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No deja de resultar llamativo que los cómics, con sus decenas de autores y sus cientos de personajes distintos, hablen invariablemente de los mismos temas y digan siempre lo mismo. Posiblemente, el caso más relevante sea el de Batman: sus cómics vuelven una y otra vez sobre el tema de la locura porque, como todos saben, en Ciudad Gótica los villanos derrotados no mueren, sino que son encerrados en el manicomio de Arkham. En su caso, no se trata de personajes que perdieron el contacto con la realidad (en donde cada nuevo arco argumental se corresponde con una nueva fuga del manicomio y con un nuevo spaltung en la diacronía clínica de su enfermedad mental) sino que, además, su condición psíquica está íntimamente emparentada con la violencia. En pocas palabras, los malos, en Batman, están locos y son peligrosos. Hasta ahí, todo parecería marchar armónicamente por las praderas de la estigmatización. Pero la cosa se vuelve más sensible cuando los autores nos confrontan con el hecho de que el propio Batman está tan loco como los energúmenos que persigue. Es esto lo que nos lleva al último punto en su caracterización clínica: están locos, pero tienen un propósito. Acá no hay apragmatismo, pérdida en la idea directriz ni ausencia de voluntad: hay un pathos al servicio de un ethos.

Uno de los más notables representantes en este recorrido es el Joker de Joaquin Phoenix. Durante varios meses, las redes estuvieron saturadas por las más penosas interpretaciones de la película, de la cual solo vale la pena decir que es muy mala (y políticamente conservadora). Aun así, si los intentos por asir la complejidad de la locura en el lenguaje de las viñetas suelen ser precarios, en no pocos casos son más dignos de leer que los ensayos de varios psiquiatras y psicoanalistas versados en la materia. Quizá el mayor mérito de Joker se desprenda del hecho de que su director, Todd Philips, había alcanzado previamente la fama con la canceladísima saga de películas cómicas The Hangover. En este sentido, la historia del personaje de Phoenix como humorista incomprendido y condenado al ostracismo parecería la misma que la de Philips, lo cual vuelve más interesante el final: una fantasía de destrucción por parte de un autor que ya no puede reírse de lo que quiere y no se resigna a conformarse con las reglas del moribundo mercado cultural.  

Más allá de todo esto, Joker le dio un Premio Oscar a Phoenix, un asunto más “pop” a las apasionantes mesas redondas de las psicólogas y los psiquiatras que no se conforman con la práctica clínica real y, por supuesto, un nuevo torrente retroalimentado de nuevos cómics sobre la locura del Joker y Batman (y también sobre la locura de Harley Quinn, aunque Birds of Pray, su propia película, haya sido tan mala que hasta los adolescentes tuvieron que hacer el esfuerzo con tal de mirar a la hermosa Margot Robbie). En el mejor caso, Joker: Sonrisa asesina, escrita por Jeff Lemire y dibujada por Andrea Sorrentino, es un ejemplo de las limitaciones creativas alrededor de la locura cuando esta es interpretada y representada por la industria del entretenimiento mainstream.

La historia nos cuenta lo que pasa cuando el psiquiatra Benjamin Arnell, uno de los profesionales de Arkham, intenta tratar al Joker para “curarlo”, es decir, para devolverlo de “las fauces de la locura” a la lisa y llana realidad. Para quienes conozcan este tipo recurrente de línea argumental, la premisa no esconde ningún secreto: decenas de especialistas en el alma y la mente humana lo han intentado antes, y todos (incluida Harley Quinn, también una psiquiatra) fallaron. En esencia, el conflicto habitual es que todos, tarde o temprano, descubren que los delirios del Joker son mucho más tentadores a la hora de blindarse ante las múltiples amenazas psíquicas que rodean nuestra realidad que cualquiera de las formas admitidas como normales. Pero la variación en Joker: Sonrisa asesina está en el matiz presuntamente adulto —porque esto es DC Black Label— de la aproximación al problema. Si lo habitual es que el Joker demuestre que, al fin y al cabo, él es el único cuerdo en una realidad infestada de locos, Lemire interroga con un poco más de crueldad qué es lo que, por otro lado, sostiene a esa realidad racional que intenta reconstruirse cada día entre las rejas de Arkham.

Las puertas de la locura

Como el protagonista de “El nadador” de John Cheever; como el personaje de Leonardo Di Caprio en Shutter Island; como Edward Norton en Fight Club; como el terapeuta que encarna Bruce Willis en The Sixth Sense, es ahora al psiquiatra Benjamin Arnell quien descubre tras algunas pocas páginas que su propio derrumbe mental también ocurrió de una manera tan abrupta y traumática que, al parecer, la única vía de salvación fue el delirio y la negación. Y es por eso por lo que, aunque su esposa y su hijo lo abandonaron hace tiempo, incapaces de sobrellevar su obsesión profesional por la mente del Joker, él todavía los sigue viendo (e incluso hablándoles) en la siniestra casa familiar vacía no tan lejos de las celdas de Arkham.

