Por Juan Terranova

1.

El domingo 24 de marzo leí algunas notas sobre el aniversario del golpe. No encontré nada que me llamara la atención. Se veían en los diarios principales las mismas disputas de otros años sobre cómo y quién marcharía ese día. La izquierda por un lado, el peronismo por el otro. Las columnas de opinión y los artículos de fondo seguían el mismo patrón. Y en los titulares se reiteraba el pedido de justicia debidamente matizado hacia la derecha, la memoria como fetiche en la izquierda, la convicción rutinaria del progresismo, el recurso del ruido para celebrar a los muertos y desarmar a la muerte. Sin embargo, en La Nación encontré una noticia que evadía el tema del día. En Mar del Plata un pibe de dieciséis años le había robado la nueve milímetros reglamentaria a su padrastro, oficial de policía, y lo había asesinado. Después había atacado a sus hermanastros menores, un chico de edad indeterminada pero también adolescente y una nena de siete años a la que le disparó en la cara. Los dos estaban internados con un pronóstico reservado. Al padre la bala le había ingresado por la nuca y había muerto al llegar al hospital. Me imagino que el tipo estaba mirando televisión y el pibe se acercó por atrás. La escena no puede haber sido muy diferente. El redactor anónimo de La Nación dice que el motivo de la matanza fue una penitencia. La policía encontró al chico un par de horas más tardes caminando, melancólico, por la playa.

 2.

Ese día también leí que, en Córdoba, una mujer había sido condenada a diecisiete años de cárcel efectiva por maltratar a su marido y a sus hijos. El copete decía: “Llegó a tocar a su hija de 14 años para denunciar a su ex como violador”. La historia era triste y llena de pliegues que se repetían. El hombre no la denunciaba. Cuando dejaba la casa -cansado de los insultos, los gritos, los escupitajos y los golpes-, la mujer se la agarraba con los hijos. Y sí, según la nota, llegó a introducir un espéculo en la vagina a su hija de catorce años para denunciarlo como violador. También “se infligía ella misma severas heridas con el mismo fin”. Aparte de cortar a sus hijos con hojas de afeitar “para que vuelva papá”, una vez había intentado quemar la casa con ellos adentro. Finalmente la Cámara 6° del Crimen procesó y condenó a la mujer. Trascendió que durante el juicio dijo “yo les di la vida a mis hijos y tengo derecho a quitársela”.

Y derivando un poco más, en el mismo diario encontré que un travesti, el sábado, se había atrincherado -vocabulario de la nota- en una clínica privada de Cipolletti y durante dos horas había tenido a la ciudad pendiente del asalto. El travestido reclamaba por una supuesta mala praxis realizada a su madre. En un momento, mientras discutía con el personal médico, sacó un arma y disparó treinta veces. Una de esas balas mató a una ingeniera bioquímica de veintidós años que trabajaba como auxiliar de laboratorio. Se llamaba Carla Milla y había intentado, desde el principio, calmar al travestido. Finalmente, después de algunas horas de incertidumbre, un grupo especial de la policía entró a la clínica, y detuvo y esposó al travesti, que fue sacado en silla de ruedas por una puerta lateral. Pese a la precaución, vecinos y familiares de pacientes internados intentaron golpearlo. Un par de días después, pude ver al asesino cuando era llevado a declarar. Gritaba que ya le había perdido perdón a los familiares de la muerta y que, en realidad, su intención había sido desde el principio matar a los médicos. La escena resultaba grotesca. La cara del travesti parecía hecha de cuero.

Esas eran las noticias del domingo, más allá de las celebraciones del aniversario del golpe. Un filicida matapolicías adolescente caminando por las playas de Mar del Plata, una mujer violando con un espéculo a su hija para recuperar a su marido en Córdoba, una joven profesional asesinada por un hombre viejo y feo vestido de mujer en Cipoletti. ¿Había algo que uniera estas tres historias más allá de lo macabro y el día en que habían aparecido en el diario?

 3.

