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A los cincuenta años, luego de recibir su primer encargo importante, un nuevo edificio para el Museo de Arte de la Universidad de Yale, el arquitecto estadounidense Louis Isadore Kahn pudo haber dicho (con toda razón) la frase que hizo famosa un efímero presidente del Banco Central de Argentina: “Me preparé toda la vida para este momento”. En efecto, su carrera de arquitecto hasta entonces incluía una serie de obras y proyectos casi siempre realizadas en asociación con diversos colegas, que no sobresalían ni en su cantidad ni por su calidad. Nacido en 1901 y formado en la tradición Beaux Arts en la Universidad de Pennsylvania durante los años 20, antes de la influencia del Movimiento Moderno que llevó a América la inmigración de muchos de los principales arquitectos modernos europeos en los años 30, Kahn pasó las primeras dos décadas de su profesión constreñido por las crisis de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, con tiempo para reflexionar e irse incorporando de a poco. 

El paisaje de las grandes ciudades de los Estados Unidos casi no se modificó durante esos años, a excepción de Washington, donde el New Deal de F. D. Roosevelt edificó en un estilo monumental y en parte retrógrado las grandes estructuras que aún hoy albergan al núcleo de la burocracia del estado federal y del complejo militar, incluido el enorme e icónico Pentágono. Por fuera de ese circuito, los arquitectos alternaban la docencia universitaria con encargos particulares modestos y algunas experiencias en industria o vivienda social. Como docente invitado en Yale, y luego ya como profesor de diseño en Filadelfia, su ciudad, Kahn supo labrarse una creciente reputación en base a su facilidad y expresividad para el croquis y su personalidad en parte enigmática, pero sobre todo por el énfasis conceptual que trataba de establecer a la hora de enseñar a proyectar un edificio.

Jatiya Sangsad, Bangladesh

Para ello recurría a palabras de uso habitual en el lenguaje de los arquitectos, pero las investía de un significado por fuera de las categorías habituales. Por ejemplo, Kahn hablaba de forma y diseño diferenciando netamente ambos términos, los cuales muchas veces se pueden interpretar como la descripción de una misma cosa, un proceso intelectual que podríamos asociar a la Gestáltung, la configuración de los objetos. Kahn entendía la forma en arquitectura como el “qué”. En sus propias palabras, “aquello que el edificio quiere ser”. En cambio asignaba al diseño el “cómo”, es decir, la intervención subjetiva del proyectista, su técnica, su sensibilidad y sus preferencias estéticas. El arquitecto pasa entonces de ser un “problem solver” a un “problem seeker”, por lo que Kahn se negó a utilizar el procedimiento habitual de desplegar un catálogo de tipos edilicios de probada eficacia y elegir el más apto, o bien combinarlos según criterios de eficiencia, circulación o “layout” (análogamente a como se organizan las diversas máquinas para optimizar un proceso industrial). En lugar de eso, propuso que cada edificio fuera un hecho único e irrepetible, una respuesta meditada a una necesidad, un lugar, un momento histórico y una tecnología particulares que se expresan finalmente en la construcción como una síntesis coherente, generadora de un edificio a la vez genuino y reconocible. 

Kimbell Art Museum, Fort Worth, Texas

El elemento revelador de dicha construcción es la luz, principalmente diurna, que entra estudiadamente en los recintos, muchas veces de manera indirecta, y es el factor determinante de la experiencia sensorial de sus espacios. Lo que la luz nos revela, por lo tanto, es el orden de la construcción: la organización visible de los materiales. Esa materialidad es un aspecto esencial en la obra de Kahn. Su rechazo al armazón de acero lo aleja de Mies y de la tradición liviana norteamericana, para acercarlo al ladrillo y al hormigón y a una recuperación del peso y de la masividad como intención de permanencia, diferenciando así a los edificios del resto de los objetos técnicos contemporáneos. Esa expresión, que algunos interpretan como monumentalidad, yo prefiero entenderla como tectónica: un conjunto de reglas para el uso genuino de los materiales y el manejo correcto de las cargas y tensiones que éstos producen sometidos invariablemente a la acción de la gravedad. 

Esta voluntad de Kahn, que aparenta a veces retornar a técnicas arcaicas de construcción, se complementa con la incorporación de técnicas por entonces contemporáneas o “vanguardistas”, como los elementos prefabricados de hormigón y la incorporación de postensado para cubrir grandes luces. Este diálogo entre tradición y modernidad le permitió además proyectar y construir eficientemente edificios en lugares como la India, con abundante ladrillo y mano de obra y escasez de acero. Las mismas condiciones que explican, por ejemplo, la obra ejemplar de Eladio Dieste en Uruguay, Brasil y Argentina, realizada por esos mismos años.

Por otro lado, las dificultades de este enfoque idealista de la profesión son evidentes y presuponen varias condiciones. Un cliente generoso con sus recursos y su tiempo, una formación y una vocación cabales por parte del proyectista para poder llevar a cabo esa exploración, la integración creativa a dicho proceso de los consultores de estructuras, instalaciones, equipamiento, etc, y finalmente, contratistas de construcción dispuestos a ejecutar la obra según el proyecto sin introducir mayores cambios. El logro de Kahn fue sostener su método de trabajo durante el último (y finalmente fructífero) cuarto de siglo de su vida, lo cual habla también de su capacidad de persuasión y de la firmeza de su visión. También nos dice algo acerca de las características especiales de sus principales clientes, entre quienes destacan Jonas Salk y Paul Mellon, entre otros.

Instituto Salk, La Jolla, California

Por otra parte, su enfoque fue muy criticado incluso dentro de la profesión, sobre todo por las estructuras profesionales que entienden a la arquitectura como una industria, es decir, una rama más de los negocios que debe generar beneficios económicos, asunto que a Kahn nunca le interesó demasiado, hasta el punto de que, al momento de su muerte, el 17 de marzo de 1974, en plena crisis del petróleo, su estudio en Filadelfia estaba virtualmente en bancarrota. Sus colegas debieron hacer una colecta para pagar a los acreedores y así salvar el archivo de sus planos y dibujos para que no fueran a remate. En ese cuarto de siglo final de su vida, sin embargo, Louis I. Kahn nos dejó un conjunto de algo más de una veintena de edificios terminados, la mayoría obras maestras. Al mismo tiempo, son construcciones difíciles de visitar, ubicadas casi en lugares de peregrinaje dispersos en ciudades como La Jolla, Fort Worth, Rochester, New Haven e incluso Ahmenabad, en India, y Dacca, en Bangladesh. Kahn dejó también un conjunto de proyectos ejemplares en papel, fruto de encargos para lugares tan improbables como Venecia, Jerusalén o Baltimore, que hubiesen dado lugar a otras tantas obras maestras. A 47 años de su muerte, su influencia va mucho más allá de sus autoproclamados “discípulos” y llega hasta nuestros días, todavía cuestionando el modo en que construimos nuestras ciudades desaprensivamente, y siempre dispuesta a renovar el interés por la arquitectura desde su historia hasta la integración de las últimas técnicas disponibles////PACO

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