó en pocos años la cara de la ciudad y de todo el país. Entre mediados de los ochenta y principios de los noventa en Medellín se producían más asesinatos que en cualquier otra ciudad del mundo, y esa larga guerra era el reverso de la inyección de dinero, imparable, que llegaba desde el el mercado americano. Fue la época de florecimiento de los compañías financieras, de los centros comerciales estilo Miami, de las mansiones delirantes, de las fiestas que iluminaban la noche con fuegos artificiales cuando las avionetas cargadas de cocaína lograban aterrizar en Estados Unidos; fue también la época de los sicarios que bendecían sus armas en las iglesias, la época de los coches bombas que estallaban en hora pico, la época de las ráfagas de ametralladora tartamudeando, cerrando cualquier discusión. El personaje central de ese período, el nombre alrededor del cual giraba esa violencia y ese dinero, claro, era Pablo Escobar, el jefe del Cartel de Medellín, una figura cuya representación ficcional podemos volver a encontrar todas las noches por estos días, veinte años después de su muerte, en la televisión.

 

 ¿Y qué pasa con Pablo Escobar? ¿Qué pasa ahora con Escobar, con Pablo Emilio Escobar Gaviria, para decirlo con la cadencia latinoamericana y énfasis en los segundos nombres y apellidos? En principio pasa la serie (¿o telenovela?) Escobar: el Patrón del mal, una producción colombiana, estrenada en 2012, que a lo largo de 113 episodios va relatando la biografía del capo narco. Basada en el libro La parábola de Pablo de Alonso Salazar J. (periodista y ex alcalde de Medellín entre 2008 y 2011), la serie parece ser el resultado de un esfuerzo conjunto entre la industria del entretenimiento y algunas plumas de la cultura colombiana por poner en imágenes, por cristalizar en un producto de consumo masivo algunos de los interrogantes que continúan sin respuesta años después de sucedidos los hechos que se narran: ¿cómo se llegó a esos extremos? ¿Cómo leer la recurrente violencia de la historia latinoamericana en ese momento, en esa intersección con el negocio de la exportación de drogas? ¿Cómo un delicuente de una ciudad del interior colombiano llega, primero, a estar entre los hombres más ricos del mundo y, después, a liderar una guerra abierta contra el estado colombiano cuyas consecuencias pueden rastrearse hasta la actualidad? Entre los miembros del equipo de producción de El patrón del mal se encuentran familiares de algunas de las víctimas de Escobar, lo que a priori parecería indicar que el proyecto se encuentra libre de las tentanciones fáciles del sensacionalismo y la romantización del mundo criminal. Y en efecto, la serie no cae en esas trampas pero el efecto involuntario, más allá del respeto por la rigurosidad histórica, es que el fantasma de Escobar vuelve estar presente entre nosotros a dos décadas de que su cuerpo fuera acribillado mientras huía por los techos de la casa de Medellín que fue su último escondite. En las conversaciones casuales sobre televisión, en los intercambios irónicos de las redes sociales, en las conclusiones delirantes de funcionarios y periodistas sobre “el flagelo de la droga”, Escobar vuelve a ser mencionado con tonos que van desde la fascinación culposa por la violencia a la frivolidad de los análisis criminológicos sustentados en la visión de un par de capítulos televisivos. La serie fue exitosa en Colombia y se vendió a una veintena de países tan disímiles como Nicaragua, Estados Unidos, Macedonia o Rumania (aunque, nada del todo sorprendente, todos ellos con largas tradiciones de violencia política). De alguna manera, la historia resultó atractiva en contextos diferentes, algo que más que indicar una especie de preocupación global por el narcotráfico y sus tramas, también podría ser interpretado como resultado de la seducción perenne que la figura del gangster continúa ejerciendo, con el atractivo que esa mitología de violencia, dinero, muerte, señores y siervos todavía tiene, como amenaza, como pesadilla, como sueño, como realidad, en la imaginación pública. Además de una reflexión sobre la historia política lantinoamericana, sobre sus crueldades y sus fallas, El patrón del mal también es una reflexión sobre algo más desnudo, sobre, justamente, el Mal mencionado en su título y, más que nada, sobre la ambigüedad que nos rodea cuando nos acercamos a él. 

