En Buenos Aires se hicieron corridas de toros durante más de dos siglos. Hay una fecha de inicio. El 11 de noviembre de 1609, toreros españoles improvisaron un rodeo frente al Cabildo. Es casi seguro que antes se hizo alguna otra corrida informal, pero a esta asistió Hernando Arias de Saavedra, en ese momento, teniente gobernador de la ciudad. La lidia empezó así a repetirse en las fiestas, siempre ligada a la vida y muerte de los reyes de España. En 1759, por ejemplo, se organizaron seis días de toreo en homenaje a Carlos III. Se mataron ciento cincuenta toros. La fecha fue excepcional. Por lo general no se pasaba de veinte o veinticinco.
En 1791, el virrey Nicolás Arredondo inauguró la Plaza de Monserrat, diseñada y construida por el carpintero Raimundo Marino. Estaba ubicada lejos del centro de la ciudad, entre las actuales calles Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de Irigoyen. Los toros venían de Chascomús. La plaza tenía capacidad para dos mil personas. Con el tiempo, en sus alrededores se fue creando un barrio de malvivientes, pulperías, ferias y estupro. La avenida barrosa que llegaba hasta los toros se empezó a conocer como “La calle del pecado.” Ocho años después de inaugurada, en 1799, la muy concurrida plaza se demolió.
En 1801, siendo virrey Joaquín del Pino, el Cabildo utilizó parte de los fondos destinados al empedrado de la ciudad para edificar una nueva plaza. Se le encargó el trazado de los planos al arquitecto y marino español Martín Boneo. En mayo se comenzó la obra en el Retiro, hoy Plaza San Martín, entre las calles Maipú y Esmeralda, mismo lugar donde hasta 1739, había funcionado el mercado de esclavos, otra institución ligeramente olvidada por los manuales de la escuela primaria.
El 14 de octubre de 1801 se la inauguró con una fiesta en honor del príncipe de Asturias que cumplía años ese mismo día. La plaza tenía de forma octogonal y era de estilo morisco. Se llegaba a ella por la calle Florida, ya empedrada. Con capacidad para diez mil espectadores, ofrecía palcos, gradas y hasta una capilla. Fue el momento de mayor auge de la tauromaquia porteña. Se presentaban toreros españoles y toreros argentinos, y estos últimos, durante la semana, entrenaban en el lugar.
En 1807, con la segunda invasión inglesa, la Plaza del Retiro sirvió de fuerte a los defensores criollos. El general Whitelocke se rindió en su puerta. El 11 de marzo de 1817 hubo corridas gratis para el pueblo celebrano el triunfo de Chacabuco. En las gradas ya nadie vitoreaba al rey de España.
Un año más tarde, en 1818, el Cabildo decidió demoler la plaza como reacción antiespañola. En 1819, a instancias del intendente Eustaquio Díaz Vélez, Juan Martín Pueyrredón dio la orden de que se discontinuaran las corridas. El 10 de enero de 1819 se realizó la última y al día siguiente comenzó la demolición del edificio.
Se dice las corridas se siguieron haciendo de forma clandestina en el interior de la joven nación, sobre todo en los campos de Buenos Aires. El 4 de enero de 1822, Martín Rodriguez, gobernador de provincia, firmó el decreto que las prohibía y reglamentó las penas para los infractores. En 1856, el decreto se hizo ley con la firma del senador José Mármol y fue promulgada por Dalmacio Vélez Sarfield. Sarmiento y Mitre siempre se opusieron argumentando a favor de la civilización y contra la barbarie. Al parecer en 1879, el mismo Sarmiento, siendo Presidente de la Sociedad Protectora de Animales, frenó un intento de volver a realizar las lidias. (Vale señalar la precisión y la pasión con la que Sarmiento describió las corridas en su visita a la meseta castellana. La barroca experiencia, luego matizada con la monserga progresista, puede leerse en el capítulo castellano de sus Viajes.)
Mucho después, en 1946, Raúl Acha Roviera, un matador español pero nacido en Buenos Aires, le ofreció a Perón traer al país a los famosos Manolete y Domingo Ortega. La idea no prosperó.
Más allá de estas y otras curiosidades, frente a la pregunta “¿por qué no se siguieron haciendo corridas de toros en la Argentina?”, la respuesta de oficio parece débil. Ilustración y progreso frente a la matanza bárbara, las luces contra el embrutecimiento del circo, un país joven que se emancipa de su Madre Patria, atrasada y cruel, para parecerse a las mejores naciones del mundo. Bien. Y sin embargo, falta algo. Arriesgo que no habría sido tan fácil sacarle al pueblo, a la peonada, a los caudillos y sus hombres, algo que les pertenecía. Las condiciones, sin duda, estaban dadas. Ganado sobraba. También había coraje. Pero, insisto, faltaba otra cosa.
