El general Lucio Victorio Mansilla fue uno de los más grandes animadores de las tertulias porteñas y buena parte de la disposición borgeana a las boutades es heredera de aquel exquisito capital social con el que Mansilla alcanzó el punto más memorable de su carrera militar: Una excursión a los indios ranqueles, informe militar que debía planificar las condiciones de un exterminio y que terminó siendo un lúcido y casi subversivo tratado acerca de la amistad con el indio.( Primera nota al pie: respecto a este punto, el general Julio Roca sería más sensato y menos simpático; en cuanto al librepensador Mansilla, el mismo Zorro del Desierto, ya como presidente de la Nación, lo encarcelaría «por desacato» durante ocho días en los cuarteles de Retiro en 1885. «Yo vine de Europa en congé«, dijo entonces Mansilla, convencido de que al denunciar en una carta el autoritarismo de Roca, que es lo que había hecho aquel año, «cumplía con un deber de patriotismo»).
Algunas de las mejores páginas de Una excursión a los indios ranqueles son las que Mansilla usa para describir la perfecta convivencia imaginaria entre los indios y los blancos. Salones de sociedad donde los indios se esfuerzan por incluirse en los hábitos de una raza que los rechaza y los militares se esfuerzan por incluirse en los hábitos de una clase que no los corresponde. Escenas oníricas -Mansilla, como Fogwill en secreto, estetizaba sus restos diurnos- que se resuelven siempre en el tragicómico deshielo de las fantasías de cohabitación y ascenso social de unos y otros. Esas páginas pueden leerse, además, como el petit essai acerca de una diplomacia improbable. Pero no por impracticable –Una excursión a los indios ranqueles demuestra las posibilidades de esa viabilidad- sino -como demostraría el general Roca- por innecesaria. La fraternización, el intercambio, la simbiosis: eso es innecesario cuando se trata con otredades absolutas. Y los famosos, las celebridades, los mediáticos; incluso cierta esfera superficial de los políticos profesionales: esas son las otredades con las que traté durante unos años. Mi experiencia con la otredad de la fama no es más que un collage de recuerdos frívolos, improductivos y debidamente facturados. No sabía quién era Chloé Bello hasta que en una misma tarde tuve que verla desnuda en una playa mientras se cambiaba para una producción.
Hay zonas universales del lenguaje con una fuerte raigambre en lo popular -para sonar un poco como Horacio González- útiles por su halo de complicidad para describir la clase de experiencia en la que uno termina por ser testigo de aquello que no imaginaba ver jamás (experiencia que significa, al mismo tiempo, una reestructuración violenta de la idea que uno tiene hasta entonces de lo íntimo y del cuerpo y del rol de uno ante el capital). Parte del trabajo es tratar con esa experiencia hasta que se automatiza. Se puede ser más o menos sensible ante la belleza -o se puede ser un inconmovible imbécil ante la belleza- pero lo que no se puede ser es indulgente con la belleza. Chloé Bello, por ejemplo, tenía una ligera celulitis en el culo. Unos días después: Pampita Ardohain: lo mismo, aunque ligeramente peor.
Chaplin filmó Tiempos Modernos para mostrar que la producción en serie de aquellas tuercas cosificaba al obrero, ¿pero por qué sería imposible filmar la misma película desde la perspectiva de las tuercas? (Siguiente nota al pie: Donde las tuercas hablan podría ser el título para una retrospectiva de historiadores de la cultura que recordaran qué fueron las redes sociales a comienzos del siglo XXI). La certeza es que las tuercas tienen algo que decir sobre sus tertulias con la mano de obra que vehiculiza al capital y ese algo probablemente no es (ni deba ser) halagador. Si alguna vez compartieron un café con un periodista dedicado al espectáculo, habrán notado el padecimiento crónico de dos grandes imposibilidades. La primera: la imposibilidad de realizar, al menos por elegancia, el ademán físico de pagar la cuenta. La segunda: la imposibilidad mental de dejar de hablar sobre su trabajo. Dentro de esta especie se destacan los que se ven a sí mismos más como la llave francesa que como la tuerca. Esa confusión de los roles (un marxista sería menos piadoso con estos desvíos) entretiene siempre, básicamente porque narra de manera imaginaria una tertulia permanente con la fama. Una, para colocarlo en términos más literarios, intimidad constante. (La tercera nota al pie es la siguiente: es también por este mecanismo casi perverso que el proyecto de derrocar la estatua ecuestre del general Roca puede interpretarse in so many levels…).
