Las lenguas del orbe no paran de hablar del Papa Francisco, el argentino que nació para cambiar el mundo y que ya fue tapa de la mítica revista que lleva por nombre la banda de rock de la lengua afuera. En esta ocasión, Francisco funda una nueva genealogía: es el primer Papa en la historia que hoy, 14 de febrero de 2014, celebra San Valentín.

Esta festividad teñida de rojo es una tradición anglosajona –especialistas del culto al ocio– que fue ganando países adeptos durante el siglo XX. Hay varias teorías sobre el origen de esta celebración, pero de lo que no quedan dudas es que recuerda el onomástico de San Valentín, un obispo cristiano que creía que el amor es más fuerte que toda ley y por eso, en tiempos de la Antigua Roma, desafió la normativa de Claudio II que impedía el casamiento a los soldados. No hay nada demasiado nuevo bajo el sol: los vínculos entre varones y mujeres, atravesados por el deseo –las *ganas*, la *pasión*– y eso “otro” que, por abreviar, se llama Estado. Resumiendo: el emperador romano suponía que los solteros eran mejores soldados y por eso les prohibió el matrimonio a los mancebos jóvenes. Sin embargo, por mandato divino, Valentín ofició casamientos en secreto hasta que fue descubierto y ejecutado.

Lo demás, se conoce: Valentín fue santificado y, en su conmemoración, la fecha es celebrada como el “día del amor” o “día de los enamorados”. Para muchos, el #14F forma parte de una industria del festejo devaluada, que adopta en nuestro país una tibia fuerza para oxigenar un mes sin feriados ni demasiado consumo post Navidad y post vacaciones. En lo personal, creo que mucho más débil que salir a tomar un vino boutique es no festejar *por principios*, como si algún ser humano pudiera estar a salvo –realmente a salvo– de que la flecha de Cupido atraviese su pequeñito e inmaculado corazón.

El Papa, en un auténtico gesto punk, este año le ha dicho sí a San Valentín. En principio, estaba previsto que recibiera a tres mil parejas y les diera la bendición en el Aula Pablo VI del Vaticano. La única condición que se les exigía a los participantes era que sean novios, y en camino hacia los confites. Sin embargo, la convocatoria superó expectativas propias y ajenas por lo que Francisco decidió cambiar los planes. Finalmente los novios son 17 mil y el evento tiene lugar hoy en la mismísima Plaza San Pedro. El lema de la celebración es “La alegría del sí para siempre”.

Durante 2013 estuvo en cartel la obra Love love love, una muy premiada pieza del inglés Mike Barlett, que aquí contó con la adaptación y dirección de Carlos Rivas, y efectivas actuaciones de Gabriela Toscano y Fabián Vena. No sé si la obra fue suficientemente aplaudida en nuestras tierras. Bajo una trama y un recurso ciertamente trillado, que consistía en contar la narrativa de una pareja mediante el recorte de algunas escenas de sus cuatro décadas juntos, era provocativa y sabiamente amarga. Llevaba al escenario las vidas de dos profesionales que se conocieron en 1967 –casi el mismo año que en Francia decretaron que el amor era una causa más noble que la guerra– y que compartieron una trayectoria verosímil: enamoramiento, matrimonio, dos hijos, separación, divorcio, reencuentro. Lo auténticamente dramático es que ponía en escena, hacia el final, a estos dos personajes ya jubilados, después de muchos años de no verse, y reunidos por pedido de la hija, quien les reprochaba –con poca gracia– que la habían estimulado a perseguir su sueño de violinista y no a hacer algo útil por sí misma. No recuerdo demasiado de las respuestas de los padres, y no creo que importen, pero sí recuerdo que en un momento ellos dejan de escucharla y se poner a bailar, abrazados, mientras suena All you need is love. La hija se termina yendo sin saludarlos, porque ellos ya ni la ven, abstraídos en el baile y en gritar “love”.

