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The Boys: cinismo y corporaciones

¿Cómo se explica que una historieta como The Boys exista hoy como adaptación televisiva y que sea, además, un éxito? Sin dudas, la saturación de películas y series de superhéroes en los últimos años tiene mucho que ver. Durante ese lapso, las historietas pasaron de ser un consumo de nicho a formar parte del mainstream. Pero si a esa sobreabundancia de superhéroes le sumamos el hecho de que nunca antes en la historia las personas pasaron tantas horas frente a las pantallas, queda claro que la farsa que Alan Moore supo ver antes que cualquier otro autor de cómics, y que Johnny Rotten también había entendido cuando decretó la muerte del punk rock en 1978, es sólo el punto de partida para The Boys

Los superhéroes no son más que empleados

Los superhéroes en The Boys son versiones grotescas de las figuras canónicas del universo de los cómics. Por supuesto que personajes como Superman, Wolverine o Capitán América, si uno se abstrae de los miles de millones de seguidores (y de dólares) asociados a ellos, también son ridículos. Pero en estos casos, nunca dejan de ser algo serio dentro de sus universos de pertenencia. Retomando el camino iniciado por historietas seminales como Crisis de Identidad y WatchmenThe Boys se interroga (de la manera más sarcástica y ácida a la que puede llegar hoy la televisión) quiénes son las personas detrás de los personajes y a qué intereses responden. Ya conocemos las versiones públicas, con sus tragedias familiares y exilios intergalácticos. Pero ¿qué es lo que se oculta detrás de esa historia oficial? En The Boys los superhéroes no son más que empleados, peor aún, productos, de una empresa multinacional llamada Vought. Empleados bien pagos y con muchos beneficios dentro de la compañía, pero que al final del día no dejan de ponerse nerviosos cuando el CEO baja de su torre de marfil para amonestarlos y exigirles que cumplan con sus contratos.

Es cierto que para las editoriales de cómics sus principales personajes son “cosas” verdaderas, con un ethos y una tradición que deben observarse, al mismo tiempo que resultan objeto de kilométricos debates en las redes respecto a los autores que mejor respetan o que más les aportan a su esencia (el caso del guionista de DC Comics y agente de la CIA Tom King y su “retiro prematuro” como guionista principal de Batman es un buen ejemplo de la magnitud del asunto). Pero si al suscriptor de Prime Video le parece que satirizar a empresas gigantescas desde la plataforma de streaming de una siniestra corporación multinacional como Amazon se debe a una audacia de los guionistas, es porque el flujo de bits lo tiene tan aturdido como las drogas que se inyectan los superhéroes de probeta de The Boys para estar a la altura de las exigencias del mercado y los focus groups. Si algo queda claro al cabo de los primeros episodios de la segunda temporada, es que lo único más letal que el rayo destructor de Homelander es el poder de influencia que tiene el CEO de la compañía que lo contrata.

Un antihéroe del rock

Por otro lado, Hughie Campbell como fan de Billy Joel, y la música de Billy Joel inundando en mayor o menor grado todos los capítulos de The Boys, es uno de los más grandes aciertos en la historia reciente de la escritura de guiones. Aunque tal vez no todos sepan que Billy Joel es el verdadero héroe proletario del rock: un artista con tantos éxitos como otros gigantes de su era como Elton John, Michael Jackson o Phil Collins, pero que en 1993, sin aviso previo, decidió dejar de componer nuevas canciones y no volvió a grabar discos a pesar del apoyo de una gigantesca audiencia pop (una masa ahora intergeneracional de fans que todavía existe, y que lo convirtieron en el músico con más shows en el Madison Square Garden). En tal caso, la particular sensibilidad de sus letras y el genuino carisma de Joel, un hombre que nació en Levittown, en Long Island, y que hace muchos años intentó suicidarse tomando una mezcla inútil de limpiador de madera y lavandina (lo cual lo llevaría a hacer de la depresión “algo mainstream”, como escribió uno de sus biógrafos a propósito de “You´re Only Human (Second Wind)”, el que escucha Hughie mientras se esconde en un sótano), lo convirtieron en el musicalizador más exacto de la serie. En sus letras no solo está codificado todo lo que un hombre noble tiene que saber sobre las mujeres y el amor, sino la certeza de que los humanos tienen que caer en el error, porque de lo contrario se convierten en monstruos.