Pero el error fatal de Benjamin Arnell no es la ausencia de un encuadre teórico sólido a la hora de encarar un tratamiento, ni tampoco la avaricia ni la avidez por alcanzar la fama. La verdadera catástrofe se cierne sobre este incauto psiquiatra desde el momento en que plantea un tratamiento basado en la empatía, es decir, cuando ejecuta con torpeza la maniobra de intentar ubicarse en la piel del Joker, una operación condenada al fracaso desde su misma concepción, ya que no hace más que depositar en el payaso asesino su narcicismo y sus propias miserias. Como resultado, Arnell sólo puede ofrecer una mirada condescendiente y temerosa frente a lo traumático del encuentro con la aberrante diferencia de la otredad más radical, una estrategia con tantas chances de éxito como armar una choza en la playa para resistir a un tsunami.

De la locura hay que poder entrar y salir, decía un célebre psiquiatra argentino en referencia al posicionamiento del terapeuta en su vínculo con el sujeto psicótico. En ese sentido, uno de los aciertos de Joker: Sonrisa asesina tiene que ver con capturar (en el registro de lo inverosímil y lo pesadillesco) la dimensión perturbadora de la transferencia terapéutica. La displicencia con la que Benjamin Arnell encara su vínculo con el Joker lo lleva a un enclaustramiento psíquico tal, que termina con su propio encierro en el manicomio de Ciudad Gótica. Al igual que el psiquiatra de Rorschach en Watchmen, en el plano más amplio Arnell representa a la psiquiatría como una ciencia torpe y solipsista, más ocupada en satisfacer sus prejuicios teóricos y morales que en vincularse de manera genuina con el paciente. El predecible giro del final no hace más que profundizar esta representación: el psiquiatra se revela no sólo impotente sino también como un auténtico alienado.

El alienado y el alienador

Pero, ¿por qué esta obsesión de Hollywood por mostrar una y otra vez a los psiquiatras como perversos o idiotas? Tal vez algo tenga que ver el hecho de que muchos terapeutas entran en una (o en ambas) categorías. Sin embargo, más atractiva podría ser la idea de que estas representaciones resultan sintomáticas de una época en la cual los padecimientos mentales (como la depresión, por ejemplo) se ubican cada vez más alto en los rankings de las enfermedades prevalentes, mientras que los cómics y sus adaptaciones funcionan como la mirada que nos devuelve una sociedad inundada de psicofármacos y recetas infalibles para estar bien como sinónimo de alcanzar el éxito, al menos, en términos utilitarios.

Desde esta perspectiva, Joker: Sonrisa asesina tiene el mérito de mostrar que la trampa narcisista de la empatía se desnuda cuando Arnell, hasta entonces esforzándose en el ejercicio de sentir, experimentar y entender lo que le pasa al Joker, entra en conflicto con la negación del desvanecimiento de su familia. En otras palabras, la “terapia de empatía” que Arnell intenta con el Joker revela lo único que el discurso cultural de la empatía siempre ha sido: un deseo de borrar las diferencias del otro, de manera tal que todo eso incómodo, incomprensible o radicalmente distinto que le otorga su intolerable singularidad individual se desvanezca ante el reflejo omnisciente de un único y transparente yo. Andrea Sorrentino sin duda acierta en el concepto de la portada: cuando Arnell se mira al espejo, lo que descubre no es que la locura del Joker contaminó su mente, sino que su cuota personal de delirio postraumático lo llevó a intentar “sentir” quién era el Joker sólo para no tener que intentar “sentir” quién era Arnell.

De esta manera, el mecanismo narrativo de Joker: Sonrisa asesina sirve para repetir (una vez más) que no importa qué tanto se intente escapar a los sueños para evitar la horrible realidad; al final, los sueños resultan más aterradores —como muestran las perturbadoras viñetas del violento cuento infantil que el psiquiatra le narra antes de dormir a su hijo imaginario—, de modo que uno tiene que escapar del sueño para volver a la realidad. ¿Los sueños son entonces una fuga para quienes resultan demasiado débiles para soportar la realidad? ¿O es la pura realidad lo que les toca habitar a quienes no son lo bastante fuertes para enfrentar sus sueños? Para el perturbado doctor Arnell, sin duda la realidad es mucho menos amenazadora que sus sueños. De hecho, le basta una pistola y tres o cuatro sugestiones triviales del Joker para convertirse en un asesino y dar por concluido para siempre su proyecto de triunfar como psiquiatra y padre de familia. Pero tal vez lo más inquietante sea que el otro lado de esta misma pregunta está en Batman: Asesino de sonrisas, el epílogo de Joker: Sonrisa asesina, donde es nada menos que Bruce Wayne quien se descubre encerrado en Arkham, tratando de explicarle a la sorda burocracia de la salud mental que él es Batman. 

¿Qué habrá querido decir Geoff Johns, el autor de Doomsday Clock, la reciente secuela del Watchmen de Alan Moore, al revelarnos que el hijo del psiquiatra de Rorschach termina sus días como un imitador de quien llevó a su padre a la desgracia? En esa repetición enferma, ausente en el baile nihilista del Joker de Phoenix, está también la potencia clínica y política del retrato romántico de la locura que sigue reproduciéndose en las historietas////PACO

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