Mi posición al respecto fue roquista desde el principio, pero conocí a periodistas que se jactaban de ciertas amistades con la otredad. Entonces saludaban jactanciosamente y con una familiaridad más bien ambigua a Moria Casán, a Miguel Del Sel, a Facundo Arana y a otros de esa categoría de por sí bastante subalterna del star system local. (Otra nota: atesoro el instante en que se abrió la puerta de un ascensor en un hotel, se asomó Moria Casán y yo retrocedí convencido de que un enorme transexual iba a intentar venderme una cartera agresivamente). Estos periodistas siempre tenían -y deben continuar acopiando- anécdotas sobre algún episodio, por lo común sexual, de los que en algunos casos ellos mismos habían sido los intermediarios necesarios para su existencia -la palabra facilitadores sonaría extraña: todos los involucrados en estas historias, hasta donde puedo recordar, eran adultos libres y responsables-, gratas memorias en las que siempre habían sido más bien los escenógrafos (y en el mejor caso los directores) pero nunca los protagonistas. Y aún así, no parecía haber nada irresuelto en aquel rol mansillista frente a la otredad, casi lo contrario; sus relatos funcionaban a la manera de las causeries y supongo que Mansilla habría sabido gozarlos. (Nueva nota al pie: a pesar del esfuerzo, bajo el ángulo preciso de la valoración estética -aunque muchas veces divertidas-, eran la clase de historias que hacen pensar que hay algún cartel del tipo Vuelvo enseguida sobre el cerebro del narrador). Es cierto: el trance mediático fue demasiado rápido y sostener el negocio del pudor -cuya mercancía escasa y valiosa era, por lo tanto, el impudor- fue una tarea arrasada por los vientos de la Historia (viajé en auto con Silvina Escudero y no tuve nada que decir, Anabel Cherubito me mostró que estaba leyendo Las partículas elementales y le recomendé sin ningún entusiasmo La posibilidad de una isla, Raquel Mancini se puso a llorar cuando le pregunté con sincera ingenuidad por qué no había tenido hijos, la madre de Pity Álvarez me pidió que dijera que nunca la había visto y entonces nunca la ví y la serie de episodios intrascendentes podría seguir: ninguno sumó nunca nada valioso a nada, de igual manera que ninguna de las tuercas añade nada particular al producto que ensambla, ni a la llave francesa que la sujeta) pero aquellos periodistas se tomaban la idea de esa tertulia constante en serio. Eso era, también, el producto de una disciplina adquirida a lo largo del tiempo. Un último detalle: el grueso del anecdotario provenía de los yacimientos sentimentales de los años noventa y entonces uno podía descubrir que había tuercas atrapadas en la cinta desde hacia, tal vez, demasiados años.
Luli Fernández, lamentándose porque se dedicaba a las fotos de lencería y porque tenía que adelgazar para la televisión y ese adelgazamiento le disminuía las tetas y complicaba todo el asunto. Varios años antes, Cris Miró, en la etapa terminal del sida, obligada a colocarse un barbijo para no toser sobre otros pacientes en un sanatorio. Carlos Melconian abriéndose la camisa para posar al sol. Francis Mallmann disfrazado de dandy y después horadado en un sillón oscuro. Esmeralda Mitre esforzándose para no sonreír. Marcela Kloosterboer incapaz de sonreír. Carlos Menem siendo absolutamente capaz de hacer sonreír a cualquiera. Francisco De Narváez manejando una camioneta para parecer mundano. David Nalbandian sacándose fotos con amigos en un prostíbulo. Me acuerdo de un fotógrafo pidiéndole complicidad a Jorge Lanata mientras le sacaba unas fotos y que complicidad significaba cruzar los brazos, inclinar la cabeza hacia un costado y sonreír. Vi a Marcelo Tinelli jugar al fútbol en su casa en Punta del Este y destruir de un pelotazo completamente accidental el hermoso nido de un hornero: uno de esos episodios que sintetizan algo profunda e irreparablemente desgraciado en la vida de un hombre.
Anécdotas inútiles porque la voz de las tuercas es gris. Y eso pasa porque no hay un más allá. No hay posibilidad de fraternización verdadera, a menos que se aparten las fantasías de vanidad y se esteticen las diferencias. Esto empezó mientras esperaba en una sala sin wifi y con una enorme pila de revistas Paparazzi. Estuve hojeando durante un buen rato y no fue un mal rato. Si no existiera internet y si los últimos otros contemporáneos no fueran ya capaces de autogestionar sus intimidades a voluntad, ¿qué mejor lugar para Lucio Victorio Mansilla?