Y eso lo dice alguien al que (nada menos que) Elton John acusó en público de alcohólico, perdió buena parte de su fortuna en manos de un representante estafador aliado con una de sus exesposas, grabó un primer disco genial que, sin embargo, salió al mercado editado a una velocidad más lenta que la normal y que, en la cima de su popularidad, a la cual llegó después de haber trabajado durante unas semanas como piano man en el bar de un hotel, provocó que un crítico escribiera que “se trata del tipo de artista popular que hace que el elitismo no solo resulte defendible sino necesario”. A pesar de todo, Billy Joel es, también, ese tipo común que se casó con Christie Brinkley, la mujer más hermosa de los Estados Unidos en los ochenta, y el único músico por el que Paul McCartney cruzó el océano en su avión privado nada más que para ser uno más entre los muchos invitados a un concierto en el antiguo Shea Stadium de Nueva York, una cortesía que, para darse una idea aproximada de lo que significa, el ex Beatle solo le ha concedido a la Reina de Inglaterra y, excepcionalmente, a alguna causa humanitaria. Como fuera, decir que hoy Billy Joel vive en un oscuro ostracismo creativo mientras se entretiene en su taller de motos, cría a una nueva hija y toca de vez en cuando a sala llena en el Madison Square Garden sería tan torpe como olvidar que los humanos, a pesar de no tener superpoderes, son perfectamente capaces de destruir aún aquello que se alimenta con Compuesto-V desde la cuna. 

El (super)héroe cínico

Pero volvamos a Homelander y Vought. Como híbrido farsesco entre lo más reaccionario del orgullo nacionalista estadounidense y lo más avanzado del desarrollo biotecnológico en marcha en Silicon Valley, está claro que Homelander une a la perfección los lados oscuros del Superman de DC Comics (el imposible arraigo “patriótico” de alguien con más poder que su propio o cualquier Estado) y del Capitán América de Marvel Comics (cuya auténtica humanidad se agotó en cuanto pisó el laboratorio que lo convirtió en el Übermensch definitivo). En consecuencia, si existe en la ficción actual alguna figura que resuma casi a la perfección lo que la realidad política de los Estados Unidos no se decide todavía a sintetizar (al fin y al cabo, ¿qué pasaría si el espíritu “liberal” de los grandes popes tecnológicos en la Costa Oeste abrazara de una vez la alianza “conservadora” con el exitoso trumpismo en D.C.?), esa figura es Homelander. Pero, por esto mismo, Homelander es, también, la encarnación del límite de esa alianza. Porque, ¿en qué se convierte el ser más poderoso de la Tierra, la síntesis ideal entre orgullo nacional y poder posthumano, sino en un triste empleado modelo, incapaz de liberarse de los planes de Vought ejecutados por el típico CEO con rasgos psicopáticos? No es casual que desde el principio Homelander necesite chupar la leche materna de su jefa, Madelyn Stillwell, ni que, al reunir la decisión suficiente para asesinarla, descubra que el sistema corporativo de Vought ya tiene un reemplazante muchísimo peor para reafirmar quién es el amo y quién el esclavo.