La primera diferencia que se me ocurre es que el animal para los argentinos siempre fue la vaca, más pacífico, pecuniario, apacible, redituable. A diferencia de España, nunca pusimos un toro en nuestras banderas. Ni siquiera un caballo. Y en la escuela la composición era “la vaca”, que nos daba la leche. El toro, si estaba, lo hacía en un segundo plano. Por otra parte, la tradición del asado, de la ternera asada a la cruz, que se remonta a la hecatombe griega, no tiene mucho que ver con la tauromaquia.
Así, nuestros héroes telúricos fueron otros. Los godos y sus artes de la guerra, curtidas en el antiguo valor frente al invasor romano, tuvieron su correspondiente mítico en el gaucho o el resero, que eran valientes y diestros, pero no espectaculares. Ahí, en el espectáculo, hay una tradición y un saber que nuestros hombres de a caballo no conocían ni les interesaba conocer. En las corridas aparece una vistosa gratuidad, un vértigo de frivolidad. América desconocía esas sofisticaciones. El coraje se veía en el trabajo diario que transformaba la naturaleza, y luego en las guerras civiles, no en la gallardía de los oropeles del torero.
Algo aristocrático, de la economía del gasto, algo del orden de lo privado, vive y pervive en esas plazas públicas que todavía existen en España. Al mismo tiempo, en el momento decisivo de la creación de su singularidad, la Argentina no encerraba a sus monstruos para desafiarlos y generar identidad a base de colores y elegancia. Más bien al contrario. La cifró en la inmensidad de su llanura, más plebeya, vacía e igualadora.
Otra hipótesis: cuando aparece el toro malo en la cultura argentina, aparece la política. El mejor ejemplo sigue siendo El matadero. “Yo soy toro en mi rodeo, y torazo en rodeo ajeno” puede decir Martín Fierro, pero, insisto, la clave de la hombría no la puso el novillo en la cultura rural argentina, sino el potro. Es en los siempre concurridos festivales de doma donde tenemos nuestra expresión telúrica. Y ahí al animal no se lo mata. Al contrario, se lo amansa, se lo hace útil. Y si se lo mata, como a las vacas, es para luego comerlo, en viandas, chorizos y asados varios.
Creo que si no hay corridas de toros hoy en la Argentina es porque, en algún punto, nunca nos pertenecieron, más allá de nuestras innegables raíces ibéricas. Lo cual no significa que no podamos reconocer —como hizo con especial entusiasmo y talento Ernest Hemingway— el valor y la belleza de esa tradición. Agrego algo más: los que en la península ibérica están en contra de las corridas no parecen argentinos de la Revolución de mayo, ni prohombres del 80, sino que más bien copian gestualidades sajonas, alemanas, o incluso escandinavas, sociedades sin inquietudes ni pasiones meridionales. Como tantos otros a lo largo de la modernidad, los activistas por los derechos del toro creen que su voz se presenta autorizada a cuestionar tradiciones que se pierden en los principios del tiempo. Se equivocan. Y más allá de los usos legales y el lobby extemporáneo, su error es tan simple como ingenuo.
Preguntarse en qué habría sido diferente la Argentina si las corridas de toros hubiesen prendido y permanecido en nuestro territorio parece inconducente. Sin embargo, en algún punto de nuestra identidad, se experimenta un cierto alivio, un arrobamiento sutil, ante la confirmación de que exista un lugar, a la vez lejano y cercano, donde se sigue diciendo olé y el hombre se mide, una vez más, con la bestia.
Adenda:
En 1788 las Islas Malvinas eran administradas por la corona española y su gobernador era el capitán de fragata Don Ramón de Clairac y Villalonga. El 14 de diciembre falleció el rey Carlos III y la noticia llegó al archipiélago once meses después.
Al enterarse, en Malvinas se dispuso celebrar la exaltación al trono de Carlos IV y se organizaron festejos que el mismo gobernador Clairac detalla: “Se formó un capaz tablado de cuatro ochavas sostenido de 20 arcos con sus respectivas escaleras y pasamanos, y en él se levantó un dozel, ocupando el fondo en medio donde se colocó el retrato de SM.”
En la capilla bien adornada e iluminada se cantó el Tedeum y luego se ejecutó la jura al nuevo monarca. A estos festejos se sumaron las corridas de toros en una plaza improvisada. Para torear se destacaron ocho individuos, no sabemos si voluntarios, y “cuatro chulos”, todos ellos vestidos de uniforme adecuado. Se lidiaron un total de doce toros, a razón de cuatro por tarde durante los tres días que hubo corridas.
Estas tres corridas de toros quizás fueron las más australes jamás celebradas y una muestra más que la soberanía de las Islas Malvinas era española, como territorio dependiente de la Capitanía General de Buenos Aires, y por lo tanto, integradas en el Virreinato del Río de la Plata.
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