El derrocamiento de Isabel Perón en 1976, al igual que al país, puso al peronismo bajo una terapia de shock, de la que salió, también como el país, con secuelas graves y duraderas. El regreso al sistema democrático en 1983 y la rotunda derrota a manos de Alfonsín sellaron el encorsetamiento del movimiento peronista no sólo en los moldes y las andanzas de la partidocracia liberal, sino también en sus fines (preservar «la democracia», que en la jerga del político promedio post 1983 se traduce como mantener los pies dentro del plato, no joder al poder o joderlo lo menos posible). La democracia alfonsinista implicó un cese forzado de toda violencia, y ese cese se basaba menos en el preámbulo de la Constitución que emocionadamente recitaba Alfonsín y más en una crítica implícita a quienes habían empuñado las armas antes de 1976 y a quienes los aniquilaron después.
La santimonia radical de los dos demonios también pesó, aunque pocos estén dispuestos a reconocerlo, en el peronismo. El pico de esta adaptación del peronismo al nuevo tiempo fue el menemismo, una copia burda del neoliberalismo thatcheriano que consiguió que los opositores internos a Menem lo vieran a este como el sujeto cuasi providencial para cerrar la culpa por la derrota de 1983. El nuevo conductor «pacificó» la inflación con un plan suicida y al país otorgándoles el indulto a los demonios y abrazándose con el almirante Rojas. La crisis de la convertibilidad y el estallido de 2001, con la recidiva de Cavallo, abrieron las puertas para una desadaptación que muy fríamente prologó Duhalde y que luego se asentó sensiblemente con Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. El recorrido del tobogán democrático desde la pax alfonsinista y la hiperinflación nos llevó a la pistola a pocos centímetros de la cabeza de Cristina y la posibilidad de que Javier Milei gane las próximas elecciones en primera vuelta. Este racconto, absolutamente precario, sirve por lo menos para concluir en que es imposible aislar el curso político e ideológico del peronismo post-Perón de la normalización institucional iniciada en 1983 y las crisis políticas y económicas que dentro de esta normalización le plantearon al peronismo el desafío de cambiar, por sobre lo «institucional» y el «pacto democrático», la vida de cada uno de nosotros. Y veinte años tardó el peronismo para empezar a dar respuestas en serio, no excusas disfrazadas de promesas ni espejitos de colores con forma de dólares, a las mayorías.
Como escribió Juan Terranova, es un hecho que el pueblo peronista ya no está ahí. Tampoco estaba ahí antes de que Perón entrara a la herrumbrada Secretaría de Trabajo en 1943. Y en muy poco tiempo, con unas pocas leyes cajoneadas, con anarcosindicalistas y socialistas condenados a ser patrullas perdidas, nacionalistas fastidiados con el nacionalismo, radicales personalistas que extrañaban la Causa, conservadores lúcidos que no querían perderse el último tren, y, ante todo, como materia decisiva, con esa masa de laburantes, en las ciudades y los pueblos, en el campo y la selva, ninguneados y sobreexplotados, Perón construyó un nuevo actor con un viejo sujeto. Y lo hizo reinterpretando la democracia no como un fin sino como un instrumento que integrara en un mismo proceso la grandeza de la nación con el progreso material de los más débiles de la sociedad. Defensa nacional, ascenso social, cuatro comidas por día, educación y salud públicas de calidad, ¿dónde hay que firmar? Y cuando Néstor Kirchner asumió con apenas el 23 % de los votos en el 2003 un pueblo estallado parecía haberse ido hacía tiempo del lugar de la ilusión de un futuro mejor. La lección del menemismo así había sido de siniestra y retorcida: disciplinó a la sociedad con ajuste y desempleo mientras se vanagloriaba de una política exterior nada ajena a los dos atentados terroristas más graves ocurridos en el país.
¿Cómo se hace para que el pueblo vuelva a estar ahí? Al revés del menemismo, al kirchnerismo le cabe el mérito de haber tenido su pico de desadaptación cuando la 125 en 2008 y la ley de medios en 2009, más allá de que probablemente no haya medido a tiempo la consistencia del bloque de poder que contra él se reagrupó rápidamente detrás del sector agroexportador y las corporaciones mediáticas, sus enemigos más visibles. Desde entonces flota la molesta sensación de que vivimos en una guerra en la que una de las partes en conflicto todavía no se ha enterado del todo. De aquel primer rejunte de títeres políticos que reaccionaron «democráticamente» en defensa del «campo» y de «la libertad de expresión», Macri y Bullrich sobrevivieron con buena fortuna. Ahora, con el agregado del recienvenido Milei, los tres funcionan como voceros del bloque de poder. Por sus bocas se pronuncian sus mandantes, con objetivos genuinamente liberales como «terminar» con el kirchnerismo, dinamitar lo que queda del derecho laboral, endeudarse otra vez con el FMI. A todos ellos, a su tiempo, les entrará el sayo de haber promovido la destrucción de la paz social que nunca desearon.
Quizás a esta altura del partido no alcance para convencer a nadie, pero no está de más recordar que diciembre de 2001 fue el corolario más o menos programado de una suma de maniobras económicas neoliberales combinadas con el más cínico posibilismo. Desde 1983 en adelante, excepto los tres períodos kirchneristas, nuestros gobernantes practicaron con mayor o menor saña, con mayor o menor vergüenza, la exclusión interna y la dependencia externa. Y aun cuando se exhiban las mejores intenciones y los más puntillosos cumplimientos con la sagrada división de poderes, no existen el diálogo o la imparcialidad judicial, ni siquiera la piedad cristiana como alternativas para tratar con el peronismo. Estos últimos cuatro años de Alberto Fernández nos eximen de mayores explicaciones al respecto. Con esta clase de democracias otro resultado que no fuese un aumento de la pobreza y la delincuencia sería posible sólo en una novela de ciencia ficción escrita por un optimista incurable.
La mayoría de mujeres y hombres de este pueblo fragmentado, hayan votado a este u otro candidato, sean partidarios o no de la ILE o de la ESI, hablen o no en inclusivo, profesen una fe diaria en el ambientalismo o lo ignoren por completo, están hartos de vivir como pacientes terminales a los que siempre se les envía tarde la ambulancia. Ellos son las bases de las que hablaba Perón. Y para vivir dignamente, lo sepan o no, necesitan ser embarcados en una nueva desadaptación del peronismo, que sea esta vez más profunda en sus convicciones, más amplia en sus alianzas y más agonal en sus prácticas.////PACO