Los géneros siempre están. Y la modernidad rotuló un gran número de obras para que el fragmento sea un género. Lo de Héctor Mauas en El otro lado de la noche, publicado este año por Azul Francia, sin embargo, va por otro lado. Está cerca de una escritura que deriva, breve, teórica, que no explica, y que tiende al epigrama, al aforismo, erudito y a la vez fresco y veloz. Pero el libro en su totalidad ofrece un recorrido formal puntuado de intereses y títulos que le dan una unidad. Ensayos breves, entonces, muy cortos, cargados de la experiencia a la vez grata y mancada, de la lectura. Mauas recorre su biblioteca y, dentro de ese escenario, transcribe sus impresiones alrededor del pliegue de la lectura, pliegue donde él lee y se ve a sí mismo leyendo, y en esa lectura descubre otras lecturas. Así van y vienen los nombres de poetas, narradores, filósofos, y de algunos pintores, bañados de una mirada especuladora, por momentos psicoanalítica, mucho más ligada al placer casi físico de habitar la biblioteca que la polémica o la moral. Desde el título se nos avisa ese momento llega cuando el día pasó, y otros descansan.
¿Cómo se escribieron los ensayos de El otro lado de la noche?
Su pregunta, Juan, es ardua –es pregunta de escritor-, porque deja en evidencia que nunca se escribe en tierra firme. Cada quien se vale de algunas herramientas, invariablemente toscas, para no naufragar en un océano de palabras.
Siendo así, estimo que el peligro de la escritura es ceder a la tentación de acudir a los estereotipos, a los sociolectos, y sobre todo, a la religión de la palabra impresa, la sagrada escritura indiscutible. La perenne arrogancia de la voluntad de codificar todo lo existente a través del signo escrito para el bronce –a fin de congregar, educar, mejorar, corregir-.
¿Cómo moverse en este territorio de los poderes normalizadores, donde una palabra ya quiere decir algo antes incluso de ser utilizada? ¿Cómo decir algo en esta época ruidosa, vociferante, donde no queda nada propio excepto el silencio?
Me atrevo a responder que algo puede quedar dicho en la intimidad de cada quien a través del acto de leer.
Leyendo somos leídos; alguna frase nos señala, nos sale al cruce más allá del nombre que nos fue asignado. Paulatinamente, fuerzas ajenas nos encuentran como morada viviente, y hablan entre sí, para nadie. Somos testigos obligados de este campo de batalla que nos habita, como lo llamó Nietzsche.
Escribir es esperar pacientemente, en virtud de que nunca hay dos testimonios idénticos. Aparecen entonces, sin remedio, huecos en el muro de lo repetitivo, rompecabezas que formulan preguntas, collages, sonidos, ecos.
La lectura es herética; nunca se lee dos veces del mismo modo.
Entonces, tal como usted postula en su pregunta, estimado Juan, estos ensayos se fueron escribiendo en el discontinuo tiempo de leer. Cada uno de ellos es efecto de recuerdos de experiencias que permanecen en la memoria como si fueran ajenos.
Estas experiencias dejan un asombro extraño, que se resiste a ser convertido en pericia. A lo sumo, a veces, lo que nos va pasando, empuja al esfuerzo de encontrar una voz que lo narre sin más.
En mi caso, entonces, la escritura ha llegado por fragmentos. No son homogéneos ni contemporáneos entre sí. Conforman una bitácora, nunca un rumbo.
El ensayo es una forma breve que hace trampa: se pretende pasajero, revocable, insignificante, como si dijera “esto está escrito pero no es escritura”. El ensayo, pues, también tiene su propia arrogancia: pretende ser escuchado y deshacerse en el oído, como la palabra de los amantes.
Así se escribieron estos ensayos. Dilatando la llegada, intentando cortar la escena un poco antes del final, como una introducción a lo que no se llegará a escribir jamás.
Son variaciones tonales que buscan hacer consonar palabras sin que coagulen en significado. Que digan, sin encadenarse a ninguna clase de futuro.
Al modo de amantes fortuitos, la palabra y quien escribe se dicen muy poco. A veces se encuentran, y apenas con la punta de los dedos están en el lenguaje.
Por otro lado, tanto el título que encabeza el libro como el orden en que fueron presentados estos ensayos, son intervenciones -es decir una lectura- que hizo su mentora y editora, Francisca Mauas, mi hija, a cargo de Azul Francia Editorial.
Hay dos nombres que van y vienen en el libro, y a los que se vuelve de forma recurrente, Borges y, algo menos, pero con fuerza, Barthes, ¿por qué? ¿Se puede pensar el libro como un comentario en fragmentos a la obra de Borges?