El domingo siguiente, 31 de marzo, leí en Clarín una columna firmada por un tal Gustavo Grabia donde se decía que el secretario de comercio Guillermo Moreno había estado en la plaza del 24 con un grupo de “peligrosos barrabravas con prontuarios importantes  y que estuvieron investigados hasta en causas por homicidios”. Un cansado editor había elegido resaltar la tipografía en negritas la primera parte de esta frase. Mientras tanto, Gustavo Grabia desarrollaba sus ideas paranoicas con una prosa institucional y desguarnecida que ponía en acto toda la malversación sintáctica de la que es capaz el periodismo. No hacía falta ir a las “ideas” para comprender que se trataba de una pedazo de mierda inarticulado y tendencioso. Alcanzaba con reparar en la forma de la argumentación. El autor reforzaba así la idea de un periodismo que no le habla a nadie, se extingue sin salud, en “mute”, silenciado por el desgano de los propios periodistas y la existencia de Internet. (Estoy googleando a Gustavo Grabia y veo que es una especie de estudioso de los barrabravas, un especialista de “este fenómeno contemporáneo”.)

También el domingo 31 encontré en esta misma revista un artículo titulado “El trava” donde María Velo cuenta su interacción con un travesti que para en una esquina del barrio de Flores. Se trata de un texto amable, bien escrito, que describe un mundo de otredad y lo hace con entusiasmo y alegría. Ahora bien, el travesti que construye María Velo debe llamarse, en realidad, –la autora así lo subraya– “la” travesti, porque el artículo es muy importante y no se trata, en este caso, de un hombre que se viste de mujer, sino de un transexual, una persona que decide cambiar de sexo. “Hay pocas cosas más empantanadas que la discriminación en términos semióticos” aclara con lucidez María Velo. Yo agregaría que también hay pocas cosas menos importantes. Más allá de los remilgos de la lengua, a Flopi, la travesti de María Velo, no le gustan los taxistas, tiene pechos producto de la ingesta de hormonas y encara su trabajo en la calle con estoica y canchera resignación. La cronista nos niega escenas de coito o brutalidad. Y así redondea una travesti sana, responsable, que se prostituye sin relación con la policía, sin abusos, aceptada por su familia y desplegando una belleza objetiva. “Tiene como yo, 27, es santiagueña, charlatana. Un pelo divino, azabache, lacio, largo. Lo cuida. Se preocupa mucho por la salud.”

4.

La figura del travesti, el que cambia algo tan fundamental como el sexo por decisión propia, es muy promocionada y consumida por el imaginario porteño contemporáneo, una entidad vertiginosamente fugada hacia adelante, que subestima e incluso desprecia toda forma de tradición o identidad. Si las cosas sólidas del mundo se disuelven, el travesti bien puede ser nuestro héroe ambiguo. “Yo soy lo que decido que soy” parece decir en su ansiedad. A mí entender es una figura sobrevalorada. No me parece radical, sino torpe, no la veo contestataria sino negadora y banal. Como figura extrema, creo, el interés que despierta denota una sociedad demasiado pendiente de los cortes, adoradora de vanguardias iluminadas y el individualismo, donde todo depende de la decisión y la voluntad; una sociedad despistada, extraña a sus continuidades y sus mecanismos. Digamos, una sociedad que ignora su funcionamiento como sociedad y potencia ella misma la fantasía de una tabula rasa total, algo imposible, maniqueo, no utópico, más bien histérico.

María Velo escribe: “Personalmente, no creo que todos seamos iguales sino que todos somos diferentes. El discurso de que todos somos iguales y que es lo mismo cualquier inclinación religiosa, sexual, vocacional o de cualquier tipo sólo contribuye a ignorar la diferencia en vez de festejarla y a convertir una sociedad fragmentada en un cúmulo de esporas, alejando a los individuos de cualquier tipo de intercambio, aprendizaje o mixtura”.

