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Thomas Ligotti y el antinatalismo

Hace algunas semanas se publicó en nuestro país un informe que señala que cada año nacen unos doscientos sesenta mil bebés menos que hace una década. La reacción en las redes frente al descenso sostenido en la tasa de natalidad nacional se polarizó entre las advertencias de una peligrosa decadencia irredimible y los festejantes de un avance civilizatorio europeizante que, tarde pero seguro, finalmente se asentaba en nuestro suelo. En todo caso, y más allá de las celebraciones montadas alrededor de la inversión de nuestra pirámide demográfica por parte de algunos de los exponentes más consumados del extravío ontológico, vale la pena recordar que hubo pensadores como Arthur Schopenhauer o Emil Cioran, por nombrar solamente a un par, que, por motivos muy diferentes a los anteriores —es decir, por razones filosóficas y no estrictamente narcisistas o psicopatológicas— consideraban el antinatalismo como algo serio. Sin embargo, entre los representantes más destacados del actual movimiento contrario a la reproducción de nuestra especie, el caso de Thomas Ligotti merece algunas consideraciones aparte.  

Señalado por los lectores y la crítica como el mejor continuador del estilo literario de H.P. Lovecraft, Thomas Ligotti (Detroit, 1953) es un escritor de relatos breves y poesía que inició su carrera literaria a los 28 años con el relato The Chymist, publicado en el decimosexto número de la revista Nyctalops. Como suele pasar con los autores de temperamento melancólico y misántropo, Ligotti alcanzó un reconocimiento tardío. Y aunque no publica ficción desde 2014 (su último libro es el poemario Pictures of Apocalypse, editado en 2023), su narrativa, que incluye colecciones de relatos como Noctuary (1994), Teatro Grottesco (2006) y My Work Is Not Yet Done: Three Tales of Corporate Horror (2002), creció en popularidad desde que Nic Pizzolatto, el guionista original de la serie True Detective, declarara que su principal influencia para componer el personaje de Rust Cohle, el excéntrico detective que habla sobre “psicoesferas” y aplasta latas de cerveza mientras repite que el tiempo es un “círculo plano”, interpretado por Matthew McConaughey, había sido la figura de Ligotti. Posteriormente, Penguin Classics canonizó a Ligotti al editar un volumen recopilatorio con los cuentos de sus dos primeros libros (Grimscribe y Songs of a Dead Dreamer), convirtiéndolo en el décimo escritor vivo en integrar la colección junto a nombres como Don Delillo y Thomas Pynchon. 

Thomas Ligotti (Detroit, 1953) es un escritor de relatos breves y poesía que inició su carrera literaria a los 28 años con el relato The Chymist, publicado en el decimosexto número de la revista Nyctalops.

Haciendo cuentas, podemos inferir que Ligotti entró en la vida adulta en la misma época en que su ciudad natal, Detroit, se asentaba en la decadencia definitiva de las fábricas abandonadas y las viviendas desahuciadas rodeadas por pequeños enclaves suburbanos de bienestar nostálgico. En sus relatos, ambientados casi siempre en barrios y pueblos norteamericanos genéricos e ignotos, el paisaje funciona como una entidad vagamente orgánica, una membrana porosa que media entre lo causalmente comprensible y lo sobrenatural, y cuya descomposición preanuncia el desenlace trágico de los protagonistas. Pero ninguno de los relatos de Ligotti alcanza las cimas de oscuridad y desesperación existencial de La conspiración contra la especie humana. Es su único trabajo de no ficción publicado hasta la fecha, y es donde expone una larga serie de argumentos acerca de la futilidad de la existencia. En los momentos más cruentos de La conspiración contra la especie humana, Ligotti bordea incluso la apología suicida.

