Treinta años para construir nuestra delicada democracia y diez para escribir, corregir, reescribir y publicar una novela. Es una buena oportunidad para compartir el prólogo que escribí para abrir la novela «Los Infernautas» (Editorial «Autores de Argentina»), de Gustavo Abrevaya, presentada el último fin de semana de noviembre en la sala «Nicolás Casullo» del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, dentro del Espacio para la Memoria (Ex ESMA).
por Mariano Abrevaya Dios
Gustavo, a los veintiún años, sedujo a mi madre con bellísimos poemas de amor. Ella tenía veintiséis, una separación, y un hijo de tres años (yo). Ambos estaban comprometidos con los sueños revolucionarios de su generación. Ella estudiaba psicología y él medicina. Cuando los poemas lograron el efecto deseado, él se las tuvo que ver conmigo. No se la hice nada fácil. Ahora que soy padre pienso que debe haber sido durísimo que el hijo de tu compañera, un mocoso de cuatro años, te rechace. Pero el joven poeta y futuro psiquiatra que militaba en la Juventud Universitaria Peronista, no se achicaría.
Dos años después, en noviembre del 76, el Ejército Argentino asesinó a mi padre, Ricardo Dios. Gustavo abrazó nuestro dolor. Lo hizo propio. Me apretó fuerte contra su pecho y me dedicó un poema titulado Un día llovieron monstruos. Me leyó decenas de cuentos, sentado en el borde de la cama, y a la mañana cambiaba las sábanas que yo mojaba durante la noche. Luego, no mucho tiempo después, me llevó una y otra vez al médico, a la madrugada, para que me calmasen los ataques de asma.
En el 82 él y mi madre se exiliaron en Israel. Ya se habían casado y recibido. Gustavo todavía le escribía y dedicaba poemas a mi madre. Había nacido Ramiro, mi hermano, que en ese entonces tenía cuatro años. Yo, once. Fue allá, en Medio Oriente, con la herida del desarraigo al rojo vivo, que Gustavo escribió su primer novela. Los perros ciegos. El horror de la dictadura había calado hasta lo más hondo de su alma. Por eso, aquella experiencia personal y colectiva que todavía hoy nos interpela, conformaría una parte vital de su obra literaria.
Cuando volvimos a la Argentina me ofreció llevar su apellido en mi documento. Acepté. Yo dejaba de ser un chico e ingresaba al primer año de un colegio Nacional. Recuerdo la lectura de El eternauta, de Héctor Oesterheld, como un momento de iniciación. También las aventuras mundiales del Corto Maltés, de Hugo Pratt, o las lúgubres ilustraciones de Mort Cinder que dibujaba Alberto Breccia. Una enorme pila de revistas poblaba los estantes inferiores de la biblioteca del departamento de Colegiales donde vivíamos los Abrevaya. Cada tanto, yo sacaba algún ejemplar, y hojeaba. Cómo olvidarme de las perturbadoras mujeres que dibujaba Milo Manara. Sus curvas. Sus insinuaciones. Los diálogos. Gustavo me recomendaba que le diera bolilla a toda esa fuente inagotable de ficción. Que abriese la cabeza. Que me permitiese correr los límites de lo real. En la biblioteca también había decenas de discos y películas.
Ya no tenía asma pero otra inesperada e irreparable ausencia marcaría mis pasos por los siguientes diez años. Comenzaba a supurar mi propio pus. A alimentar a mis propias bestias. A cortar las amarras que me dejarían a la deriva, solo. Empezaba, también, a colisionar con Gustavo. Como cualquier adolescente que no tolera los límites que le impone la figura paternal. Yo tocaba el bajo, hacía de la cultural barrial una bandera y mostraba una fabulosa confusión con respecto a un posible proyecto de vida. Ya teníamos una nueva hermana: Celeste. En algún momento Gustavo me había puesto en las manos las novelas Carrie, y Cujo, de Stephen King. También Danza de la muerte. Aparte de sugerirme libros, me regalaba discos de Blues y el Rock&Roll, que era la música que yo tocaba en ese momento junto a mis amigos en las salas de ensayos y algunos bares. Muchos guiños y gestos de amor para un veinteañero que marchaba hacia el precipicio.
