Dedicado a Araceli Alemán, por el foco
No hace falta integrar una generación de nativos digitales para conocer que la forma más tajante del desaire contemporáneo es la eliminación de una amistad en Facebook y que no hay alejamiento más punzante que un bloqueo en Twitter. Para la lógica de producción e intercambio de contenidos en la web —un universo que va desde lo social hasta lo económico pasando por todas las variantes imaginables de lo cultural y lo erótico— esas son desconexiones que apartan literalmente un mundo de otro. Como protocolo social, el rigor de ese devenir es público y privado incluso cuando la frontera entre ambos territorios se desdibuje. Incólume en el centro del escenario, sin embargo, prevalece la figura del Yo. Una soberanía que entre celebridades y usuarios corrientes a lo largo de todas las redes sociales ha encontrado en las selfies su primera gran estética global.
Sin otro requisito que un teléfono celular, el objetivo de las selfies —o «autofotos» según el neologismo inglés para el autorretrato digital— es producir en simultáneo una presencia estética y ontológica: el Yo existe porque su presencia en el mundo es retratada por el propio Yo. Y la forma en que este Yo debe mostrarse no es azarosa: entre los labios fruncidos y los ojos bien abiertos para ellas —el famoso «duck face» o «cara de pato»— y los guiños con media sonrisa para ellos —con el mentón elevado para disimular la papada en los casos más adiposos—, el primerísimo primer plano es obligatorio y debe capturarse por la mano del propio retratado.
En sintonía con el resto de la web, que prefiere las vicisitudes del caos antes que rigidez de las jerarquías, la belleza tradicional es deseable pero no es (aunque ayuda) condición necesaria para una buena selfie. Colmar la autoestima, fomentar la seducción, incrementar la envidia, recategorizar los propios umbrales del deseo: mientras la imagen guste, se comparta y circule con o sin su #hashtag y con un filtro a la altura provisto por Instagram, las selfies trazan un lenguaje epocal donde la soberanía del enunciador es absoluta.
Como explica la antropóloga Paula Sibilia en su ensayo La intimidad como espectáculo, el Yo que habla y se muestra incansablemente en la web suele ser triple: es al mismo tiempo autor, narrador y personaje. Tres coordenadas sobre las que la mera crudeza del narcisismo envasado en las selfies comienza su proceso de estetización alrededor de hábitos bien delimitados de consumo y sociabilidad, entre los que ni la política —en versión partidaria o ciudadana— escapa de las ambigüedades de lo fáctico, la representación y lo testimonial. ¿Pero hasta dónde esas individualidades incandescentes son libres para permitirse mostrarse de otra manera?
«La presentación de la persona en las redes sociales, institución social que regula cada vez más la vida cotidiana, al punto que uno ya no puede desayunar sin chequear sus perfiles, tiene una estética dominante que combina aquella de las fotos de pornografía amateur con las de las publicidades de Coca-Cola», analiza a partir de dos claros extremos de representación el sociólogo y escritor Hernán Vanoli. Minada por las tensiones sensuales de quien se obsequia a la mirada y el ánimo microempresarial de la self promotion, la estética selfie es para Vanoli «una ñoñez a lo sumo festiva». «Jean Baudrillard sostiene que hay dos cuestiones centrales para que la pornografía funcione: la enunciación debe ser minuciosa y no accesible al ojo humano sin la mediación técnica, y la ambivalencia entre el placer y el dolor debe estar caricaturizada y al mismo tiempo verosimilizada a través de una buena actuación. Esta idea puede aplicarse al infrarrealismo de las fotos de las redes sociales: nunca se puede saber si están retocadas o no porque eso es inaccesible al ojo humano, y a la vez existe una ambivalencia sobre si el que postea busca seducir o ser consumido como imagen», explica.
Con la ayuda circunstancial de un espejo, mientras tanto, celebridades, usuarios comunes y funcionarios públicos se convierten en sus propios paparazzis a la velocidad de internet, al tiempo que las selfies decantan como fenómeno con intervención directa en el diseño y la demanda de tecnología: no es casualidad que los smartphones desarrollen y coloquen cámaras cada vez más sofisticadas al frente y no en la parte posterior del equipo. Se trate de Hillary y Chelsea Clinton en un evento, Michael Moore, Bill Maher y Salman Rushdie juntos en un partido de básquet, Justin Bieber mostrando sus abdominales o la ociosa heredera Kim Kardashian registrando cada paso de su vida, la pulsión por el ensamblaje digital de un Yo dispuesto a compartir y afirmar su existencia comienza a provocar también preguntas. Según un estudio realizado este año por las universidades de Birmingham y Edimburgo sobre 500 usuarios de Facebook, la tendencia exagerada a publicar y compartir selfies provoca rechazo por parte de los viejos amigos y colegas del mundo analógico, para quienes la exposición volvería más endeble su vínculo afectivo real. Y ese es el punto clave sobre el que lo que funciona como simple autorretrato se combina de manera enigmática con el vértigo digital de la información y sus efectos.
Como herramienta visual para el relato autobiográfico, la destreza sobre la estética selfie no se resuelve en las implicancias técnicas de su ejecución —hasta un astronauta puede hacerlo, como demostró el japonés Aki Hoshide en la Estación Espacial Internacional— sino en el recorte y la selección de escenas y momentos a construir para su inmediata exhibición. No se trata de la mirada sino de la mirada que cada cual es capaz de construir sobre sí mismo. Por eso la excentricidad de un espacio como webcamtears.tumblr.com, donde usuarios corrientes se muestran derrumbados entre sus propias lágrimas, choca ante un canon de bienestar y superación cool bajo la utilería de mascotas, esmaltes, puntos turísticos, tatuajes o platos del día como los que suelen lucir princesas selfies como la modelo Helen Flanagan o las cantantes Rihanna o Taylor Swift (vale la contraparte de Arnold Schwarzenegger, afirmando su imagen de duro al mostrar la cicatriz fresca de su herida durante una filmación, o las selfies íntimas de Scarlett Johansson que hace unos años se filtraron en la web).
Si bien las selfies están presentes entre los usuarios argentinos de la web como en cualquier otro punto geográfico de la web, sus práctica oscila entre las celebridades locales con valores cercanos a lo publicitario —en el caso de Marcelo Tinelli y la primicia de su relación con Guillermina Valdés, ofrendada al ojo público a través de una selfie de la pareja en Miami—, o lo meramente cotidiano, como en las postales del futbolista Sergio Agüero o la actriz de telenovelas Celeste Cid.
A tanta distancia como lo permita el brazo que sostiene la cámara, la estética del Yo digital se autorretrata por igual en escenarios tan plácidos como dramáticos, si bien «no deja de exhibirse en primer plano toda la irrelevancia de la vida real», como señala Sibilia en su texto. Los matices de los estados afectivos, niveles de consumo o activismo ciudadano —como puede verse en protestas sociales en puntos disímiles como Nueva York, El Cairo o Buenos Aires— se ofrecen en una paleta de tonos variados, siempre únicos y siempre ligeramente banales. Signos que también apuntan algo sobre la nueva estética digital del Yo ////PACO.