Sin embargo, Ligotti no es un progresista que se preocupe por la ecología, la eutanasia o el calentamiento global. Para él, la extinción es simplemente la conclusión lógica y necesaria de un mundo carente de sentido. Es precisamente esa claridad existencial que habita en todos los hombres la que, según Ligotti, debemos oscurecer por medio de una serie de artilugios mentales si queremos evitar sucumbir como especie en una ola de suicidios o en una epidemia de catatonías. Al conjunto de estrategias destinadas a esmerilar las inevitables conclusiones nihilistas de nuestra consciencia Ligotti las llama, citando al oscuro filósofo noruego Peter Wessel Zapffe, “la conspiración contra la especie humana”. 

Zapffe, que sin duda había quedado impresionado con la lectura de Sigmund Freud, ubica una serie de mecanismos de defensa para mantener el equilibrio vital de nuestra especie y evitar que “nos desplomemos al suelo en un paroxismo de consternación excrementicia”. Entre ellos se encuentran el aislamiento de representaciones mentales conflictivas, el anclaje en verdades metafísicas y morales, la distracción en estímulos vacuos y la sublimación. Hasta acá no hay ninguna novedad y el texto resulta un poco ingenuo en su malditismo. La cuestión se vuelve un poco más espesa cuando Ligotti aboga abiertamente por nuestra extinción: “Los ocupantes no humanos de este planeta no son conscientes de la muerte. Pero nosotros somos capaces de tener pensamientos alarmantes y horrendos, y necesitamos algunas ilusiones fabulosas para apartar nuestra mente de ellos. Así pues, para nosotros la vida es un timo que debemos darnos a nosotros mismos, confiando en no apercibirnos de ningún tejemaneje que pueda despojarnos de nuestros mecanismos de defensa y dejarnos completamente desnudos ante el abismo silencioso que nos espera. Para acabar con este autoengaño, para liberar a nuestra especie del imperativo paradójico de ser y no ser conscientes, mientras nuestros huesos se quiebran poco a poco sobre una rueda de mentiras, debemos dejar de reproducirnos”.

Penguin Classics canonizó a Ligotti al editar un volumen recopilatorio con los cuentos de sus dos primeros libros (Grimscribe y Songs of a Dead Dreamer), convirtiéndolo en el décimo escritor vivo en integrar la colección junto a nombres como Don Delillo y Thomas Pynchon. 

Por más lógicos y bien estructurados que sean los argumentos antinatalistas, es evidente que son falsos. Para empezar, su falla no se asienta en una falacia lógica (leídos así, quizás hasta sean demasiado perfectos), sino, más bien, en una perspectiva fenoménica o psicológica. Desde este punto de vista, y por más que los antinatalistas insistan en que el hecho de predicar la extinción de la especie y no acabar con la propia vida no constituya una forma de la hipocresía, es al menos atendible señalar una contradicción seria. Pero Ligotti pertenece a una clase lúcida entre los antinatalistas y, consciente de las paradojas de su pensamiento, hace de la ambivalencia el centro de una gestualidad que oscila entre el sinsentido terminal del universo y un relato que ordena ese vacío.

Ahora bien, la irrupción de una dimensión sobrenatural dominada por la locura y la muerte como metáfora que ilumina el carácter demente de nuestra realidad tampoco es algo original en la literatura de terror. Ni lo es la epifanía que irrumpe en los personajes cuando, en lugar de enfrentarse con uñas y dientes a la descomposición inevitable de su mundo, abrazan ese abismo de sentido. Son, ante todo, claves del género, tópicos recurrentes en la literatura de “horror sobrenatural” o weird. Pero entonces, ¿qué distingue a la ficción de Ligotti entre la saturación de novelas y relatos de terror actuales? Ante todo, y en contraste con la literatura pop y costumbrista de sus contemporáneos, una voluntad estética por asumir el espanto ontológico frente al abismo de sentido de la época. Por eso el fandom ligottiano insiste, en los cientos de foros y videos de YouTube destinados a discutir su trabajo, en señalarlo como un continuador de las figuras totémicas de H.P. Lovecraft y Edgar Allan Poe. La comparación, aunque excesiva, no deja de ser justa.

