Una incursión arqueológica al viejo mundo de los chancheros

Por Fernando Callero

En Santa Fe hay dos boliches de ambiente gay, uno visible: Taboo, en pleno centro de la ciudad, y el otro borroneado y turbio, como una ruina: Tudor, del que muy poca gente sabe si continúa abierto o yace sepultado en ceniza volcánica, pero que todavía resiste. (Una paradoja para anotar. El boliche más expuesto se llama Taboo y el otro, oculto, lleva el nombre ostentoso de una dinastía de reyes europeos.)

Esta polaridad minimalista (apenas dos espacios para cubrir las demandas de una ciudad Capital, con una posición central en el sistema que abarca Santa Fe, Paraná, Esperanza y Rafaela, entre otras localidades periféricas) habla a las claras de un proceso dialéctico de redistribución del mapa del ambiente en el marco de las tensiones referidas al estatuto actual de los géneros y orientaciones sexuales. Taboo explota los viernes con un público casi exclusivamente teen ager perteneciente a las nuevas camadas de chicos que ya no tardan en salir del closet porque la época les deparó un contexto de reconocimiento y respeto apuntalado en el trabajo que vienen desarrollando hace ya casi una década diferentes organizaciones no gubernamentales y dependencias del INADI. La flamante ley del matrimonio igualitario contribuyó a darle marco institucional y garantías a esas raras yuntas que hasta hace poco prosperaban a la sombra de una tenue y un poco compasiva aceptación del vecindario: “no son mala gente”.

Pero además existen condiciones materiales que hacen posible la estructura de la diversión en la diferencia. No todo es comprensión y DDHH. Tal como lo comprendió y puso en marcha en los años 70s la cabeza lúcida del puntero norteamericano Harvey Milk, para integrar una minoría a la circulación común deben generarse sus condiciones de inserción en el mercado. Boliches, bares temáticos, casas de indumentaria, pornoshops, turismo, etc. Pero lo que llama la atención en una ciudad tan populosa como Santa Fe es que estas condiciones materiales apenas existen. En los años 90 había más presencia y circulación desfachatada de gays en la calle (punto de reunión obligado: el comienzo de la peatonal, en la intersección de las calles San Martín y Juan de Garay) y cientos de peñas organizadas de manera marginal y amateur por putos y tortas que hoy día son cabeza de secretarías de la diversidad. No obstante, quizás por proyección mediática, la cultura gay ha adquirido un mínimo de posicionamiento y competencia en el entramado económico social de Santa Fe, la vieja. Pero el caso es que no todos los que practican el goce del mismo sexo, y en gran parte debido a las diferencias etarias, económicas o eminentemente ideológicas, están de acuerdo con abandonar una posición reservada respecto de sus prácticas íntimas o adscriben a estas formas de blanqueo y legalidad. Es más, muchos lo han tomado como una traición a la resistencia de una minoría que piensa la revolución en términos de libertad individual donde el Estado no tendría por qué incidir.

Ahora un breve relato de mi descenso al otro polo, el Viejo Mundo de este mapa, que lejos de permanecer inerte y lleno de polvo, se recicla y orienta en una nueva dirección.

El sábado, no me pregunten cómo, caí por Tudor, que, desde hace 19 años, funciona en una casona fastuosa del barrio tradicional de Guadalupe, ahora devenido en tugurio oscuro donde los sábados a la noche se pueden ver sombras rondando las góticas azoteas: travestis, viejos bufarrones y chonguitos manteniendo un comercio sexo por alcohol y otras yerbas. Lo primero que me llamó la atención es la escasa concurrencia, algunas parejas de chonguitos y travestis chichoneando en la pista frente a la pantalla gigante y todo alrededor viejos borrachines escapados de sus casas esperando un golpe de suerte para ir a la terraza a concertar un trueque trago por pete. Incursionando en este perímetro semifantasma conozco a Tito, un serbio radicado en el país desde hace 17 años. Su porte es el de esos grandulones buenazos y tiernos que se ven en las películas de Kusturica. Al tipo le gusta culear tipos, no se considera gay ni nada por el estilo, al igual que los chonguitos de villa que paran en el balcón tomando merca a la espera de una señal de algún viejo o una linda trava de pancita todavía plana para “pasar arriba” y con el pago seguir curtiendo. Tito tiene su mujer y sus hijos durmiendo en la casa. Pronto va a amanecer y cuando vuelva a los bandazos va a recibir un par de gritos, nada fuera de programa, pero quién le quita lo bailado. Curtimos lindo al sereno, nos enamoramos un poco. Quedamos en vernos el próximo sábado sobre la una para seguir curtiendo pero, como dice el gran Torrente “sin mariconadas, eh, sólo para aliviar tensiones”. ///PACO