Lo que resulta de todo esto es, finalmente, un (super)héroe cínico. Ni trágico ni hipócrita, roles que The Boys ubica en las figuras de Hughie y Butcher, sino cínico. Y si la hipocresía era una reverencia del vicio ante la virtud, entonces el cinismo es el rechazo que opone la mentira a la convención de encubrirse con el idealismo. Homelander, en definitiva, sabe que no es más que el activo más lucrativo de una multinacional que vende “superheroísmo” bajo todas las formas posibles en la amplia gama del mercado, y entonces piensa y actúa en consecuencia. No, ninguno de sus superpoderes existen para liberarlo de las cadenas de sumisión del capital; por el contrario, están ahí para que la sumisión ante esas cadenas sea absoluta. Como superhéroe, entonces, ¿qué es Homelander? La caricatura cínica del idealista con un doctorado en marketing. Y en este punto, el paralelo con otros ejemplos de la vida real queda a la vista. Sin ir más lejos, Lionel Messi, el futbolista más famoso, talentoso y rentable de su generación, también creyó, o al menos les hizo creer a todos que creía, que él, al menos, sí podría ser el dueño del último tramo de su carrera profesional, romper un contrato leonino con el Barcelona y ser libre. Pero la supremacía de la lógica corporativa fue clara: ni siquiera Messi es libre, y por eso su simulacro de rebelión, igual que el de Homelander, terminó en algunos grotescos malabares de gestión de la imagen y operaciones de relaciones públicas. Homelander, al menos, usa la excusa de que existen los “supervillanos” (no los “superterroristas”, ya que los focus rechazan esa palabra) para explicar su sumisión a Vought; más pusilánime, en cambio, Messi usó como excusa para justificar la sumisión al Barcelona que sus hijos no querían cambiarse de escuela.

Dos modelos de sociedad

El conflicto en The Boys se articula en una despiadada lucha entre Homelander, al frente de los superhéroes de Vought, y Butcher, el líder de la banda de marginales que les plantan cara, en donde lo que está en juego (además del narcisismo patológico de los personajes) no es otra cosa que la oposición entre dos modelos de sociedad. En un mundo hiperconectado y vigilado hasta la náusea, la banda de The Boys representa valores como la lealtad, el amor y el altruismo, mientras que los superhéroes de Vought son la encarnación del utilitarismo y del costado más despiadado de la técnica (no por nada Jeff Bezos se parece más a Lex Luthor que el propio Lex Luthor en manos de cualquier dibujante o actor). Desde ya que hay fracturas y traiciones dentro de cada grupo, pero cuando uno de los siete íconos de Vought resulta ser un whistleblower que filtra el mayor secreto de la empresa (la existencia del Compuesto-V, un suero industrial que transforma a niños proletarios en superhéroes y que luego consumen como droga de performance), el escándalo apenas salpica a la compañía, cuya estrategia de comunicación es colmar las redes con memes y fake news para deslegitimar las denuncias.

Sin ir muy lejos, cuando en abril de este año se filtró en los medios que Amazon había desarrollado un protocolo de vigilancia para monitorear a las sucursales de sus franquicias con el propósito de sofocar cualquier “riesgo de sindicalización”, la empresa no sólo siguió operando con la más absoluta impunidad, sino que apenas se molestó en responder a las acusaciones con un escueto comunicado que desestimaba los hechos. La desenvoltura para manipular las convenciones mínimas de la vida en sociedad es tal que, además, muchas de estas compañías capitalizaron las denuncias en su contra bajo la forma reciclada de productos culturales para el consumo masivo, como el documental El dilema de las redes sociales, que desde Netflix expone los mecanismos secretos de las plataformas de extracción de datos, pero también en ficciones como The Boys y Mr. Robot, que satirizan su propia bancarrota moral y que, a fin de cuentas, no son otra cosa que una muestra de su implacable grado de dominación. Por eso, que The Boys exista hoy como adaptación televisiva se explica también por la total ausencia de peligro para quienes la financian. A fin de cuentas, no deja de ser un simple entretenimiento inofensivo que, como balas de utilería, nos remite a las proféticas palabras de Johnny Rotten: “Ever get the feeling you were cheated?”////PACO

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