Como sus maestros de hace un siglo, Ligotti exhuma los aspectos más ominosos de su tiempo y los disuelve en un materialidad que penetra en cada aspecto de la vida cotidiana. Los protagonistas de sus historias son ejemplos de lo que hoy llamaríamos incels. Seres solitarios, asexuados y rutinarios con dos destinos posibles: ser víctimas de fuerzas oscuras e incomprensibles o devenir agentes de esas mismas fuerzas y someter a su entorno —por lo general, colegas o familiares ligeramente más adaptados que ellos a las normas sociales— a las peores formas del castigo físico y mental. En ambos escenarios, el final es el mismo: una revelación abismal se impone sobre ellos cuando reconocen su condición de autómatas sin poder de decisión en el esquema general del universo.

A diferencia de las criaturas aberrantes surgidas de las profundidades del cosmos y el océano que pueblan el imaginario de H.P. Lovecraft, el monstruo que se repite en la pesadilla ligottiana es la marioneta. La verdadera tragedia en la que se cifran sus historias, por lo tanto, no es que los personajes sean títeres sin voluntad, sino que tarde o temprano se vuelvan ineludiblemente conscientes de esa condición (el lector interesado en conocer más sobre el hilo que une a Lovecraft con Ligotti puede escuchar el diálogo entre Javier Alcácer y Nicolás Mavrakis en Mirando Castillos).

Nic Pizzolatto, el guionista de True Detective, declaró que su principal influencia para componer el personaje de Rust Cohle, el excéntrico detective que habla sobre “psicoesferas” y aplasta latas de cerveza mientras repite que el tiempo es un “círculo plano”, fue Ligotti.

Acaso el rasgo más interesante de La conspiración contra la especie humana esté dado por su propia existencia como obra. El hecho de que Ligotti se haya tomado el trabajo de escribir un libro sobre la futilidad de la vida refuta en algún punto el argumento central del texto. Por lo tanto, la paradoja de La conspiración contra la especie humana es que está dictada por la misma pulsión vital que su autor procura condenar. Al escribir para ser leído, Ligotti reconoce la imposibilidad de evadirse de la vida. Esta admisión, observa el filósofo escocés Ray Brassier en el prólogo del libro, deja intacta la coherencia de su diagnóstico, pues como Ligotti sabe perfectamente, si vivir es mentir, entonces incluso decir la verdad sobre la mentira de la vida será una mentira sublimada.

Veamos entonces qué mentiras sublimadas tiene para decirnos Ligotti sobre un fenómeno tan complejo —y presumiblemente cercano a su propia biografía— como la depresión: “Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adónde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer. Sin unas emociones cargadas de sentido que mantengan tu cerebro en la vía recta y estrecha, perderías tu equilibrio y caerías a un abismo de lucidez. Y para un ser consciente, la lucidez es un cóctel sin ingredientes, un brebaje claro como el agua que te dejará una resaca de realidad. En el conocimiento perfecto sólo hay una nada perfecta, lo que es perfectamente doloroso si lo que quieres es que tu vida tenga sentido”.        

Se pueden sacar algunas lecciones acerca de la idea de la depresión como un abismo de lucidez. Después de todo, Ligotti elige vivir. Y no solo eso. Además, se dedica de manera profesional a la literatura, quizás la actividad más consumada y elevada en la lucha contra la entropía del universo. Desde ahí es posible entender su obra como una larga meditación sobre la tensión dialéctica que habita en los intelectos propensos a caer una y otra vez en un “abismo de lucidez”, antes que como un regodeo en el carácter absurdo de un mundo oscuro y brutal.