 

Pablo Escobar nació en 1949 en Envigado, una ciudad a pocos kilómetros de Medellín, hoy parte de su insaciable área metropolitana. El año anterior en Bogotá habían asesinado al muy popular líder liberal y candidato a presidente Jorge Eliécer Gaitán, lo que produjo el estallido de una guerra civil entre los dos principales partidos colombianos, los liberales y los conservadores. Una confrontación a muerte donde los partidarios de ambos bandos se masacraron mutuamente, arrasando poblados, colgando de los árboles a los contrarios, abriendo en canal a las mujeres embarazadas para eliminar toda semilla del enemigo. Los colombianos, con parquedad y elocuencia, llaman a esa época, simplemente, La Violencia. Escobar, hijo de una maestra proveniente de una familia liberal y de un campesino, crece en el clima agitado de esos años. En la escuela secundaria muestra las primeras simpatías vagamente nacionalistas y de izquierda que nunca abandonarían un papel central en su retórica pública, aún muchos años después, cuando ya era el narco más buscado del mundo y comandaba la guerra abierta contra el estado colombiano. Junto a las simpatías por Cuba y los movimientos de liberación latinoamericanos, el joven Escobar empieza a ganarse la vida como mano de obra al servicio de los contrabandistas de la ciudad. También hace su diferencia con pequeñas operaciones delincuenciales que le van ganando un nombre. Monta con algunos secuaces una empresita dedicada al robo y posterior reventa de lápidas, actúa como mensajero de los traficantes abordo de una motocicleta, es guardián de cargamentos peligrosos en ruta hacia Medellín, sella con sus primeros asesinatos su lealtad a los circunstanciales jefes. «Si a los 25 años no soy millonario me suicido», le dice a un eventual compañero de la mala vida.

 La generación de los viejos traficantes pronto resultó obsoleta frente al despegue del negocio de la exportación de cocaína a Estados Unidos. Demasiado dinero, demasiada euforia desbocada para esos veteranos acostumbrados a un negocio hasta entonces artesanal y de baja visibilidad. Los booms económicos (y el de la cocaína colombiana no fue el primer caso en la larga y fallida historia latinoamericana de booms repentinos y desmesuradamente rentables) suelen ser crueles con sus pioneros. Escobar, los hermanos Ochoa, Carlos Lehder, el Mexicano Rodríguez Gacha (el Mariachi en El Patrón del mal), reemplazaron a esa generación de gángsters tradicionales y organizaron el negocio según una racionalidad más acorde con la expansión del mercado. La palabra «cartel» que las agencias norteamericanas y después el mundo entero adoptaron para bautizar las estructuras del narcotráfico colombiano era un préstamo de la jerga económica que describía a las organizaciones empresariales que suplantaban la competencia por el acuerdo de precios y costos. Una forma habitual de resolver el viejo problema de la expansión económica y la competencia sin tener que apelar a un excesivo derramamiento de sangre. Siguiendo esa forma de organización, en una gran asamblea de asesinos, a comienzos de los ochenta, Escobar es elegido capo de capos. Coexistencia pacífica, centralización de las decisiones militares, apoyo mutuo para el comercio. El Cartel prometía estabilidad y continuidad en la provisión de cocaína. A principios de los años ochenta, la época de oro, el Cartel de Escobar suministraba el 80% de la cocaína que circulaba por los Estados Unidos. Fue la época delirante de la Hacienda Nápoles, de los hipopótamos chapoteando en el río Magdalena, de Escobar figurando en el ranking de la revista Forbes, del cortejo del viejo establishment político a esos recién llegados vulgares, peligrosos y letales pero inmensamente ricos. También es la época de la industrialización de cocaína a gran escala: la inauguración de los laboratorios donde se procesaba la pasta base importada de Perú y Bolivia con turnos full time de cocineros y asistentes, el complejo Tranquilandia con su infraestructura de ciudad industrial brillando en la oscuridad de la selva amazónica. El dinero fluía rápido y el dinero prometía no sólo poder económico sino también poder político. A comienzos de los ochenta, Escobar consideró que estaba madura la situación para dar el salto a la visibilidad pública. ¿No era acaso un empresario próspero que había inaugurado una nueva rama de negocios? ¿No era un bienhechor de la comunidad, un amigo del pueblo, que con su imperio había ubicado a su ciudad natal en un lugar de privilegio?

