Cuenta un músico que tocaba con él antes de que viajara a Nueva York a inventar el bebop que le decían “Bird”, pero no porque tocara su instrumento como un pájaro que cruza el cielo azul a toda velocidad; no, nada que ver. La historia es que yendo de un concierto a otro en varios autos, cruzando la noche en el Estados Unidos rural de antes de la Segunda Guerra, pisaron un pájaro y, en lugar de seguir, por insistencia de quien a partir de esa noche se convertiría en “Bird”, frenaron y se llevaron lo que acababan de atropellar. Al otro día, los músicos se comieron lo que habían pisado en la ruta y apodaron a uno de ellos con el nombre de la especie que estaban almorzando. Sí, estoy hablando de Charlie “Bird” Parker.
Este 29 de agosto se cumplen cien años de que empezara la fugaz vida del saxofonista nacido en Kansas City con el nombre de Charles Christopher Parker, Jr.. En el documental Celebreting Bird, escrito y dirigido por Gary Giddins, puede verse esa primera época del músico en su ciudad natal. Su primera esposa narra la forma en la que le propuso matrimonio y cómo, al año de estar casados y con un hijo recién nacido, se da cuenta de que en esa ciudad no puede hacer nada: le pide que “lo deje libre”, le ruega a su madre que la cuide a ella y a su hijo de un año y se va. Ese es el mito de origen de este absoluto héroe del jazz al que nada, ni su propia vida, le importaba más que la música.
En el libro Ropa música chicos, Viv Albertine, guitarrista de la banda pionera del punk The Slits, escribe sobre el momento en el que Sid Vicious se convierte en bajista. Encerrado en un cuarto de una casa londinense ocupada, estimulado por una dosis fuerte de anfetaminas, se colgaba el bajo y ponía una y otra vez el primer álbum de los Ramones hasta aprenderse todas las canciones de la banda. Viv dice que haciendo eso se hizo el bajista de la banda que ellos dos creían la mejor del mundo, los Sex Pistols. En Bird, la premiada biopic de Clint Eastwood, se ve que Parker hace algo muy parecido: rechazado por músicos profesionales –al ser negro le fue prohibida la entrada al conservatorio–, pasaba jornadas de quince horas encerrado en habitaciones, tocando encima de los discos e intentando sacarle a su instrumento el sonido que quería. Estos dos creadores de géneros musicales mueren –uno en 1955 y otro en 1979– embrutecidos por las drogas a una edad muy temprana en la misma ciudad de Nueva York.
Charlie Parker elegía bien a quien tocaba a su lado en la trompeta, Dizzy Gillespie y Miles Davis fueron algunos, pero fue Chet Baker quien en sus memorias, Como si tuviera alas, donde escribe sobre sus tortuosa lucha contra la heroína mientras intentaba hacerse una carrera en la música, dice que cuando compartían escenarios en una temporada en Los Ángeles, entre los descansos de los shows, le pedía que lo llevara a comer tacos inundados en salsa verde, de los que devoraba una docena. Baker es otro de los que insiste con que, a pesar de ser rechazado por los dueños de los lugares donde se podía tocar, Charlie era adorado por sus seguidores. En la novela en la que Don DeLillo se propone hacer un retrato de mil páginas de Nueva York, Submundo, uno de los tantos narradores es Ismael, un artista del grafiti experto en pintar vagones de tren. Ismael hace las cosas sin ningún tipo de permiso, disfrutando de quebrar la ley y dejando registro en esos vagones que veía pasar una y otra vez. A altas horas de la madrugada, su rutina era colarse donde descansaban los trenes sin que nadie lo viera. En la oscuridad, alumbrando su camino con linternas, solía preguntarse qué significarían esas pintadas antiguas, anteriores a las que hacía él mismo, que ya era un precursor, que insistían con “Bird vive”.
Aunque es difícil que Julio Cortázar lo haya podido ver en vivo –él se va de la Argentina en 1951 y las giras europeas de Parker son anteriores al cincuenta–, no es raro que el éxito en París, mucho más grande y respetuoso que el que tenía en su país natal, hubiera dejado una especie de estela. Pocos años después de su muerte, en 1959, Cortázar se inspira en él para escribir “El perseguidor”, cuento de Las armas secretas. Es notorio que el protagonista, Johnny Parker, muere de sobredosis de marihuana. En una entrevista que le da a Martín Caparrós poco tiempo antes de morir, Cortázar aclara que en esa época no sabía nada de drogas, que puso marihuana como podría haber puesto lavandina. Termina diciendo que en la traducción al inglés tuvieron que cambiar marihuana por heroína.
Mientras “Bird” corría de un escenario de jazz a otro, en las calles de Nueva York tocaba un hombre ciego muy alto que se disfrazaba de vikingo, hacía música y pedía plata a cambio, que se hacía llamar Moondog. Mientras la mayoría lo consideraba una especie de payaso excéntrico –fue artista callejero en la misma esquina por veinte años–, otros apreciaban lo que hacía. Y Charlie Parker fue uno de ellos. Según parece, estaban planeando entrar al estudio de grabación y registrar algo que, por lo menos, hubiera sido interesante. Moondog era valorado por Steve Reich y Philip Glass, y al padre del bebop le gustaba también la música clásica y arrastraba consigo el fracaso de una gira con una orquesta de cuerdas que lo había dejado golpeado, pero una temprana muerte interrumpió sus planes. Moondog dedicó en su honor su canción con más escuchas en Spotify, “Bird’s Lament”.
Al enterarse de la muerte de su hija de tres años, Charlie Parker entró en una depresión severa. Intentó ahogar su adicción a la heroína con litros y litros de vino barato. Al igual que otro músico italiano, educado en Inglaterra y que triunfó musicalmente en nuestro país, fue el alcohol la sustancia que terminó de darle la estocada final. Aunque su segunda pareja intentó enterrarlo en Nueva York, la ciudad que lo había visto brillar, al no estar formalmente casados, no pudo hacer valer lo que creía que hubiera sido su voluntad. Sus restos descansan en Kansas City, con una lápida donde, además de su nombre y las fechas en las que vivió, dice “Bird” y hay un saxo tallado/////PACO
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