Desde Bolivia.

Estaba prohibido llorarlos: la marcha descendía lenta e insomne desde las 10:00, con estandartes de Bolivia por cada distrito, el cielo despejado, el sol indolente. La multitud llevaba banderas tricolores. Y banderas whipalas. Y sonaban boleros de caballería a través de unos parlantes empolvados. Adelante, dos ataudes estaban encima de un minibús blanco que tenía un letrero con letras rojas: Chinito veloz. Y también: unos hombres con gorras cargaban a sus muertos. Los llamaron masistas. Y delincuentes. Y terroristas. En Radio Fides habían dicho que eran ocho fallecidos, ninguno militar ni policía, todos de rostros cobrizos, con nombres y apellidos que serían olvidados: Edwin Juchamani Paniagua, Rudy Cristian Vásquez, Juan José Tenorio Mamani (de 23 años), Joel Colque Patty (de 22 años), Antonio Ronaldo Quispe Ticona (de 23 años), Pedro Quispe Mamani, Clemente Eloy Mamani Santander (de 23 años), Devi Posto Cusi.  

El ministro de la Presidencia, Jerjes Justiniano, indicó que los movilizados pertenecían a grupos vandálicos. Hace cuatro meses él había logrado que los jueces absolvieran a un menor de 15 años en el caso de una violación grupal (La manada boliviana) en un motel de Santa Cruz. “No se encontró evidencia de que él haya participado”, dijo, luego esbozó una media sonrisa. La madre de uno de los acusados dijo: “Dios hizo justicia” (¿para la adolescente violada?). 

Bertha Tonconi, de 67 años, vestía una pollera negra y tenía el rostro brilloso de sudor. Dijo: “Voltearon la pared para recuperar los cuerpos”. Se refería al muro de la planta de Senkata. “Los militares no querían devolverlos”. Los tenían: ¿como trofeos?, ¿como evidencia? La marcha llegó cerca de la Facultad de ingeniería de la UMSA. Una mujer impedía que los camarógrafos grabaran: “Muestran mentiras”, decía. Una columna de policías impedía el paso hacia la calle Ayacucho. Detrás estaban los militares y detrás, cerca de la plaza Murillo: el poder. Un grupo de hombres subió encima de un carro militar. Gritaron: “Asesinos”. Y: “Justicia”. Y: “Añez debe renunciar”. 

Pocas horas después la compañía estatal de cable Entel rescindiría contrato con la televisora Telesur, que fue creada como una alternativa informativa a la estadounidense CNN. Luego la ministra de Comunicación, Roxana Lizárraga, informaría que se había desmontado el aparato de propaganda del expresidente Evo Morales impulsado desde esa cartera de Estado (antes de ser ministra estuvo en Miami al lado de Carlos Sánchez Berzaín, ex ministro del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien en 2003 había dado la orden de disparar a los alteños para trasportar un convoy de gasolina escoltado por militares). 

“El gobierno nos está vendiendo”, gritó un anciano y un policía roció gas pimienta en sus ojos. Luego comenzaron los disparos de gases lacrimógenos. Dos ataúdes, uno de color blanco con una bandera whipala encima, serían abandonados en la avenida, a los pies de los edificios desiguales y de los letreros de publicidad. ¿Quién empezó la violencia?, ¿quién la terminó? “Mátenme a mí, pero no a mis hermanos”, gritó otro anciano, de 87 años, que se plantó frente a unos policías. Vestía un pantalón gris y viejo y ancho y unos zapatos desgastados, y tenía el rostro arrugado. Lloraba desconsolado y estaba encorvado y tenía los brazos abiertos. 

Al anochecer llovería sobre las calles casi desiertas, y la presidenta autoproclamada, Jeanine Añez, emitiría un mensaje a través de las redes sociales. Eran 20 muertos en menos de dos semanas, y su gobierno hace poco había aprobado un decreto para eximir de responsabilidad penal de los militares. “Queridos compatriotas: lamentamos las muertes de nuestros hermanos en El Alto”, diría sin mirar a la cámara (¿por vergüenza o desidia?) y leería un discurso preparado: “Que Dios bendiga a Bolivia”.////PACO