No me interesan los hijos que eximen o culpan a sus padres de todo, mucho menos los artistas fracasados. Pero en esa escena vi, terriblemente, el lugar de mierda en que han quedado Los Beatles. Somos los hijos de la primera generación del divorcio espontáneo, divertido, porque sí, porque no funcionó, porque mami y papi te van a querer siempre pero también necesitan más, otra cosa, el fuego, algo. Somos los hijos de una generación que creció escuchando esa canción, también fechada en 1967, rezando ese mantra de “todo lo que necesitas es amor”, o leyendo teorías vaporosas como la de Richard Bach (¿recuerdan a Juan Salvador Gaviota?). Allí, en algunas películas, en algunas tiendas y en otro puñado de canciones, se sustentaba que el matrimonio era una institución caduca, obsoleta y antipráctica. La nueva épica –casi transectorial– era buscar el amor, un alma gemela, un alma de otra vida, la media naranja, la pareja ideal. Cueste lo que cueste. Los planes cambiaron y el mercado se adaptó, el Estado se adaptó y hasta la religión hizo la vista gorda. Desde los ochenta se volvió legítimo, y hasta recomendable, probar el pacto amoroso cuantas veces sea necesario. Una aventura.

En el zeitgeist, cuando parecía que nada en la historia con mayúsculas era demasiado interesante, la siempre camaleónica tribu académica moldeó nuevas teorías bajo el seductor mote de la sociología sentimental de Occidente. Desde Roland Barthes a Eva Illouz –pasando por Zygmunt Bauman– se dedicaron a mostrar, con resultados más o menos *queribles*, cómo el amor es también otro discurso más, socialmente construido y socialmente destruible. No nos alarmemos. Mal que nos pese, este arsenal teórico ha distado mucho de ser el acta de defunción del amor o *el fin del amor*. El amor muta, pero goza de buena salud. Entre muchos otros ejemplos, basta considerar tanto en Argentina, como en varios países desarrollados, el impacto jurídico y emocional de los movimientos de la disidencia sexual en su lucha, no sin fracturas internas, por la sanción del matrimonio igualitario.

Tengo una hipótesis: estos dos eventos tan aparentemente lejanos en las geografías culturales y en las agendas públicas –la LGBT militando para poder casarse, el Papa Francisco y su bendición masiva de jóvenes cual love parade– muestran el *retorno del amor*. Y el amor es impensable sin el matrimonio, aun en sus formas mutantes, aterciopeladas o viscosas. Matrimonio is not dead –pese a los varios que aun no se suben al tren de la historia–. Somos una generación que pasó sus fines de semana con la mochilita al hombro, que lidió con las nuevas parejas de sus padres, y que ni se imagina la vejez de sus ancestros solteros. Somos también una generación que está sacando al amor conyugal de ese pesado armario de lo choto y se lo reapropia, como una tecnología más, como una guerra más, como un fracaso más, como un capital más, como una calentura más, como una responsabilidad más, como una infidelidad más, como una idiotez más, como una moda más. Hace veinte años era una aventura no claudicar en la búsqueda del garche perfecto, hoy la aventura es el compromiso de elegir a alguien con el que coger todos los días. Quizá seamos igual de limitados y neuróticos que nuestros padres, pero al menos estamos reinventado el modo de aburrirnos de a dos.

Me imagino dentro de no muchos años, cuando nuestros hijos sean adolescentes –y los zombies y Twitter les parezcan una pavada–, que algún escritor o escritora agitará por ahí, con entusiasmo lábil, “No casarse es de derecha”. Mientras confío en el destino concluyo con una anécdota del propio Francisco. En 2012 el Papa aclaró que en la ceremonia del casamiento la Iglesia no pregunta “¿Estás enamorado?” sino “¿Querés? ¿Estás decidido?”. Y no es menor, porque según Su Santidad: “El enamoramiento debe hacerse verdadero amor, implicando la voluntad y la razón en un camino de purificación de modo que todo el hombre, con todas sus capacidades, con el discernimiento de la razón y la fuerza de voluntad dice realmente: ‘sí, ésta es mi vida’” ////PACO