Sí, se puede pensar el libro como un fragmentado comentario a la obra de Borges, y al sinnúmero de otros nombres a los que nos reenvía la lectura de Borges.
Borges es lo que opera Borges en los otros. La máquina Borges, amplia y microscópica, inocula una irreverencia de pesadilla, que, si no es usada con precisión, se cae, y no pasa de ser una parodia fácil.
Sartre -que pensó casi todo su tiempo sin necesidad de ser nunca nada de forma permanente- postuló que somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros. Algunos de estos ensayos son un intento de hacerle decir al lenguaje -que no es de nadie- lo que leer a Borges ha hecho de mí. En este registro escucho su pregunta, Juan, en la alusión a la recurrencia de algunos nombres.
Borges, en mí, rompió los marcos de lectura. Su escritura me separó los ojos del cuerpo –ese insomne vigía de sus fronteras-. Como si no tuvieran temor de perderse, son, a veces, ojos que vislumbran una sombra en la superficie de algún texto. Por instantes, son ojos ciegos al signo gráfico, son ojos que escuchan. Una extraña epifanía es leer sin hundirse en el texto, como un semianalfabeto que narra sin congelar nada en la memoria.
La biblioteca de Babel, donde todo está escrito, no es una condena. Sencillamente, allí queda claro que leer es releer. Tampoco todo es ficción; la biblioteca es verdadera porque existe en el discurso -basta imaginarla-. Allí cabe tomarse la libertad de ficcionalizar, pero no sin descubrir que, realizando esa libertad en la escritura, aparecen y reaparecen pequeños restos que no están hechos de letra inmóvil, como en El libro de arena –uno de sus cuentos últimos-.
La literatura, entonces, es un conjunto inacabado de modos de leer. Los géneros ya no existen; pierden su linaje. Adviene lo inclasificable, el mestizaje babélico. Borges prosista impecable, filósofo ligeramente iletrado, incrédulo, filólogo advenedizo; ensayista distraído, poeta de múltiples voces que parecen atravesar milenios hacia atrás, soñador soñado, Borges desprendido del Ser y del tiempo.
Borges el lector abre las puertas a la invención transpersonal por medio de las letras, pero es uno mismo quien elige cruzar los umbrales, o no. Una vez allí, basta con asumir una máscara para ser otros, acaso más verdaderos del que diurnamente se es, pero, ¡ay, los límites!, sólo a condición de descubrir que es ésta la única falsedad auténtica que nos está permitida: se va siendo una red cuyos nudos admiten desorden y recombinatoria, pero no por ello deja de estar agujereada, y móvil sólo según se mueva la mano que la arrastra.
De los fantasmas que retornan en la red se puede hablar, cada quien con su propio estilo. El horror de los espejos borgeanos, es que espejan todo, pero jamás la mirada del que busca su propia pura superficie.
Barthes me hizo, al mismo tiempo, más riguroso y más alegre. Habiendo sido, como fue, una suerte de marxista siempre disidente –marxista subjetivante-, su lectura me alejó del mandato de pertenecer. En mi caso, el efecto Barthes, fue disolvente: deshizo la machacona oposición entre profundidad y superficie.
Así las cosas, según creo percibirlo, la religión de nuestro tiempo es la adoración del nudo entre masividad y transparencia. El gran número y el tiempo presente son luz divina y tribunal del bien –del bien obligatorio-. Barthes no creyó demasiado en ninguna modernidad. A la suya, la hizo temblar con sus aficiones cambiantes, con su estilo que agita las aguas suavemente pero sin piedad y sin retorno
Habiendo sido demasiado semiólogo para los literatos y demasiado literato para los semiólogos, no tuvo temor de reivindicar los matices, de amar los dialectos más que las lenguas, ni le importó cultivar cierto retraimiento, socialmente indigerible para los vicarios de la corrección y del progreso.
Barthes me separó las orejas del resto del cuerpo -“El susurro del lenguaje”-. Me autorizó a disfrutar de las pequeñas inflexiones, los tonos, los ritmos.
En fin: la escritura habita en cualquier lugar donde la palabra tenga sabor –amargo, trágico, cambiante, múltiple-.
No para escribir, sino para dejar que algo se escriba, es necesario encontrar un tono cada vez, como lo busca un pianista, incluso para pausar y callar.
Hay escritores que han hecho de su nombre un estilo. Parece que siempre tocaran la misma melodía, pero queda oculto que crearon nuevos instrumentos porque, aún los que ya existían, cada vez que son tocados por fuera de la familia en la que fueron concebidos, no son los mismos.