Es probable que para Ligotti la letanía mental de la depresión haya culminado como una vivencia de iluminación sobrenatural. Finalmente, disipadas las nieblas de la melancolía, emergió con la certeza de que la única manera de hacer tolerable la existencia era deshacerse de la razón y aceptar el carácter esquivo del elan vital que anima actos tan absurdos como el de la procreación o el de la producción literaria. Por eso, La conspiración contra la especie humana puede leerse mejor como un anti-libro de autoayuda que como un alegato político o un ensayo literario tradicional. “Solo seríamos capaces de ocultarnos del horror en el mismo corazón del horror”, dice el protagonista de La Medusa, uno de los cuentos más borgianos de Ligotti, en el que la pulsión epistémica que define la perdición del héroe es la misma que ilumina, también, su salvación en el momento de la muerte.

En La sombra, la oscuridad, cuyo argumento se desarrolla alrededor de un grupo de artistas fracasados entre los que se encuentra el esquivo autor de una obra filosófica titulada Una investigación sobre la conspiración contra la especie humana, la idea de la enfermedad como un proceso clarificador de la existencia es llevada hasta las últimas consecuencias. Grossvogel, la figura dominante en ese grupo de diletantes y estetas fallidos, es un artista plástico que sufre una misteriosa afección psicosomática que lo deja al borde de la muerte durante la inauguración de la primera exposición de sus obras. Después de una internación en una clínica de dudosa reputación, Grossvogel cambia por completo su proceso creativo, lo cual lo lleva a alcanzar un éxito comercial inmediato para sorpresa y envidia de sus amigos. “Creí que esas obras de arte —explica Grossvogel— reflejaban de alguna manera la naturaleza de mi yo o mi alma, cuando en realidad tan sólo reflejaban mis deseos desquiciados e inútiles de hacer algo y de ser algo, lo cual siempre significa hacer y ser algo falso e irreal. Como todos los demás, estos deseos habían sido activados por la misma sombra penetrante, la oscuridad que todo lo mueve y que, debido a la agonía autoaniquiladora de mi trastorno gastrointestinal, ahora pude experimentar directamente por medio de mis órganos sensoriales y sin la interferencia de mi mente imaginaria o mi yo imaginario”.

Obligado a ver el mundo bajo el prisma de la sombra en su interior, Grossvogel sufre una metamorfosis, una auténtica iluminación nihilista que lo encamina hacia su verdadero y último proyecto artístico. Determinado a compartir su visión con el resto de sus colegas, diseña una instalación, una “excursión físico-metafísica” al pueblo abandonado de Crampton con el propósito de someter a los visitantes a la misma metamorfosis que él había sufrido en el hospital. La instalación en cuestión se trata de un típico diner yanqui semi abandonado. Las camareras, vestidas de enfermeras, sirven a los visitantes una ración de café aguado y donuts rancios que los envenenan. Para los supervivientes del experimento, el resultado de esta intoxicación físico-metafísica los lleva a abandonar su existencia fallida y, al igual que había pasado antes con Grossvogel, alcanzar el éxito en sus respectivos campos artísticos. 

Volviendo a La conspiración contra la especie humana,Ligotti dice que los desarrollos del positivismo científico suponen un doble obstáculo para su prédica del abismo. Primero, porque el progresivo desencantamiento del mundo que trae aparejada la cultura cientificista empobrece la calidad de nuestras defensas psíquicas frente al sinsentido. Y, además, porque los avances en biotecnología destinados a extender nuestra longevidad no hacen sino postergar lo inevitable, cosa que, desde su perspectiva, sería algo así como una aberración filosófica. En general, dice Ligotti, la relación de las ciencias experimentales con la cuestión de la vida se puede expresar así: “Pregunta: ¿Por qué vivo? Respuesta: En el espacio infinitamente grande, en el tiempo infinitamente largo, partículas infinitesimales experimentan modificaciones en una complejidad infinita, y cuando hayas comprendido las leyes que gobiernan esas modificaciones, comprenderás por qué vives. Quienes se inclinen a interrogar a las diversas ciencias siempre obtendrán la misma respuesta. Es una respuesta inútil a una pregunta inútil”.

El mensaje es claro: extraer un sentido del vacío es una operación de desplazamiento trágico cuyo síntoma, al que Horacio González llamó “la desesperación del signo”, es que el texto esté condenado a fracasar, a ser insuficiente, a revelar ambigüedades ocultas y sentidos equívocos.

