Detrás del enorme volumen de novedades que proponen a diario las redes sociales, hasta casi usurpar lo que se percibe como la totalidad programática de internet, no se esconde un deseo de dominación tecnocientífica al estilo Skynet ni una feroz batalla de marketing entre plataformas detrás de la seducción definitiva de todos los usuarios conectados a la red. Pero lo que sin dudas permanece en un lejano segundo plano, escondido entre presuntas obviedades y un crudo desinterés por interrogar la realidad ‒algo que el astrofísico Stephen Hawking sintetizó bien al decir que “la filosofía ha muerto” porque ahora son los científicos “quienes llevan la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda por conocimiento”‒, es la pregunta acerca del sentido profundo de la expansión tecnológica. ¿No es esa una pregunta pertinente? Y si lo es, ¿por qué el mercado y la ciencia parecen más entusiasmados por la velocidad y la expansión casi instantánea de las posibilidades tecnológicas antes que por cuestionar sus motivos?
La tecnología es una actitud hacia la realidad, y en última instancia es el modo en que la realidad se nos revela en la actualidad.
Desde las ciencias políticas, en tal caso, David Runciman (Inglaterra, 1967) propone en Política (Turner, 2014) una lectura de la tecnología que cuestiona su aporte no tanto al desarrollo contemporáneo como a la reelaboración de lo que se percibe en sí mismo como “política” ‒y cuáles son las responsabilidades de la burocracia estatal en esa nueva percepción‒, mientras que, desde la filosofía, Slavoj Žižek (Eslovenia, 1949) desarrolla en Acontecimiento (Sexto Piso, 2014) una crítica no solo a la ausencia sintomática de inquietudes alrededor del desarrollo tecnológico, sino también a quienes creen que la tecnología es una moda cuyos conflictos pueden resolverse evadiéndose ‒por fobia o esteticismo hípster‒ de todos los hábitos que rige. Pero, en primer lugar, ¿qué significa exactamente hablar de tecnología? Siguiendo a Martin Heidegger, Žižek delimita una frontera: la esencia de la tecnología, explica, no está en la suma o las variaciones de determinados dispositivos tecnológicos ‒cada nuevo smartphone o la última red social de moda‒ sino en la capacidad de estructurar el modo en que nos relacionamos con la realidad. “Llevada al extremo, la tecnología no designa una compleja red de máquinas y actividades, sino la actitud hacia la realidad que asumimos cuando nos involucramos en dichas actividades”, escribe antes de concluir que, por lo tanto, “la tecnología es el modo en que la realidad se nos revela en la actualidad”.
¿Cuál sería la perspectiva de un poder regido por la tecnología y no al revés?
El peso de esa revelación en el plano de la política, por otro lado, se ha ido convirtiendo según Runciman ‒profesor de teoría política en Cambridge y columnista en The Guardian‒ en el peligro de hacerla parecer obsoleta. En este punto, y leídas en sintonía con los reclamos más fastidiados a cuestiones concretas como el régimen de elecciones primarias o los balotajes ‒¿por qué votar dos veces en vez de una?‒, e incluso el voto electrónico ‒¿no se podría votar a distancia por internet?‒, las ideas de Runciman sobre el cruce entre tecnología y política pueden resultar más delicadas que lo aparente. “Los cambios son tan veloces que el gobierno parece lento, pesado, torpe y, a menudo, irrelevante. La tecnología también puede hacer que el pensamiento político resulte insulso al lado de las grandes ideas surgidas de la industria tecnológica”, escribe Runciman en respuesta a premoniciones como las de la Universidad de la Singularidad en Silicon Valley, cuyo principal patrocinador es Google y donde para 2030 prometen robots inteligentes e implantes de software en el cerebro. Basta tener una cuenta en Facebook para comprobar el resto de su hipótesis: “Los avances informáticos han propiciado que nos replanteemos qué significa poseer algo, compartir algo y tener una vida privada. Estas son algunas de las cuestiones básicas de la política moderna. Con todo, las nuevas respuestas rara vez se formulan en clave política; suelen consistir, más bien, en expresiones de frustración con la política y, a veces, de desprecio”, explica Runciman para desnudar el que podría uno de los verdaderos núcleos conflictivos de la modernidad a comienzos del siglo XXI: una tecnología que ya no se considera un medio para mejorar la política sino para esquivarla por completo.