En 1982 Escobar es elegido diputado suplente por una lista del partido liberal. Alonso Salazar J. en su libro cuenta la escena: Escobar, ya mencionado como uno de los hombres más ricos del mundo pero desconocido aún para el gran público colombiano, jura su cargo haciendo la V de la victoria, con una corbata prestada por un bedel del Congreso que minutos antes le había prohibido la entrada por no respetar el protocolo oficial. Un breve período de embriaguez política: el viaje posterior en la delegación de diputados a la asunción de Felipe González como primer presidente socialista del gobierno español. Madrid era una fiesta y Escobar estaba en los salones donde se hablaba del futuro de España, de Europa, de la OTAN. Ahí está, debatiendo copa en mano con un futuro ministro español, hablando sobre política internacional en un salón lleno de figurones. En medio de una de esas conversaciones un periodista colombiano lo interrumpe para pedirle cocaína. Escobar le contesta irritado: «yo no me meto en esas cosas». Como el Michael Corleone de Puzo y Coppola, al que idolatraba, Escobar fantaseaba con limpiar su nombre y ser aceptado por el establishment colombiano, el who is who de veinte, cincuenta, cien apellidos que se repiten (y Cien años de soledad, el libro consagratorio del premio Nobel de aquel mismo año, muestra bien eso) desde la época colonial. En sus momentos más megalomaníacos Escobar se pensaba en paralelo con la familia Kennedy, con el patriarca que forja su fortuna con el comercio ilegal de alcohol y coloca a uno de sus hijos como presidente. Se calcula que el Cartel de Medellín aportaba para entonces un 30% del total de las divisas que ingresaban a Colombia y todo parecía, con esas cifras, posible.

 

“El Robin Hood paisa” tituló la revista Semana de Bogotá la primera nota que sirvió como presentación al público nacional de Escobar. Había inaugurado decenas de polideportivos, canchas de fútbol con iluminación artificial, centros comunitarios en los barrios pobres de Medellín. También había lanzado un proyecto de construcción de viviendas sociales para los habitantes de los villas de la ciudad. Posaba como benefactor social, como hijo pródigo de los pobres que regresaba para repartir parte de su fortuna. «Queremos a Colombia y ahora que estamos en capacidad de devolverle algo de lo que nos ha dado esta bella patria, lo estamos haciendo», decía al inaugurar una cancha de fútbol. Jugaba a ser una reedición colombiana de Salvatore Giuliano, otra novela de Mario Puzo que Escobar tenía en un lugar de privilegio en su biblioteca. El bandido social amado por los pobres y perseguido por las fuerzas del establecimiento. El plebeyo que desafía a la elite rancia y vengativa. La retórica de Escobar en esas apariciones públicas combinaba el populismo, la apelación a la religiosidad y el rechazo al involucramiento de los “gringos” en la política colombiana. Era el otro rostro de la mafia: su costado precapitalista, su invocación a las lealtades personales, su gusto por las tradiciones de la servidumbre, el culto ciego al Patrón. Escobar logró hacer convivir todas esas aristas con una organización comercial moderna y diversificada capaz de penetrar en el mercado norteamericano. Como ya se dijo, esta es una historia de ambiguedades, y toda su atracción no reside más que en eso. Escobar era amado por los pobres de Medellín, pero era más amado aún por los ricos de Medellín. La mafia es siempre una vuelta de la barbarie primitiva a la modernidad pero también es frecuentemente un anticipo de las formas económicas que esa modernidad va a adquirir más adelante. Punta de lanza de la innovación y lastre bárbaro. El éxito económico se juega en su capacidad para engarzarse con el circuito de la oferta y la demanda, la fascinación social en su trasfondo primitivo, violento, feudal. Cosas inconfesables.