De forma tal que también podemos leer La conspiración contra la especie humana como una protesta melancólica contra el prometeísmo científico de nuestro tiempo. Frente a la pretensión de las ciencias experimentales de que no hay razón alguna para asumir un límite a lo que podemos alcanzar o a los modos en los que podemos transformarnos a nosotros mismos y a nuestro mundo, Ligotti opone la futilidad de cualquier expectativa de progreso. Los defensores del proyecto del mejoramiento humano, dice Ray Brassier en el excelente artículo titulado El prometeísmo y sus críticos, sistemáticamente confunden la indeterminación ontológica con la incertidumbre epistemológica. Es decir, confunden la inmanente falla en el ser, constitutiva de la existencia humana, con un problema de resolución empírica: convierten lo que de hecho es un problema ontológico acerca de la estructura de la realidad en un problema epistémico acerca de los límites de nuestro conocimiento. Esta circularidad del pensamiento científico gira en falso alrededor de un vacío (refractario a cualquier intento de reponerle un sentido) y es la que está en el centro mismo de la literatura de Thomas Ligotti y de su defensa de una extinción piadosa para nuestra especie.

En Crampton, el guion que Ligotti co-escribió junto con Brandon Trentz en 1998 para un capítulo de Los Expedientes Secretos X, los agentes Fox Mulder y Dana Scully se encuentran persiguiendo el rastro de la misteriosa muerte de su colega, el agente Larry Johnson. La única pista que tienen es una nota que encuentran en una marioneta de madera que aparece junto al cadáver. Después de una serie de averiguaciones, Mulder y Scully terminan en Crampton, el ya mencionado pueblito de mala muerte del relato La sombra, la oscuridad. Ahí se encuentran con Ricky Smith, el antiguo compañero de Larry Johnson, que vive aislado en una cabaña con una escopeta y una colección de latas de conserva como única compañía. El ermitaño Smith les advierte que todavía están a tiempo de dar la vuelta y regresar. Para él, en cambio, ya es tarde. Él descorrió el velo y posó su mirada en la oscuridad inenarrable, y de eso no hay vuelta atrás.

Como no podía ser de otra manera, nuestros héroes hacen caso omiso a las advertencias de Smith y se alojan en el único motel de Crampton. Ahí quedan atrapados en un bucle temporal pesadillesco en el que la pista de la muerte de Larry Johnson los lleva a adentrarse en un salón abandonado de la francmasonería local. Enfrentados al telón gastado del escenario vacío del teatro, Mulder y Scully recuerdan las palabras de Ricky Smith: todavía están a tiempo de dar la vuelta. Cuando Mulder descorre la cortina, la escena transiciona hacia el edificio del FBI. Los agentes parecen haber olvidado todo, aunque los acompaña una sensación de extrañeza, similar pero no exactamente igual a la de un dèja vu. La oficina es un caos. Por los pasillos se dice que el agente Larry Johnson tuvo un brote psicótico en plena jornada laboral. Mulder se acerca al escritorio caótico de Johnson y encuentra un sobre con el remitente de Crampton, Ohio. En su interior hay una serie de fotografías sobreexpuestas en las que solo se ve la más absoluta oscuridad. Por supuesto que el guion de Crampton, de un tono inusualmente ominoso para el estándar de Los Expedientes Secretos X, jamás fue filmado y sobrevive en internet como una rareza entre los fans de Ligotti. Pero el mensaje es claro: extraer un sentido del vacío es una operación de desplazamiento trágico cuyo síntoma, al que Horacio González llamó “la desesperación del signo”, es que el texto esté condenado a fracasar, a ser insuficiente, a revelar ambigüedades ocultas y sentidos equívocos. Quizás haya que buscar en esa performatividad de la desesperación del signo, en ese vaivén de reconstrucción y demolición de sentido, el mejor contraargumento al antinatalismo de Thomas Ligotti//////////PACO