¿Pero qué tiene la política todavía para decir en nuestra sociedad digital?
¿Pero qué tiene la política todavía para decir en nuestra sociedad digital? Es cierto que muchos políticos intentan usar Twitter y que la mayoría solo consigue llamar la atención “explorando nuevas maneras de hacer el ridículo”, pero también es cierto ‒advierte Runciman‒ que sin gobiernos no existiría una industria tecnológica de las proporciones que se conocen hoy. “Y esto no se debe simplemente a que para defender los derechos de propiedad de los que depende su dinamismo todas las industrias necesitan unas instituciones políticas estables y fiables; se debe a que fue la inversión gubernamental la que en un primer momento hizo posible la revolución tecnológica”. Como contracara de la política analógica, desde sus respectivos ángulos Runciman y Žižek coinciden al prestar especial atención al sospechoso espíritu resolutivo y formalmente objetivo de los nuevos tecnócratas. Aquellos que en una época de irrestricto dominio de los hábitos digitales aseguran ser poseedores de la verdadera habilidad para “hacer que las cosas funcionen” incluso más allá de cualquier ideología (asunto que tras los eventos entre Grecia y la Unión Europea hizo que Žižek no dudara en afirmar que la democracia, al menos para los tecnócratas del poder financiero, se estaba volviendo un concepto vacío). ¿Cuál sería, entonces, la perspectiva de un poder regido nada más que por la tecnología? “A nadie le gusta que los políticos empleen la tecnología como un instrumento de control ‒señala Runciman‒, pero debemos recordar cuál es la alternativa a una industria tecnológica sometida al control político: una política sometida al control de la industria tecnológica”.
Es necesario sospechar de los tecnócratas que se presentan como poseedores de la verdadera habilidad para “hacer que las cosas funcionen”.
Pero si la tecnificación de nuestra actitud ante la realidad ‒en el plano político y económico pero también sexual, va a indicar Žižek‒ puede funcionar como una trampa a partir de la cual una elite de especialistas defina cuáles son nuestras prioridades, el rechazo disfrazado de “renacimiento espiritual” tampoco es una solución. Ante el shock de futuro que impone el desarrollo tecnológico y los cambios sociales que lo acompañan, “el recurso al taoísmo o al budismo proporciona una salida que da mejores resultados que las huidas desesperadas a las viejas tradiciones: en lugar de intentar lidiar con el ritmo acelerado del progreso tecnológico y social ‒escribe Žižek‒, mejor sería que renunciáramos a esforzarnos por mantener el control sobre lo que sucede, rechazándolo por tratarse de la expresión de la lógica moderna de la dominación”. Esa es exactamente la posición que para el autor de El sublime objeto de la ideología funciona como “complemento ideológico perfecto del capitalismo”, y que disfrazada de posicionamiento crítico o incluso religioso en realidad anula cualquier posibilidad de conciencia individual y respuesta cívica. Con entusiasmos más moderados que los que predominan entre los científicos, el hecho de que más del 40 por ciento del mundo ‒unas tres mil millones de personas‒ esté conectado a internet y que ese porcentaje represente un incremento de la conectividad global de más del 700 por ciento desde el inicio del siglo XXI, todavía inspira algunas meditaciones y bastantes preguntas en el viejo corazón de las humanidades. Leídas en tándem, las interrogantes de Runciman y Žižek resultan particularmente útiles y hasta vandálicas bajo augurios necrológicos como los de Stephen Hawking/////PACO