 El final de la historia comienza en 1984 con el asesinato del ministro de Justicia de Colombia y el inicio de la lucha de los narcos contra la extradición a Estados Unidos. Ahí nacen “Los Extraditables”, el grupo que funcionaba como marca publicitaria del Cartel. “Una tumba en Colombia antes que una cárcel en Estados Unidos” era el lema de las cartas que llegaban a las redacciones de los diarios, a veces solas, a veces acompañadas de bombas. El alto perfil de Escobar deja de ser la puerta de entrada a los sueños de aceptación y blanqueo de su apellido y comienza a configurarse como cabeza de una guerra abierta contra el Estado. Son los años en que el ingenio narco ya no se aplica solo a conseguir maneras de burlar la vigilancia de las fronteras para ubicar el producto, sino más a bien al terrorismo desbocado. A los adolescentes de los barrios pobres que redescubren la fe religiosa en los altares de la Virgen de la Candelaria a la que se encomiendan para realizar sus trabajos de sicarios abordo de una moto se le suman los coches cargados de dinamita (“la bomba atómica de los pobres”) que explotan en mercados, en plazas de toros, en edificios de departamentos, accionados con controles remotos de aeromodelismo. A ellos se les agrega después el asesinato de líderes políticos (cinco candidatos a presidente, siempre de la izquierda o de los sectores progresistas), la explosión de aviones de pasajeros, el secuestro a gran escala para presionar al gobierno o para ajustar cuentas o para, más prosaícamente, financiar las operaciones en curso. A partir de 1989 Escobar y su grupo pasan a la ofensiva sin tregua. Tienen sus éxitos: logran que el gobierno acepte reformar la constitución para eliminar la extradición de ciudadanos colombianos, pactan una tregua lábil a cambio de entregarse imponiendo sus condiciones. Escobar y algunos de sus subalternos acuerdan ingresar a la cárcel para ser juzgados por unos pocos delitos. Lo hacen en sus términos: el lugar es La Catedral, una prisión construida por el mismo Escobar sobre las colinas que rodean Medellín, con guardias elegidos por él, con control absoluto de las instalaciones. Un refugio, una caleta, más que una cárcel. El final de Escobar comienza con la ruptura de su hegemonía entre los narcos colombianos. Acosados por las presiones de los militares, por el hostigamiento de sus competidores de Cali y por las divisiones internas, el Cartel de Medellín se fractura y Escobar se fuga de La Catedral para entrar definitivamente en la clandestinidad. Un año después, en 1993, lo acribilla la policía colombiana cuando intentaba escapar por los techos de una casa anodina de un barrio residencial de Medellín. Aunque la mitología siempre está en funcionamiento y hay quienes dicen hasta hoy que no lo mataron, que pudo escapar o que optó por el suicidio en el momento final.

 

Después de esta reseña biográfica debe quedar claro que el personaje, con todo su carácter folletinesco, con sus ángulos equívocos, con sus hazañas criminales monótonas y espectaculares, no fue más que el agente de un negocio impulsado por su propia lógica de expansión, descartado cuando ya no resultó lo suficientemente eficaz para mantenerlo en pleno funcionamiento. En todo caso lo que hizo de Escobar una figura distintiva, lo que permite que hoy su fantasma vuelva a encantar la imaginación fue también lo que lo llevó a la muerte. No importa tanto Pablo Escobar como la reflexión sobre el modelo de sociedad que lo produjo y que él ayudó a formar. No importa tanto Escobar como volver al hecho incómodo de la fascinación que evoca su carrera criminal. Es entre la banalidad y la monstruosidad donde hay que buscar el significado de Pablo Escobar, en su poder regresivo, en su capacidad para proveernos de todo aquello que a la luz del día negamos. 

Una última digresión: la palabra verraco. Escobar y los otros personajes de la serie la pronuncian todo el tiempo. Suena como una especie de fucking al uso colombiano, una muletilla de valor ambiguo que acompaña el desprecio, la admiración, el odio, la celebración. Verraco es el cerdo macho que no es capado y queda como reproductor. Al parecer a partir de ahí empezó a usarse en el área del Caribe como calificativo para las personas que mostraban conductas que oscilaban entre la maldad y la temeridad. Según la RAE, en Cuba verraco se usa tanto para una persona sucia, como para alguien considerado despreciable por su conducta o para un individuo tonto, «que puede ser engañado con facilidad». No hay mención de su uso en Colombia, menos aún en la región de Antioquia o en Medellín, pero el Diccionario de Americanismos de la misma RAE es un poco más amplio y extiende los usos equívocos del término para definir verraco como: «persona valiente y audaz», «persona bravucona o pendenciera», «persona o cosa extraordinaria, magnífica», «persona que desempeña muy bien su actividad u oficio», y por último, al final, «persona que está muy disgustada, muy enfadada»////PACO