Por Sebastián Rodríguez Mora
Tenemos el mundo delante de los ojos, pero hemos perdido el mundo. De algún texto de la bibliografía puanner habrá salido algo parecido a esa frase. En lo que va del siglo XXI pareciera ser que también hemos perdido el sueño, en sus varias acepciones. El insomnio, por su parte, podría atribuirse a las redes sociales y por elevación al aburrimiento. La pérdida del Sueño, con mayúscula, bueno, es síntoma de la época, pero no hay ideas claras al respecto en este texto. La que acá interesa es la del soñar, el de acostarse, dormir y despertarse reteniendo los últimos destellos.
Salteando rápidamente al psicoanálisis, que ya lo exprimió y lo agotó hasta volverlo –y volverse- literatura, el soñar ha perdido su estatus de espectacularidad en la vida cotidiana. Nadie se sorprende de tener pesadillas de persecución por pasillos angostos, o estar casi convencidos de tener un elefante minúsculo y fosforescente en la mano para cambiar por figuritas con sus compañeros de colegio primario. Todo es interpretable para el Traumdeutung popular. Soñar se transformó en algo menos fantástico y mucho más clínico porque Hollywood se encarga todos los días de estar guionando delirios más seductores y en algunos casos igual de obsesivos. Es más, tematiza con mayor originalidad que el propio inconsciente, de modo que si llegáramos a soñar, lo terminemos haciendo acorde a esos cánones. Todo, todo lo soñable fue agotado por el cine, o está cerca. Soñar como actividad creativa queda para quienes frecuentan el microclima de centro cultural hippie-non-chic o los que no saben que el surrealismo es un zombie malcomido y abstinente desde los sesentas. O, como es mi caso, que no sueño casi nunca, en la vez que soñé que me sentaba a la mesa con Dylan.
No es un problema, no llega al nivel de fanatismo pelotudo, militante. Fanatismo es llamar Mara y Donna a tus hijas. A mi favor puedo argumentar que hay varios de sus discos que no escucho. Toda la etapa de religiosidad inexplicable –que en el caso de cualquier otro músico aplicaría a haber dejado la heroína, pero en Dylan es un misterio que no anula tal hipótesis, pero es sólo una de las posibles- me es indiferente: hay ridiculeces como Saved o Shot Of Love. Tampoco tolero ese sonido new wave de Down In The Groove, por ejemplo. Pero también existe toda esa etapa, en que le cuelgan la obligación de ser la voz de una generación y él responde con la galera y la permanente de rulos. La de su desaparición pública por un par de años, tras un extraño accidente en su moto, para volver cantando como un extraterrestre. La de “Oh get born, keep warm/Short pants, romance, learn to dance/Get dressed, get blessed/Try to be a success/Please her, please him, buy gifts/Don’t steal, don’t lift/Twenty years of schoolin’/And they put you on the day shift”. La del mito, la del rock antes del rock, a la que se accede por el cliché Dylan y se sale teniéndolo sin vergüenza como fondo de pantalla en la pc y de ringtone en el celular. No es la fe del ricoterismo ni la remera de Joy Division, porque se sabe que Dylan es el gran fabulador, todo podría ser ficción. Entonces la cosa pasa por algunos discos muy, muy importantes y una estética a través de la cual pasa el resto de lo que se escucha, sea música o no.
En realidad fueron dos sueños, uno atrás del otro. En el primero, estrictamente porno y sin relación aparente con el siguiente, me sacaba las ganas con algo así como el resumen de las pocas minas con las que me encamé; una especie de ajuste de cuentas que ya estaban saldadas hace rato. En el segundo, Dylan estaba viejo, ajado y medio doblado por la joroba que sostenía con un bastón. Igual había salido de cantar recién en el Gran Rex o en otro teatro de Capital. Me sentaba con él y alguna otra persona que no importaba en una mesa con mantel blanco. Era una cena post show en un bar con luces amarillas, como de velas. Tenía los rulos canosos peinados para atrás con gomina, tiradores y los bigotes finos de Dalí le empezaban a apuntar para arriba. Hablábamos en castellano de punta a punta. En un momento le preguntaba por qué había decidido cambiar, sin especificar qué. A partir de ahí todo el resto fue su respuesta, que unía el ser Judas por elegir electrificarse, la devoción evangelista a partir de los setentas y los disfraces que usa para caminar por la calle. No iba a ser de otra manera, los famosos siempre hablan de ellos mismos, y Dylan siempre fue un camaleón.
Traían whisky pero el mozo estaba implícito, no figuraba. Me explicaba que cuando dejó de tocar el bajo en 1976, se enamoró del Hammond y no necesitó nada más, ahora la música para él dependía de las teclas. Se daba la habitual situación de lo onírico: queda la sensación de una charla larguísima e interesante pero no se retiene casi nada del desgrabado. Mientras nos despedíamos, Dylan me anotaba su dirección en una servilleta de tela con un marcador negro. Place Leclerc, cuando quieras pasá a visitar. Lo ayudaba a ponerse el saco. Fundido a negro y en el siguiente plano, mi madre –habilitando a Freud- sacaba la servilleta del lavarropas con la tinta toda corrida, y me desperté con la sensación húmeda en las manos, pero no tenía nada que ver con el primer sueño.
Poseído, googleé Place Leclerc Paris apenas abrí los ojos. El Gral. Philippe Leclerc es un héroe nacional francés: Eisenhower tuvo delicadeza de mandarlo a París sobre unos tanques antes que Patton llegara para liberarla simbólicamente de la ocupación nazi en el 44, mientras los parisinos la careteaban en las barricadas, otra vez. Cada puto lugar en Francia tiene su Place Leclerc. Había estado viendo un documental al respecto la tarde anterior. La foto con el bajo es de las sesiones de grabación de Highway 61 Revisited (en su vida tocó el bajo) y el Hammond lo usó en vivo durante su show en el Gran Rex un par de días antes, donde estuve sentado en el superpullman y reconocí la mitad de la lista de canciones, de tan deformes y jazzeras que suenan ahora que está viejo y ajado. Me sentí estafado. De ahora en más, prefiero dejar a Dylan en el mp3, que es donde mejor funciona. Prefiero volver a ver I’m Not There con Cate Blanchett cantando Do you, Mr. Jones? , mientras ametralla al público inocente del festival de folk en Newport. Prefiero no caer en mersadas de centro cultural. Prefiero soñar con el Frankenstein femenino de mis ex. Y por el momento antes de soñar prefiero coger ////PACO