¿Festejar la diferencia, justo nosotros, la Buenos Aires periférica, ventajista y mercantil, capital internacional de la mala leche? ¿Solo podemos tener intercambios y aprendizajes en ese festejo? ¿Un cúmulo de esporas? Por este tipo de planteos, por varios detalles más y por el universo positivo de corrección política que describe en su nota, el travesti de María Velo me resulta ajeno. Entiendo que puede existir un travesti feliz que tiene novio -“no cafiolo, novio”- y valoro el intento de una mirada anti-miserabilista sobre el “diferente”, pero esta travesti-buena-onda no logra despertar mi interés. Conozco las esquinas nocturnas de Flores. No son tan apacibles como quiere Velo. Ahora bien, jamás negaría la posibilidad de que dos personas puedan compartir en alguna de ellas un rato perdido, como si fuera una isla, hablando sobre la ley, la familia, sus ilusiones y el trabajo, por más sórdido que sea este último.

Hecha esta salvedad, el artículo de María Velo me ayudó a entender qué era lo que compartían las historias desviadas que leí el 24 de marzo. Los tres protagonistas se presentaban como personajes contundentes, conocidos pero extremos. Relativizar sus crímenes sería difícil o imposible. La violencia que habían ejercido era contemporánea, actual, y reaccionaba a situaciones cotidianas, casi domésticas: una penitencia, un abandono, una mala praxis. El conjunto sorprende y nos pone en guardia. ¿En guardia contra qué? Hay algo obtuso en los tres casos que recordaba, con ironía, los equívocos de la modernidad, o más todavía, las contradicciones de la existencia moderna. El hijo de un policía matando un policía con el arma de un policía; un mujer que torturaba a sus hijos y a su marido para que este último no la dejara o como venganza porque la había dejado, un travestido que mata por error cuando reclama por una mala praxis. En las tres tramas había premeditación y crimen. Pero no solo eso. Cuando le hablaban de antisemitismo, Borges redoblaba la apuesta y decía que si se trataba de hombres, judíos o cristianos, no podía haber nada peor. ¿Por qué elegimos contar historias trágicas, por qué narramos mejor y disfrutamos más la historia del error, el desastre y el mal? Hay un motivo. El famoso principio de Ana Karenina da una pista. Pero no agota el asunto. La tragedia está en el nacimiento atómico de la narración porque queremos saber a qué nos va a someter la vida, queremos conocer, queremos estar preparados y gozamos confirmando o ampliando nuestra mirada sobre el mundo. Narramos lo trágico para desactivar, o al menos complejizar nuestra ingenuidad. Baco lo sabe y lo viene cantando desde el nacimiento de la cultura occidental. La Iliada cuenta una guerra terriblemente irracional. El Antiguo Testamento, la creación de un mundo convulsionado lleno de arrasadoras exigencias. Ahora bien, matizar cristianamente nuestro interés morboso sobre el equívoco y la oscuridad con amor y nobleza me parece necesario para nuestra sanidad mental, para mantener nuestra fe pero también para ser precisos y justos, o al menos intentarlo.

Por eso me parece mágico que Flopi sea transexual, mágico, extraordinario y fascinante, así como creo fascinante que el padre de una amiga pilotee globos aerostáticos” escribe María Velo en su versión del buen salvaje urbano. Yo habría preferido una nota sobre globos aerostáticos. Esa nota sí me habría resultado mágica y extraordinaria. Podríamos suponer que el padre de su amiga, de amable sobremesa, la invita a volar en globo, y ella acepta menos por real interés que por educación. Hacia el fin de semana el padre la llama para confirmar la salida. La voz del hombre suena agradable en el teléfono y ella no logra negarse. La cita es de madrugada en las afueras de un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Así que María y su amiga viajan el viernes a la noche al pueblo, visitan algunos bares -es lo que haría yo al menos- y cuando se hace la hora la amiga dice que se va a dormir. Las locuras de su padre la aburren. Pero ella puede ir si quiere. Sola y decidida, María maneja por un pueblo vacío y consigue llegar a la cita. Todavía no amanece. El globo se infla con suavidad. El padre de su amiga le explica el proceso, que es lento y emocionante. María saca algunas fotos. El flash ilumina la escena de forma artificial. Un hora más tarde el globo está listo y se eleva. Lleva solamente dos tripulantes. El ascenso en silencio genera una sensación rara y placentera. Volando sobre campo de la provincia de Buenos Aires, lleno de luces ocasionales, la intimidad que María logra con el padre su amiga le resulta inédita. Mientras tanto, a lo lejos, comienza el amanecer.///PACO