En épocas donde las estrellas son las series de TV, Black Mirror ocupa un lugar extraño. No sólo porque no responde estrictamente a las lógicas del género, proyectando tan sólo tres capítulos por temporada, y adelantando la tercera con uno solo, sino porque no quedan claras sus formas de recepción. Pero preguntarse por quién es la audiencia de una serie que algunos califican de “culto” (aunque esta definición sea ambigua y presuntuosa) incita a explorar otras cuestiones. Prejuzgando, se cae en la tentación de dividir al público en dos grandes grupos: aquellos que leen en cada relato de los siete ya proyectados historias de ciencia ficción, captan la crítica a las sociedades hipertecnologizadas pero desde ese lugar que se espanta sin darse por aludido. O sí, se sienten interpelados, pero para rechazarlo como algo ajeno, y decir  frases del tipo “yo nunca me relacionaría con alguien a quien no conozco…”, “prefiero el contacto cara a cara…”, “no hay que creer en todo lo que dice la televisión…”.

Se sabe que la modernidad encontró en la ficción, en los relatos de aventuras, en las historias de amor,  esa válvula de escape, ante el encorsetamiento y disciplinamiento de las conductas funcionales al desarrollo de las sociedades capitalistas.

Estas voces, nacidas y criadas en pleno siglo XX conservan la mirada piadosa y empática de aquel que sabe que el bien (generalmente) triunfa sobre el mal, o mejor aún, y que ese diálogo siempre es deseable que se de cara a cara. Afirman convencidos que un buen apretón de manos, y una mirada franca siempre es preferible al frío contacto de una pantalla LED. Este grupo, además, gusta mucho de la ciencia ficción, porque sólo prestan atención al segundo término. Se sabe que la modernidad encontró en la ficción, en los relatos de aventuras, en las historias de amor,  esa válvula de escape, ante el encorsetamiento y disciplinamiento de las conductas funcionales al desarrollo de las sociedades capitalistas. Así, eso que se proyecta en la pantalla, no es más que una advertencia a los “otros”, a las nuevas generaciones que nacieron con un dispositivo bajo el brazo y todo problema planteado en la pantalla es absolutamente ajeno a las amables sociedades actuales.

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El segundo grupo, si es que realmente existe, o es sólo imaginación de quien escribe, estaría compuesto por un tipo de observador que presta menos atención a la historia fantástica para poner el ojo en los detalles. Detalles propios de esa misma sociedad hipertecnologizada que tanto espanta a los primeros. Desde esta perspectiva, el ojo avizor entiende que la ciencia ficción se acerca otro tipo de géneros  cuando muestra, como un espejo negro, todo eso que parte menos de la imaginación de un humanista apocalíptico y más de condiciones de posibilidad técnica. Que exista un dispositivo que registre cada uno de nuestros actos, para después revivirlos, tal como sucedieron, en una reunión social, no suena descabellado. Tampoco lo es, compartir on line, los eventos en vivo en la noche de un aprendiz de seductor. Al fin y al cabo, ya es una práctica cotidiana retratar cada instante de nuestras vidas para después subirla a alguna red social. Black Mirror sólo adelanta unos minutos la transmisión del evento. La historia, entre otras cosas, evita la elipsis, brinda el hecho no editado. Pero ese gesto no es novedoso,  ya lo habían explotado los noticieros a fines del siglo XX con su cartelito “en vivo”, avisando que entre la cámara y la audiencia no había “nada” más que realidad.

Probablemente el exceso técnico no es resultado de una exterioridad extraña sino más bien, el fruto de una matriz histórica en la que estamos inmersos. La interpelación no puede entonces producir espanto, sino una identificación reflexiva. El reflejo sobre un espejo que no deforma, sólo agranda, para que los detalles se vean más claros. La ficción aquí puede reemplazarse por exageración, y cuando el punto negro se agranda, a veces, adquiere formas terroríficas. Por eso, en el último capítulo de esta saga, el primero de la tercera temporada, cuando alguien quiere terminar una discusión, alejar a alguien por un rato -o para siempre- usa un dispositivo para bloquearlo. La novedad es que este bloqueo, recurso ya conocido en Whatsapp y  en redes sociales, ahora se da sobre el cuerpo. Cuando alguien es bloqueado, se transforma en una silueta difusa para el bloqueador, volviéndose él mismo borroso para la víctima del acto. Las palabras se transforman en ruido, confinando a ambos a la incomunicación.

Probablemente el exceso técnico no es resultado de una exterioridad extraña sino más bien, el fruto de una matriz histórica en la que estamos inmersos. La interpelación no puede entonces producir espanto, sino una identificación reflexiva.

El efecto puede durar horas o toda la vida, dependiendo de la gravedad de las causas. Cuando los motivos de tal restricción llegan a la esfera pública, todo el acervo jurídico, que el siglo XIX había  construido sobre el cuerpo social como metáfora, se vuelve pura literalidad. En Black Mirror, las restricciones no entienden de lenguaje figurado, porque la ley opera sobre la persona física. Todo sucede como si el proyecto de la modernidad que se había ocupado especialmente de separar al castigo del cuerpo, que había creado complejos dispositivos de vigilancia a la distancia, tratando de evitar, en la mayoría de los casos, el contacto con la piel del castigado, se reciclará en un control extraño. Un control que combina la literalidad del Medioevo con la materialidad invisible de los bytes. El paria social, el criminal, se verá confinado, simplemente a no ser “visto” por los demás, circulará por las mismas calles, parará en los mismos lugares, pero los demás verán sólo una silueta gris, emitiendo sonidos guturales, fuera de sintonía. Un tipo de castigo que al hacer coincidir, como nunca antes, identidad individual e institución jurídica, cumple a la perfección el sueño de los juristas del siglo XIX, y de los que en la actualidad habitan el amable (y ficticio) espacio social//////PACO