Traidores y traductores descentrados hacen falta, para literar, aliterar, adulterar, bastardeando el universo según pequeñas variantes que no se agotan, en el deseo de un imposible ajedrez infinito.
Por supuesto, estimado Juan, hay otros nombres ensayados, semiocultos tras el cortinado. Las letras son incompatibles con la monogamia.
La lectura siempre aparece como una actividad nocturna. Pero también ya desde el título, la noche tiene dos partes y la lectura parece estar del otro lado. ¿Es así? ¿Qué hay de este lado de la noche entonces?
Hay una lectura nocturna, sí, que persiste como anhelo de perderse en otra vida. Pero el ser social que al menos parcialmente somos los hablantes, teme abandonar este otro, imaginario, siempre postergado. Para sostenerlo, leemos por las noches, jugando a las escondidas, como quien hace interminables planes para escapar de la prisión a la que se sospecha abierta y sin barrotes ni puertas.
La noche no tiene, creo, dos partes. Hay, sí, un deseo de un otro lado, donde habrá de ser grato imaginar que también habrá noches y un otro lado de esas noches, sucesivas pero jamás iguales.
Déjeme, estimado Juan, decirlo con palabras de otros: “…las tardes a las tardes son iguales” decía Borges.
De este lado de la noche, hay la amenaza de un día siguiente que nos devolverá al tiempo de la espera de un futuro que, cuando llega, casi nunca se conjuga en presente. Sin embargo, a veces, nos es dado un día con luz, no diurna ya, sino luz solar, a secas, alejada de la producción y las promesas, y bailar como Zorba, el griego, lejos. Salvatore Quasimodo: “Ognuno sta solo sul cuore dalla terra/ traffito da un raggio di sole./Ed é súbito sera.”
Se nota un hastío en el libro, un cansancio de lo diurno. ¿Es la noche la que permite escribir en géneros casi sin forma, la que permite la libertad del fragmento, de citar, derivar, anotar?
No sé si es sólo exactamente la noche lo que permite encontrar formas a la deriva, fragmentos que no respondan a la obligación familiar de los géneros, ni a los genes, ni a los gentíos y las gentilezas, ni al cansancio de las causas, ni la bendita inspiración. Pero sí creo que algo de la palabra respira mejor en la penumbra, más precisamente en la distopía.
Pienso en William Faulkner, arcaico, más sureño que norteamericano, siempre fuera de lugar. Escribía durante el día, más precisamente por la mañana, en un prostíbulo. Decía que, en esas horas, era el lugar más tranquilo y solitario del universo, donde no se espera nada determinado de nadie, ni se dan explicaciones ni se rinden cuentas, ni hay pertenencia ni extranjería.
¿Cómo sería una versión diurna de este libro? ¿Es posible?
Una versión “diurna” de estos ensayos sin duda no es imposible. Podría admitir también varias formas, a condición de que transcurra a lo largo de un único día, sólo uno, dividido en horas que nunca duran exactamente lo que deberían durar, sino que resultan o bien insuficientes, o, por el contrario, albergan un tiempo sobrado para decir lo que se tiene que decir, que se diría entonces en un murmullo apartado, sin testigos, o, mejor aún, frente a un extraño al que nunca volveremos a ver.
¿Qué está leyendo ahora?
Ahora, estoy leyendo y releyendo varios libros, artículos sueltos. Otra vez El tambor de hojalata de Gunther Grass. Nada se salva, todo se transforma, cambia siempre el escenario, y sin embargo las zancadillas, el prodigio de lo contrahecho y lo deforme nos devuelven a la vida. Un libro como éste sólo se escribe una vez. También estoy leyendo El amante de Marguerite Duras, 1984, que no es El amante de China del norte. Transcribo un párrafo, un apartado, cercano al final. No está dividido en capítulos:
“La mira. Con los ojos cerrados la sigue mirando. Respira su rostro. Respira la niña, con los ojos cerrados respira su respiración, ese aire cálido que ella exhala. Distingue cada vez menos claramente los límites de su cuerpo, no es como los otros, no está acabado, en la habitación sigue creciendo, aún no ha alcanzado las formas definitivas, se hace a cada instante, no sólo está ahí donde lo ve, también está en otras partes, se extiende más allá de la vista, hacia el juego, la muerte, es flexible, se lanza todo entero al placer como si fuera mayor, en edad, carece de malicia, y es por eso mismo de una inteligencia terrible.”
Hay aquí más una mirada que un sujeto que la enuncie. Sin remedio, un silencio que ninguna palabra podrá desmentir, ni endurecer, ni suavizar.///PACO