A principios de la década del noventa Gustavo escribió su segunda novela: Sus lomos impuros de mujer. Me enteraría de su existencia varios años más tarde porque yo estaba cayendo hacia el vacío. Fueron años difíciles, marcados por la distancia, la angustia, y la opresión del silencio autoimpuesto. Hubo que pedir ayuda. Recomponerse. Aflojarse y permitir que me mi familia y algunos profesionales, me acompañasen.
El cambio de década trajo nuevos aires. Gustavo escribió una joya del género policial: El criadero. Las centenares de hojas escritas a mano con letra de médico que venía redactando desde los dieciséis años, las horas dedicadas con pasión al cine y a la literatura, los apuntes, las notas, los cursos, talleres, ensayos, los festivales, y el deseo, que nunca había perdido vitalidad, cocinaron, a fuego lento, un texto que sería premiado como ganador, a finales del 2002, en el Concurso de Narrativa “José Boris Spivacow”.
A Gustavo el ejercicio de la psiquiatría le regalaba varias satisfacciones, aparte de los ingresos con lo que mantenía a la familia, pero resultaba mucho más seductora la posibilidad de hacerse un lugar en el elitista paño de la literatura. Se sabe, a veces el reconocimiento lo vale todo. Lo acompañamos a la Secretaría de Cultura, en la Recoleta. El prestigioso jurado lo llenó de elogios. El premio se lo dedicó a su mujer y a sus hijos.
En septiembre del 2003 yo fui padre. Gustavo, abuelo. Lo sabría después, pero él se había vuelto a sentar frente a la computadora para escribir una nueva historia. Los infernautas. Dos años después yo guardaba el bajo en el estuche y me volcaba a la escritura. Así, de manera azarosa, ¡a través del fútbol! Y encontré en mi padre a mi mejor maestro. Una fuente de consulta e inspiración. Construimos un vínculo muy sólido alrededor del arte de contar historias. Nos revisamos los textos. Nos hacemos devoluciones. Discutimos los personajes. Ponemos en duda una trama. A veces me resultan duras sus devoluciones. Pero tienen buena leche. Y mucha precisión.
Gustavo es un hombre muy instruido y con un altísimo nivel de imaginación. Sus criaturas son entrañables. Maneja muy bien el recurso del humor, la tensión, los diálogos. Cita, a través de la intertextualidad a los autores que inciden sobre todos nosotros: Borges, Chandler, Marechal, Oestherheld, y cruza lo policial con lo fantástico. También el terror, otro de sus géneros favoritos. Pregúntenle al nieto, que a sus seis años vio con el abuelo la película coreana The host, en la que una bestia horrenda emerge de un río, en el centro de la ciudad, atrapa con sus garras a algunos de los que están haciendo un picnic en la orilla, se los mete en la boca, y vuelve a sumergirse en las profundidades, para regresar a su guarida, al pie de uno de los pilotes de un puente.
Los Infernautas es el texto de largo aliento más elaborado de mi padre. La obra de mayor profundidad, y explosión creativa. La idea, los personajes, y el marco en el que se desarrolla la historia, requirieron una maceración de varios años. Es un relato vibrante, que gira alrededor de la búsqueda desesperada de un ser querido que no está, que “no tiene entidad, es un desaparecido”, que emprende un hermano mellizo, por medio de uno de los narradores, un detective del altiplano que vive en Dock Sud. De fondo, se está produciendo una sangrienta guerra celestial entre ángeles y demonios, acá, en la ciudad de Buenos Aires.
Escribir el prólogo del libro es uno de los más lindos gustos que me dí como escritor, y como hijo mayor de Gustavo.